Travesía Familiar

 


En un abrir y cerrar de ojos ya ha pasado un mes desde que arribamos a Bogotá. Atrás quedaron las largas y tediosas jornadas de trámites, exámenes médicos, peleas con la aerolínea, el SAG y su símil colombiano ICA. Estamos instalados y acomodados casi al cien por ciento en lo que será nuestro hogar hasta que regresemos a Chile en enero próximo.

Tengo la suerte de que mi familia y yo llevamos ya varias mudanzas en el cuerpo y no se nos hace demasiado difícil acostumbrarnos a los cambios. Lo logramos al llegar a Punta Arenas, ciudad que todavía amamos y extrañamos —y que, en medio del contexto nacional, es casi como viajar a otro país—, y ya estamos en pleno proceso de “acolombiamiento”, avanzando viento en popa y disfrutando de vivir en este país tan amable con los extranjeros.

La experiencia ha sido enriquecedora. Las personas son gentiles, bulliciosos y alegres, aunque en esta zona no demuestran ese candor caribeño que esperábamos encontrar. Y es que en verdad Bogotá es la “nevera” de Colombia, como la llaman acá, con un clima impredecible y un cielo siempre envuelto en nubes, lo que obliga a sus habitantes a llevar consigo un paraguas cada vez que salen a la calle y andar abrigados como si estuviera a punto de nevar. Sin embargo, para nosotros, provenientes del insoportablemente caluroso Santiago y después de haber pasado por el frío y el viento de Punta Arenas, el clima de esta ciudad nos resulta bastante agradable. Y ya nos acostumbramos a que nos miren con cara de extrañeza por salir con short y chalas mientras todos andan con abrigos.

Me atrevería a decir que, al menos para mí, Bogotá concentra lo mejor y lo peor de la capital chilena y de la propia Magallanes: no hace frío —bueno, para los lugareños, es preocupante que algunos días las mínimas alcancen los gélidos tres grados Celsius…—, tampoco hace mucho calor, hay viento moderado, llueve casi todos los días y los bogotanos son tan amables como los puntarenenses. Sin embargo, también hay cosas malas. La peor de ellas, a mi parecer, es la cultura vial de esta gente. Muchas veces me quejé de lo mal que conducen los magallánicos y los visitantes argentinos que cruzan cada fin de semana hacia Punta Arenas, donde parecía existir una interpretación propia de la Ley de Tránsito, una en la que reinaba el “quien llega primero a la esquina tiene derecho preferente de paso”. Me quejé porque los conductores accionaban las luces indicadoras de viraje una vez que ya cambiaban de pista o doblaban en una intersección, en lugar de usarlas con tiempo para advertir a los demás del inminente cambio de dirección. Bueno, acá ocurre lo mismo, aunque aumentado unas diez o quince veces. Las calles de Bogotá tienen un tremendo caudal de automóviles, motocicletas, bicicletas y peatones que cruzan donde quieren, se sienten con el absoluto e indiscutible derecho de paso frente a cualquiera que se cruce en su camino y que, por suerte, conducen a una velocidad mucho más baja de lo que solemos conducir en Chile, aunque la enmarañada infraestructura vial de esta ciudad contribuye a la formación de “trancones”, como le dicen acá a los “tacos”. Es impresionante ver la forma en que los taxistas deambulan por entre el tráfico y, no conforme con la tensión de siempre estar atento a sus impredecibles maniobras, hay que tener mucha calma al toparse con las sorprendentes manadas de motociclistas que cruzan en ruidosos enjambres la ciudad. Y después de ellos están los ciclistas, otro peligro ambulante con el que hay que tener cuidado.

Pero el lado bueno es mucho mayor que lo que acabo de contarles. Por ejemplo, en el barrio en el que tenemos la suerte de vivir, Chicó Alto, es usual toparse con gente paseando a sus perros. El sector es una zona residencial en la que abundan los departamentos —acá les llaman apartamentos—, lo que hace necesario sacar a caminar a los peludos integrantes de la comunidad para que puedan hacer sus necesidades al aire libre. Por ello, es normal ver a “paseadores de perros”, con hasta once amigos de cuatro patas agarrados de sus correas y caminando con total tranquilidad. Hasta ahora he visto un solo perro vago, por lo que las calles están bastante limpias y existe la cultura de que cada humano lleve un rollo de bolsitas plásticas para recoger los regalitos caninos que van quedando en el camino. No importa si vas de buzo, jeans o tenida formal, si estás paseando a tu mascota, es tu deber recoger sus “pastelitos”.

Además, existen hoteles, plazas y negocios “pet-friendly”, donde puedes toparte a un perrito “estacionado” a la entrada de un supermercado, esperando con total calma a que su dueño haga las compras y regrese a buscarlo. También es usual ver camiones y furgones que recogen a las mascotas por las mañanas para llevarlas a escuelas o guarderías y traerlas durante las tardes, cuando sus amos ya regresaron a casa. En resumen, Bogotá es una ciudad pensada para los perritos.

Los gatos, fieles a su naturaleza, observan todo esto con total indiferencia desde sus atalayas privados.

"Es un verdadero lujo visual ver los colores que tiñen las vías más antiguas y las soberbias formas de construcciones como el Santuario de Nuestra Señora del Carmen".

Otra cosa que me sorprendió es la cultura deportiva de esta gente. Al igual que en Chile, hay muchos aficionados a correr por la ciudad. La diferencia está en que acá hay ciclovías para todas partes y existe una resolución de la Alcaldía Mayor de Bogotá que cierra dos de las principales arterias de la ciudad durante los domingos, entre las siete de la mañana y las dos de la tarde, para que las personas puedan correr, trotar, andar en bicicleta o solo salir a caminar un poco. Hoy probé esa ruta y me sentí como en medio de una fiesta deportiva similar al Maratón de Santiago, pero sin que los participantes se preocuparan por competir entre ellos. Únicamente iban y venían, en grupos o solos, disfrutando de la exquisita mañana para sudar el estrés de la semana. Había gente vendiendo jugos de frutas, talleres móviles de bicicletas e incluso bandas cantando para hacer más amena la jornada. Me topé con gente de todas las edades, hombres, mujeres y niños, colombianos y extranjeros, familias enteras y animados amigos que solo tenían en mente ejercitarse y pasar un buen rato.

Y, aunque este lado de la ciudad es moderno y lujoso, es una verdadera obligación darse una vuelta por el casco histórico, algo que hasta ahora hemos hecho solo en parte. Las construcciones antiguas y las pintorescas calles del centro de Bogotá contrastan con las áreas comerciales y residenciales y los transportan a uno hacia un pasado hermoso y siempre presente que el país se esfuerza por mantener. Es un verdadero lujo visual ver los colores que tiñen las vías más antiguas y las soberbias formas de construcciones como el Santuario de Nuestra Señora del Carmen o la exquisites de la colección del Museo del Oro.

Ahora, unos kilómetros más al norte, existe otro lugar digno de ser visitado. Me refiero a la Catedral de Sal, una sobrecogedora construcción religiosa en las entrañas de un yacimiento de sal, la mezcla perfecta entre espiritualidad y turismo que es considerada la Primera Maravilla de Colombia. Llegar a sus ciento ochenta metros de profundidad y encontrarse con la surrealista cruz tallada en la roca es una experiencia que no se puede dejar pasar. De hecho, ¿vieron Encanto? Leí por ahí que la habitación de Bruno está inspirada en la Catedral de Sal.

"La Catedral de Sal, una sobrecogedora construcción religiosa en las entrañas de un yacimiento de sal",


Siento que el tiempo corre demasiado rápido y el caos de la mudanza dio paso al caos del ingreso de mis hijas al colegio. A diferencia de Chile, acá es necesario presentar un enorme montón de papeles médicos, notariales, bancarios, formularios varios y en distintos formatos para poder matricularlas. Fue un largo trámite de casi dos semanas en los que mi esposa debió ir y venir a bancos, al colegio, a notarias, de vuelta al colegio y otra vez al banco para poder “diligenciar”, que es como ellos dicen “tramitar”, todo lo solicitado. Y a esto debo sumar el problema de los uniformes, de lo difícil que ha sido encontrar todo lo que pide el colegio, sin hablar de los útiles escolares, solo para encontrarnos con que los niños colombianos están mucho más adelantados que los niños chilenos. Es impresionante la diferencia de niveles entre nuestros sistemas educativos, lo que me tiene bastante preocupado por mis pequeñas. A modo de ejemplo, Sofía, mi hija mayor, hasta el año pasado tenía Ciencias Naturales, acá, sin embargo, los niños desde pequeños tienen física, química y bilogía. Sin contar con que ya hablan y leen inglés, y tienen ramos como geoestadística… Por ello, la recomendación de los profesores fue clara: las niñas necesitan clases particulares de reforzamiento.

De todos modos, llegar a este país ha sido lo mejor que nos ha pasado hasta ahora. Cambiamos el “sí, sí” magallánico por el “qué pena por usted” colombiano, dejamos atrás los milcaos para probar los chicharrones y las arepas, nos acostumbramos a subir las escaleras y llegar jadeando por el efecto de la altura, y nuestros oídos ya casi logran entender el rápido hablar de los “parceros”. Sí, extrañamos los Sahne-Nuss, pero creo que podremos soportarlo. Además, todavía nos falta demasiado por conocer.





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