La Última Bala

 


Mención Honrosa en la 12° versión del Concurso Nacional de Cuentos Teresa Hamel, organizado por la Sociedad de Escritores de Chile,
año 2022.

Las ideas estaban estancadas en su cabeza. Después de pasar todo el día dándole vueltas al asunto, imaginando la escena perfecta para iniciar el relato, al momento de sentarse frente al computador y abrir un documento en blanco, todo quedó en nada. Simplemente desapareció.

Joaquín, quien se consideraba a sí mismo un prospecto de escritor, a pesar de contar ya con dos novelas publicadas, se quedó varios minutos mirando el cursor parpadear con burla mientras se devanaba los sesos buscando la palabra que sirviera para romper la inercia. Sabía que, una vez que comenzara, el resto fluiría con facilidad, como solía suceder. Una palabra seguiría a la otra hasta convertirse en un párrafo y crecería y crecería, transformándose en páginas que correrían por su cuenta hasta llegar al clímax del punto final.

Pero el motor de su imaginación no se ponía en marcha y poco a poco su atención se fue desviando hacia el celular, hasta caer en las garras de las redes sociales. Todo atisbo de inspiración desapareció entonces.

—Terminaste temprano hoy —comentó Bárbara, su esposa, al verlo aparecer en el dormitorio antes de la una de la mañana.

Él gruñó una respuesta, entró al baño a lavarse los dientes y, cinco minutos después, ya estaba con la desteñida camiseta de Guns N’ Roses que usaba de pijama, metido en su rincón de la cama. Se sentía tan frustrado que le dio un mezquino beso de buenas noches a su esposa y se acurrucó para dormir, sin prestarle mayor atención a su discreta protesta.

El día siguiente transcurrió con pasmosa velocidad. A la hora de colación, en su trabajo “real”, mientras sus compañeros de la oficina se escapaban al Domino’s de la esquina, Joaquín se quedó pensando en su trabajo “de mentiras”, hasta que las ideas volvieron con su habitual fuerza. La escena era perfecta: un hombre caminando en medio de la nada, con un revólver en la mano, mientras un diluvio se desataba a su alrededor. Aquel hombre, sin nombre por ahora, giraría la nuez de su arma, donde una única bala esperaba el momento de ser disparada, echaría el martillo hacia atrás con el dedo pulgar de su mano izquierda —había decidido que sería zurdo—, y seguiría su camino hacia su inexorable destino. Cuál era ese destino, todavía no lo tenía claro. Como cada vez que iniciaba una novela, confiaba en que la trama se le revelaría por sí sola y la descubriría con cada palabra que escribiera.

—Eres lo que llaman “un escritor brújula” —dijo su editora después de leer el primer manuscrito de una obra titulada La Daga—. Me gusta eso, pero me inquieta a la vez. Los escritores como tú son impredecibles y eso a veces no es muy bueno en este negocio.

Recordaba que, después de esa charla por videoconferencia —maldita pandemia que lo complicó todo—, intentó planificar una novela, construir las fichas de personajes, definir la trama desde el inicio hasta el final, detallar los escenarios, separar los capítulos en escenas…, pero no se sintió cómodo trabajando de esa forma y terminó por seguir a su manera: dejando que sus dedos lo guiaran por la hoja en blanco.

Ahora, sin embargo, después de cenar con su esposa y al fin sentarse frente al escritorio y volver a abrir el documento de Word que tituló “Otro intento”, sus dedos se negaron una vez más a trabajar. La comunicación entre ellos y su cerebro seguía cortada, interrumpida por la nebulosa que desfiguraba las ideas y ocultaba las escenas que durante el día tan bien creía conocer.

Trató por todos los medios de mantener el celular lejos de sus manos. Sabía que, si caía en la tentación de mirarlo, otra vez sería capturado por las redes sociales sin llegar a escribir una sola palabra. Luchó con todas sus fuerzas para resistir la atracción que ese condenado aparato ejercía sobre él y, cuando estaba a punto de sucumbir a su influencia, sus ojos se posaron sin querer en la pantalla del computador y casi cayó de espaldas con todo y silla.

El cursor parpadeaba de forma caprichosa al final de una frase que no recordaba haber escrito:


Escribe o lo haré yo


Se puso de pie, boquiabierto, y volvió a mirar el computador. Esas cinco palabras seguían ahí, pero sin que sus dedos las hubieran hecho aparecer. No era una ilusión y tampoco parecía algún acto involuntario y automático. Siempre era consciente de lo que estaba escribiendo y ni siquiera cuando las ideas fluían a toda velocidad durante páginas enteras perdía el control sobre lo que hacía. Esto…, esto era diferente.

Y todos los vellos de su cuerpo se erizaron cuando más palabras comenzaron a aparecer por sí solas. No llegó a darse cuenta de que había dejado caer el celular al suelo.


¿Quieres que lo haga o no?


—¿Q-q-qué…?


No te hagas el tonto. Quieres escribir esa historia, pero no sabes cómo hacerlo. Pero yo te conozco bien, sé cómo piensas y puedo hacerlo por ti.


—Esto no puede estar pasando… Yo…


Claro que está pasando, Joaquín. ¿Cuántas cosas hemos escrito juntos? Déjame que te dé una mano. No te pediré mucho a cambio. Además, esa novela merece ser escrita.


No sabía qué hacer. ¿De verdad estaba hablando con su computadora y ella le había contestado usando Palatino Linotype? Se sorprendió tanto por lo ocurrido como por fijarse en ese detalle tan superfluo, dadas las circunstancias.

Después de un largo instante de duda, recordó haber leído que los hackers eran capaces de controlar un computador de forma remota a través de la conexión a internet. Quizás, se dijo con más ansias que esperanzas, algún ocioso informático lo había hackeado. Podía ser Luis, ese desagradable nerd de contabilidad. Todos en la oficina sabían que era un verdadero adicto a la computación, además de al hentai, y a Joaquín siempre le causó desconfianza. Y ahora, la parte de su cerebro que se aferraba a esa posibilidad no dudó en señalarlo a él como el culpable de esta extraña broma.

Así que hizo lo único que se le ocurrió, la solución más lógica para terminar con este problema: fue hacia el living y apagó el wifi.


Eso no servirá de nada y lo sabes.


La computadora había vuelto a escribir, a pesar de que él se cercioró de que el ícono de conexión a internet indicara que no tenía acceso a la red, lo cual le provocó un muy desagradable escalofrío.


Tienes que decidir, Joaquín, no te esperaré toda la vida.


—¡A la mierda! —Estiró una mano temblorosa y desenchufó la computadora de un tirón.

Vio con alivio que la pantalla se había apagado y esperó unos segundos para cerciorarse de que nada extraño ocurriría. Entonces, algo más tranquilo, apagó la lámpara que tenía en el escritorio y dio media vuelta para dirigirse a su habitación.

Pero un tenue brillo a sus espaldas le hizo detenerse.

Volteó con cautela, conteniendo la respiración porque en su cabeza sabía lo que encontraría incluso antes de verlo.

El computador estaba encendido y una nueva frase había aparecido en su pantalla.


Traté de ser amable, Joaquín, pero tú has puesto las cosas demasiado difíciles. Enciende la impresora.


El gélido miedo que corroía sus entrañas lo llevó a obedecer incluso antes de darse cuenta de que lo estaba haciendo. La vieja y confiable Epson despertó con el habitual ruido de sus mecanismos al ponerse en marcha y Joaquín, más que nada por la costumbre adquirida en los años que llevaba en el mundo de la literatura, revisó que tuviera una buena cantidad de papel en su bandeja de alimentación.


Bien, ahora siéntate y empecemos a trabajar.


Se movió con torpeza y se dejó caer sobre su silla. Ante sus ojos, todo había adquirido un tono sepia, el color que él asociaba a los sueños. Porque no era posible que eso estuviera en verdad sucediendo, aunque sabía que sí, que no se trataba de una pesadilla ni nada por el estilo. Para corroborarlo, se dio un fuerte pellizco en el muslo derecho y un muy real dolor le hizo soltar un quejido. No cabía la menor duda de que estaba despierto, a pesar de lo inverosímil de la situación.


¿Qué esperas? Pon tus dedos en el teclado.


Todos sus sentidos le decían que no lo hiciera, pero Joaquín no pudo evitarlo. Acercó la silla al escritorio y se acomodó delante de aquel Lenovo que había comprado dos años atrás, en una oferta de Cyber Day. Miró el teclado ergonométrico e inalámbrico que lo esperaba sobre la superficie de madera, entre el mouse, su block de apuntes y los Post-it que usaba para anotar datos, comentarios o lo que fuera que necesitara mientras trabajaba en alguna de sus historias. Tragó saliva para contener la efervescencia de la acidez que subía por su esófago y dudó.

Si hubiera dudado solo un poco más, las cosas habrían sido distintas, pero él no tenía cómo saberlo. Además, el miedo estaba dando paso a la curiosidad. En realidad, quería ver qué pasaría si obedecía a aquella máquina.


Solo toca el teclado. Yo haré el resto.


Seducido por aquella impensada fascinación que empezaba a dominarlo, hizo lo que el computador decía. Y, en cuanto sus dedos se posaron sobre las teclas, un frío fulminante subió a través de ellos y se ramificó a cada rincón de su cuerpo con una velocidad espantosa.

El teclado ya no estaba hecho de plástico. Se acababa de convertir en una sustancia viscosa que reptaba por sus brazos y jalaba de él con una fuerza descomunal. En sus últimos pensamientos conscientes, Joaquín cayó en la cuenta de que esa cosa comenzaba a engullirlo y el horrible dolor de sus manos al ser trituradas por lo que fuera que se estaba alimentando de él, terminó por hacerle perder el conocimiento justo antes de que la pantalla se convirtiera en la negra fosa dentada que se cerró en torno a su cuello y le arrancó la cabeza en los instantes en que su cordura se caía a pedazos.



La alarma del celular despertó a Bárbara a las seis de la mañana, igual que todos los días. Sin embargo, cuando quiso darle un beso de buenos días a su esposo, se dio cuenta de que él ya no estaba en la cama, lo cual le extrañó. Joaquín rara vez despertaba antes que ella, pero ahora las sábanas apenas estaban desordenadas y su camiseta de Guns N’ Roses estaba doblada debajo de la almohada, tal como ella misma la dejó al hacer la cama en la mañana del día anterior.

—¿Amor?

Al no obtener respuesta, se levantó y fue al baño. Después se dirigió a la cocina. Ya inquieta, fue hasta el escritorio de su marido, en la pequeña habitación contigua al living, donde él se encerraba por horas a escribir cuando se sentía inspirado.

Y tampoco había nadie.

—¿Joaquín?

Pensó en llamarlo por celular, pero alcanzó a darse cuenta de que el teléfono estaba en el suelo, a los pies de la silla. Se acercó con un nudo en la garganta y recogió el aparato. Entonces reparó en el voluminoso número de hojas impresas en la bandeja de salida de la impresora. Solo se fijó en el título que aparecía en la primera página: La Última Bala.

—¿Joaquín? —Llamó de nuevo, con voz entrecortada, y volvió casi a la carrera al dormitorio, con un muy mal presentimiento atorado en su pecho.

A lo único que atinó fue a llamar a su madre, ya al borde de las lágrimas, desconcertada y sin saber qué hacer. La ropa de su esposo estaba toda en su clóset, la billetera sobre el velador y las únicas dos maletas que poseían seguían en el cuarto de invitados. Joaquín había desaparecido sin llevarse nada.

—Se quedó escribiendo, mamá, como todas las noches. —Estaba junto a la ventana, mirando hacia la calle mientras se comía las uñas y daba golpecitos nerviosos con un pie en el suelo—. No sé, imprimió algo y… ¡No está! ¡Se fue!

Ella había leído cada uno de los escritos de Joaquín. Era capaz de reconocer su estilo y le encantaban sus relatos, pero nunca había reparado en el detalle de que su fuente preferida era Calibrí.

Sin embargo, el manuscrito que descansaba en la impresora estaba escrito en Palatino Linotype, algo que Bárbara jamás llegó a saber.

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