Primeras ideas para Venganza III
―Alexander Eder te enseñó a pelear y te dio las herramientas para salir a la calle. Pero en el bajo mundo hay mucho más que ladrones y asesinos. Existen verdaderos demonios ocultos a simple vista y necesitarías bastante más que tu disfraz sofisticado y tus juguetes tecnológicos para vencerlos.
El viaje había sido largo. Se escabulleron del país en el más absoluto sigilo, después de hacer una única y breve parada, y Luisa se sorprendió al descubrir que Azrael tenía tanto dinero e influencias como para conseguir un avión privado y partir a Europa sin que nadie los cuestionara.
Después de hacer escala en Caracas, saltaron a Lisboa y pasaron la noche en un lujoso hotel. Tenían una suite reservada para cada uno, con ropa, dinero y comida a destajos. Ella observaba con curiosidad a las personas que parecían estar por completo al servicio de Azrael, aunque se abstuvo de hacer alguna pregunta o comentario al respecto. Solo dejó que la atendieran y curaran sus heridas usando nada más que técnicas medicinales de oriente, para luego salir de la habitación sin hacer el menor ruido. En ese momento de soledad, dejó libres a la tristeza y el dolor que almacenaba en su pecho y lloró con amargura por la pérdida de Alexander, antes de abandonarse a un profundo, pero breve sueño.
La jornada siguiente comenzó con el alba. Partieron en el mismo avión hacia el este y las sucesivas paradas los llevaron a pisar tierra en distintos países, a medida que se aproximaban al Medio Oriente. En todas ellas fueron atendidos por distintos «doctores», aunque Luisa nunca vio que su anfitrión recibiera tratamiento en frente de sus ojos. Sin embargo, la mejoría de ambos fue notoriamente rápida y pronto no quedaron más que tenues cicatrices como recuerdo de las batallas que los unieron.
Pasaron días antes de que Azrael diera por finalizado su viaje, sin entregarle más detalles del país en el que se encontraban. Apenas le comentó que estaban en una pista privada a cuarenta kilómetros del poblado más cercano y, en cuanto se detuvo el avión, él la invitó a levantarse de su asiento y acercarse a la salida de la aeronave. Luisa no lo sabía, pero ahí se desarrollaría la última charla entre ellos, por lo menos durante lo que restaba de aquel año.
―Si quieres comprender la verdadera naturaleza del mundo al que te enfrentarás, debes descender a sus profundidades más oscuras, sin llevar nada contigo, y dejar que ellas renueven tu voluntad ―le puso una mano en el hombro y la invitó a descender―. Si sobrevives a esa realidad, entonces comenzaremos tu verdadero entrenamiento.
Embobada por sus palabras y el ronco zumbido de los motores todavía en marcha, Luisa bajó del avión, cargando solo el persistente dolor que punzaba su pecho. Una vez que sus pies pisaron tierra, volteó a mirar al hombre que la había llevado hasta ahí.
―¿Cuándo regresarás por mí?
Azrael, con expresión indolente, le dedicó una mirada indescifrable por un breve instante. Al igual que ella, vestía de manera elegante, usando la ropa que alguien se encargaba de poner a su disposición donde fuera que aterrizaran. Nadie podría haber pensado que se trataba de un experto asesino disfrazado de refinado multimillonario.
―Cuando sea el momento ―respondió con sequedad, antes de volver a su asiento y desaparecer de su vista.
De esta manera, abandonada a su suerte y sin nada en sus bolsillos, Luisa se vio sola en un lugar por completo desconocido, obligada a salir de la pista antes de que el avión en el que había pasado la última semana comenzara su carrera de despegue y se perdiera en el horizonte.
Transcurrieron días hasta que averiguó que se encontraba en algún lugar de Armenia. Hambrienta, extenuada y muerta de frío, estuvo obligada a caminar por horas y mendigar en las calles por algo de comer o un mejor abrigo que el ridículo traje rojo de dos piezas que llevaba desde la última parada de su extenso viaje. Los zapatos los había tirado lejos cuando se le quebró el taco derecho y desde entonces caminaba descalza. Sin darse cuenta, se convirtió en una mendiga más de las sucias calles de un pueblo que desconocía, donde hablaban un idioma que no comprendía y se veía constantemente amenazada por grupos organizados de hombres que intentaban convertirla en una más de aquellas pobres mujeres obligadas a vivir como esclavas sexuales y ser vendidas al mejor postor. Por semanas se dedicó a luchar contra estos hombres, corriendo cada vez más riesgos, recibiendo golpizas salvajes que toleraba con gusto con tal de demoler con sus propias manos a los asquerosos sujetos que explotaban a quienes no tenían la fuerza de oponérseles. En más de una oportunidad estas peleas la llevaron a la cárcel, donde debió seguir luchando por su vida durante los pocos días que pasaba tras las rejas, acumulando cicatrices y lecciones que perdían sentido a medida que la ilusión de la venganza y el propósito de su vida se diluía con las lágrimas que derramaba en los momentos en que podía disfrutar de la soledad.
Aprendió a robar, a mezclarse con delincuentes y entender la satisfacción de un golpe exitoso, así como la excitación antes de un atraco. Logró hacerse de renombre entre el lumpen, a punta de puñetazos, y pronto la historia de una latina salvaje y desquiciada corría por las calles casi como si se tratara de una celebrada leyenda. Durante ese tiempo, se preocupó de comprender la mentalidad de los delincuentes, de la escoria de la ciudad y luchó por mantenerse cuerda en un mundo que se regía por la ley de la sangre. Su corazón se endureció hasta convertirse en una fría piedra. Excepto por el pequeño rincón en el que seguía ardiendo el desconsuelo por la muerte de Alexander.
Para cuando llegó el verano, apenas era consciente de su vida anterior, y, cuando se abrió la puerta de la inmunda celda en la que la habían vuelto a encerrar, pensó que estaba sufriendo alguna extraña alucinación.
Azrael estaba ahí.
―¿De verdad eres tú?
Frotó sus ojos y volvió a mirar a la figura que se recortaba contra la puerta. Vestía un elegantísimo e inmaculado traje blanco que parecía irradiar su propia luz en aquel lugar lúgubre y sombrío. A diferencia de la última vez que estuvieron juntos, ya no quedaban en él marcas de la emboscada de Yark Satar. Ella, por otra parte, sucia y harapienta, permanecía sentada en el suelo húmedo y maloliente, a pocos pasos del asqueroso retrete y la deplorable cama que componían el único mobiliario de su residencia obligada.
―¿Has aprendido lo que viniste a estudiar? ―preguntó él, sin apartarse de la entrada.
Luisa soltó una risa de incredulidad, luego se quitó un cabello que se le había metido a la boca, miró hacia la pequeña ventanilla que daba hacia un patio apenas iluminado por los focos perimetrales y tomó una profunda bocanada de aire.
―El mundo es cruel y despiadado ―respondió―. Devora a los más débiles y consume a los más fuertes. No hay justicia en él. Solo vida y muerte.
Unas lágrimas que mucho tiempo estuvieron reprimidas en su interior salieron de pronto y humedecieron sus mejillas. El peso de todo lo que había vivido en el último tiempo cayó de pronto sobre ella y la aplastó como la pesada carga que era. No se dio cuenta de que comenzaba a hundirse sobre sí misma hasta que terminó abrazando sus rodillas y soltando todo aquel amargo y desolado llanto que exigía salir de una vez por todas.
―Entonces es momento de seguir adelante ―Azrael había llegado a pararse a su lado sin hacer el menor ruido―. Ya pronto estarás lista.
Le extendió una mano y Luisa la observó con desconfianza unos segundos antes de atreverse a aceptar que él le ayudara a levantarse. No había olvidado todo el terror que le hizo sentir desde la primera vez que se encontraron, un terror que ahora aparecía contenido bajo gruesas capas de sufrimiento y desdicha.
―¿Lista? ¿Para qué?
Sus ojos azules seguían irradiando ese brillo gélido y mortal que recordaba, todavía más afilados que la mirada decidida y autoritaria de Alexander.
―Para volver a portar el manto de la venganza ―sentenció.
De esta manera dio inicio lo que él tenía previsto como la fase siguiente en la formación de Luisa. El primer paso era hacerla conocer los suburbios y todo el bajo mundo que se mimetizaba con las carencias de la gente que se encontraba sumida en la pobreza y la desesperación. En eso consistieron los exactos trescientos sesenta y cinco días en que ella debió aprender a sobrevivir como una más de las desechadas por el sistema, robando para comer, durmiendo donde pudiera hacerlo, atestiguando la perdición que significaban las drogas y la oscura relación que su consumo tenía con el tráfico de personas y el comercio sexual. Toda esta larga y tortuosa experiencia le entregó la comprensión de una realidad en la que debía luchar constantemente para no sucumbir a la ruina y la miseria, le valió entrar en la mente de aquellos que eran empujados a cometer delitos y aprender sobre la motivación de quienes aceptaron tomar el lugar que la sociedad les había reservado: el crimen.
Esto reforzó su convicción. Las calles estaban llenas de desigualdad y la única manera de acabar con eso era llevando la justicia ciega e imparcial a cada peldaño de la escalera social. Y, para quienes no podían acceder a ella por su propia cuenta, era necesaria la venganza, fulminante, inmisericorde y trascendental.
Así que aceptó de buena gana cuando su nuevo mentor le invitó a salir de la prisión en la que estaba recluida y le devolvió la libertad. Dejó que la llevara a uno de los lujosos hoteles que estaba acostumbrado a frecuentar y se aseó lo mejor que pudo. Ya con ropas nuevas, limpia y recién alimentada, ambos se trasladaron a la pista privada en que se vieran por última vez el año anterior y abordaron el mismo avión, pero con un nuevo rumbo.
El mundo entero ahora tenía otro significado para Luisa. Había sondeado lo que existía debajo del gigantesco iceberg que Alexander le mostró y lo que encontró ahí renovó su determinación. En su nombre y en el de Alfredo, volvería a casa más fuerte y decidida que nunca.
—¿Ahora qué? —preguntó cuando ya la aeronave se nivelaba sobre las nubes.
Azrael estaba sentado frente a ella, al otro lado de la mesita en la que una atractiva azafata le había servido un vaso de whisky y un pocillo de aceitunas. Degustaba su trago con sorbos cortos, en su cómodo sillón de cuero, con las piernas cruzadas y la mirada fija en la ventanilla de su izquierda.
—Relajarse y disfrutar del viaje —respondió.
—¿Tampoco me dirás hacia dónde me llevas esta vez?
—No.
Luisa miró al exterior. Todo lo que podía ver era el cielo y unas pocas nubes por debajo de las alas.
—¿Y…?
—No confundas las cosas —le cortó Azrael y sus ojos de hielo fueron directo a clavarse en los suyos—. No somos amigos. Este no es un viaje de placer. Te estoy convirtiendo en un enemigo digno de enfrentar. Cuando eso suceda, te mataré, no lo olvides.
—No lo haré. —Comprendió de golpe que sus conversaciones en el futuro solo se limitarían a lo que fuera estrictamente necesario, así que prefirió guardar silencio.
No pasó mucho tiempo antes de que el cansancio se apoderara de ella y un sueño inquieto la trasladó al ataque a la mansión y la muerte de Alexander después de su inútil intento de salvarle la vida.
Un golpecito en la rodilla la despertó. Le pareció que había dormido por apenas un instante, pero se sorprendió al mirar por la ventanilla y solo ver oscuridad.
—Llegamos —anunció Azrael y Luisa tardó un poco en darse cuenta de que el avión estaba detenido por completo—. Pasaremos la noche aquí.
Se encontraban en un hangar privado y un elegante vehículo los esperaba para transportarlos hacia el lugar en el que alojarían, en algún enigmático y exótico país. El mismo vehículo los pasó a buscar temprano al día siguiente y dejaron esa ciudad extraña y desconocida para ella, sin que llegara a saber su nombre. Sin embargo, el vuelo debió retrasarse un par de horas debido a una inusual tormenta que paralizó todas las operaciones del aeropuerto hasta que se creó la ventana que les permitió despegar.
El viaje siguió por varios días, con tantas escalas que Luisa perdió por completo la noción del tiempo. Lo único que le llamaba la atención eran las constantes llamadas telefónicas que hacía y recibía Azrael, más que nada porque hablaba en un idioma extraño que ella creía que podía tratarse de ruso o alemán. No estaba segura, pero suponía que cambiaron de destino en más de una ocasión, lo que causó la molestia de su silencioso compañero de vuelo.
—Allá atrás hay ropa de abrigo —dijo con sequedad, cuando el avión tocó tierra después del más turbulento descenso de todo el viaje—. Te recomiendo que te pongas algo antes de bajar.
Luisa levantó la cortina de su ventanilla y miró el paisaje. Con solo ver la fina capa de nieve que era transportada por el viento y las empinadas montañas boscosas que rodeaban la rudimentaria pista de aterrizajes, sintió que los vellos de toda su piel se ponían de punta.
Descendió del avión con el abrigo más grueso que encontró y de todas formas sintió que el frío le calaba los huesos. No podía negar que el paisaje era tan espectacular como sobrecogedor, pero lo que hizo que se le encogiera el alma fue ver que Azrael no bajaba con ella.
—Allá está la salida. —Señaló hacia los edificios que se alzaban a un costado del pequeño aeropuerto—. Dirígete al norte. Te estarán esperando.
Luisa miró a su alrededor y se sintió todavía más perdida que en Armenia. Solo había salido del país una vez, en la misión de entrenamiento que Alexander preparó en Brasil, y llegar a un lugar en el que apenas veía a un par de personas, todas ellas bien abrigadas y con evidentes rasgos asiáticos, le provocó una honda desolación.
—¿Dónde mierda está el norte? —preguntó consternada.
Azrael dejó escapar un suspiro de fastidio, buscó algo en los bolsillos de la gruesa chaqueta que se había puesto solo para asomarse a la escalera del avión, y luego le arrojó un objeto que ella apenas alcanzó a atrapar.
—Sigue la flecha hasta donde te lleve tu voluntad. Alguien te estará esperando. —Hizo un gesto de despedida con la mano y volvió al interior.
Cuando la puerta de la aeronave se cerró y los motores volvieron a encenderse, Luisa aceptó que no le quedaba otra opción más que echar a andar hacia donde fuera que debía dirigirse, así que revisó lo que tenía entre manos y soltó una breve carcajada llena de ironía al ver una antigua brújula militar.
—¿Quién mierda podría estar esperándome en este lugar? —refunfuñó, pero, al cabo de un rato, se dio el ánimo de emprender la marcha.
Vio despegar el avión y contuvo la respiración mientras se dirigía directo a una montaña, antes de ascender virando a la derecha y desaparecer tragado por la bruma que empezaba a formarse.
Luisa llegó hasta las instalaciones comerciales y así supo que estaba en el aeropuerto Tenzin-Hillary, en el pueblo de Lukla, Nepal, el inicio de la ruta de muchos aventureros que intentaban sumarse a los valientes que ya conquistaron la cumbre del monte Everest. De inmediato se encontró con un dilema: la policía civil nepalí estaba esperándola para registrarla y ella no portaba ninguna identificación ni tampoco dinero. Comenzó a evaluar las posibles vías de escape en caso de que tuviera que salir de ahí evadiendo a las autoridades y estuvo a punto de inclinarse por echar a correr hacia el murallón que se levantaba apenas unos metros más allá del cabezal de la pista, escalar la reja perimetral y desaparecer en el bosque.
Hasta que uno de los policías la llamó por su nombre.
—Luisa Salazar —dijo con su extraño acento extranjero—. Por aquí.
Abrió la barrera que cortaba el paso a los turistas y le indicó mediante señas que pasara. Ella sintió dudas en un principio, pero terminó por caminar con paso vacilante y pasó junto a él, pendiente de cualquier reacción amenazadora que aquel hombre pudiera tener.
Sin embargo, nada ocurrió y de esta manera salió a los estrechos pasajes que serpenteaban entre hoteles y restaurantes, hasta encontrar un lugar solitario en el cual poder consultar la brújula.
La travesía fue mucho más exigente de lo que había esperado. Partió camino hacia el poblado, donde debió ingeniárselas para obtener algo de comida y abrigo extra, pues la aguja magnética le indicaba en dirección a las montañas gigantescas que dominaban la región. Pasó muchos días y sus noches caminando con hambre y frío, guardando provisiones para lo que prometía ser un futuro todavía más deplorable y preguntándose si en realidad Azrael pensaba dejarla en ese apartado rincón del mundo un año más.
Cuando los caminos dieron paso a senderos y las construcciones a escasos caseríos cada vez más alejados entre sí, descubrió que le costaba trabajo respirar. Nunca en su vida había sentido los efectos de la altura y en un principio se llenó de terror. Temía no alcanzar su objetivo antes de desfallecer y morir congelada en aquel lugar donde nadie se preocuparía por ella. En más de una oportunidad pensó en abandonarse a la muerte, pero sus sueños insistían en traerle a la memoria el rostro agonizante de Alexander y su promesa de convertirse en el símbolo de justicia que él esperaba que fuera. Terminaba por ponerse de pie, tambaleante, con la ropa robada cada vez más desgastada y sucia, y proseguía su camino hacia los picos nevados del norte, lugar al que la persistente brújula señalaba casi con burla.
Cruzó bosques y montañas con un hilo de esperanza de que el siguiente paso fuera el último, sin embargo, sus piernas se negaban a detenerse. Caminó hasta que los bosques se convirtieron en rocas y luego hasta donde las rocas se convirtieron en hielo y nieve. En ese entonces consumió el último alimento que había podido conseguir y se resignó a que todo lo que podría obtener en esos parajes era agua.
Y, con las extremidades entumidas por el frío, se detuvo al fin. La voluntad de seguir caminando se había esfumado por completo.
Se quedó ahí, inmóvil como una estatua mecida por el gélido viento del Himalaya, entregada a su destino. Cerró los ojos y elevó al cielo un último pensamiento dirigido a Alexander, lamentándose por morir tan lejos de la ciudad que él le encargó proteger, y las fuerzas la abandonaron por completo y se desplomó de espaldas sobre la nieve.
En algún momento entreabrió los párpados y vio lo que en una primera instancia identificó como una sombra ondulante que se acercaba a ella, justo antes de perder el conocimiento.
Solo dos días después supo que había llegado más allá de donde se esperaba que lo hiciera y que la sombra que vio antes de desmayarse era un hombre apodado El Viejo, quien la trasladó hasta un antiguo templo budista perdido entre las montañas.
—¿Por qué estás aquí? —le preguntó en perfecto español apenas la vio despierta.
Estaba recostada sobre un duro colchón tirado en el piso de madera, vestida solo con blusa y pantalones, aunque tapada con una gruesa capa de pieles lanosas. En el centro de la oscura construcción se veían las llamas de un fogón, desde donde aquel hombre la observaba con curiosidad arrodillado encima de un delgado tapete artesanal.
—Me enviaron aquí —respondió con un hilo de voz, al mismo tiempo que se incorporaba sobre su rudimentaria cama.
—Entiendo que alguien te puso en dirección hacia mí, pero eso no es lo que pregunté.
Era un hombre extraño, de piel curtida por el clima extremo de la región, con un escueto bigote y barbas blancas como la nieve. Llevaba un pañuelo amarrado sobre su cabello y vestía un grueso manto de piel que ocultaba su contextura. Pero no se veía tan mayor como lo indicaba el apodo con el cual él mismo se identificó.
Luisa tardó un instante en comprender lo que en verdad quería averiguar.
—Estoy buscando la manera de combatir al crimen y llevar justicia sobre quienes alguna vez sufrieron en carne propia la violencia y los abusos. Quiero encarnar la venganza de aquellos que lo perdieron todo sin recibir nada.
—¿Y qué buscas aquí?
—Aprender lo que sea necesario.
—Tuviste la voluntad de llegar hasta mi hogar. —El Viejo no apartaba de ella su mirada—. ¿Tienes la voluntad de seguir adelante?
Ella ni siquiera lo dudó.
—Sí.
—Entonces levántate, no tenemos tiempo que perder.
Apenas ella se puso de pie, El Viejo se levantó con una velocidad abrumadora y le asestó un golpe en el estómago antes de que Luisa alcanzara siquiera a parpadear.
—Primera lección: mantenerse siempre alerta. —Escuchó mientras se doblaba por la mitad y luchaba por recuperar la respiración.
Resultó que aquel hombre era un experto en todo tipo de combate cuerpo a cuerpo. Luisa, a pesar del entrenamiento que recibió en la mansión de Alexander, no llegó en ningún momento a igualarle en habilidad y mucho menos en fuerza física. Además de su maestría en la lucha, era un estratega brillante, capaz de tornar cualquier situación desfavorable en una ventaja que usar a su favor.
Pero El Viejo nunca habló de su pasado ni de porqué vivía en ese rincón del mundo. Solo daba comentarios aislados sobre su propósito de «alcanzar un nivel de existencia corporal e intelectual lo más cercano posible a la perfección». Así, explicó que muchos habían llegado ante él en busca de entrenamiento, pero pocos comprendían que sus enseñanzas no valían de nada sin un verdadero y justificado propósito.
—Si deseas purgar una ciudad y eliminar a todos los malhechores que pululan en sus calles, por mí está bien —dijo una tarde en que se alistaban para combatir en la nieve—. Pero si buscas arrasar con los más débiles para terminar con sus existencias miserables y vacías, también lo está. En ambos casos, la intención que se busca es la de purificar una sociedad y eso es algo tan natural como la propia vida.
Según su manera de pensar, las reglas de la evolución dictaban que los mejores especímenes eran los que sobrevivían en la naturaleza. Los más fuertes y adaptados conseguían alimento y territorios, mientras que los más enfermizos e inadaptados eran condenados a morir. Que los primeros tuvieran descendencia contribuía a la evolución de su especie, lo mismo que había ocurrido con los humanos desde su aparición en la tierra.
—Las normas morales que ahora nos gobiernan fueron pensadas en base a los menos favorecidos —sentenció—. Eso es algo antinatural.
Luisa discutió muchas veces con él, exponiendo su punto de vista y las razones que la impulsaron en un principio a tomar el manto de Venganza.
—Si asesinas a un asesino, la cantidad de asesinos sigue siendo la misma —rebatía El Viejo—. Tu lucha por la justicia y la venganza es tan contraria a la moralidad de la sociedad como los actos de aquellos a quienes piensas combatir.
No podía más que admitir que él tenía razón, aunque se negaba a abdicar en sus intenciones, en especial porque su nuevo maestro validaría sus motivos al igual que lo haría con quien llegara hasta él con la idea de asaltar un país y convertirse en un dictador.
En medio de tanto debate filosófico, El Viejo la sorprendió al ordenarle leer distintos libros mientras estuviera en su hogar. Comenzó por el Arte de la Guerra y la visión de la estrategia que Sun Tzu plasmó en su mayor escrito. Entre cada jornada de entrenamiento, se veía obligada a responder a alguna pregunta que él le formulaba sobre el texto y si respondía de manera errónea, era castigada con dos días sin comer.
—Puedo enseñarte a ser invisible, a usar tu entorno para que tus enemigos no sean capaces de encontrarte hasta que caigas sobre ellos. Pero eso no serviría de nada sin una buena estrategia.
El siguiente fue El Libro de los Cinco Anillos, seguido de Shoninki: el Arte del Disimulo y de obras sobre el Zen, la meditación y la búsqueda de la superación espiritual.
—La ira puede ser un buen combustible para nuestra determinación —explicó El Viejo, después de derribarla con total facilidad—. Sin embargo, la ira sin control no hará más que consumirnos y borrar todo rastro de razón.
Ni siquiera el crudo invierno del Himalaya detuvo las extenuantes jornadas de entrenamiento físico. Para esa época del año, Luisa estaba ya por completo habituada a la falta de oxígeno en las alturas y se encontraba en un nivel de agilidad y destreza muy por encima de cualquier humano normal. Lo mismo ocurrió con su forma de pensar. El Viejo la llevó tantas veces hasta el límite de su capacidad mental que era capaz de adelantarse a los hechos y analizar y resolver complejos dilemas tácticos y estratégicos en una mínima fracción de tiempo.
A diferencia de lo ocurrido en Armenia, el tiempo transcurrió en un parpadeo durante su estadía en las montañas. Cuando llegó el verano y la nieve que cubría los senderos retrocedió, El Viejo le anunció que estaba lista para regresar al mundo.
—La justicia no es absoluta, nunca lo olvides —fue su discurso de despedida—. Está llena de matices, de vacíos interpretables y de sinsabores. Nunca dejes que eso nuble tu visión.
Se dieron un fuerte apretón de manos y Luisa tomó el pequeño morral con provisiones que había preparado para el viaje de retorno, ajustó la ropa que ella misma aprendió a confeccionar con la piel de cabras silvestres y partió por los mismos caminos que la trajeron tanto tiempo atrás.
El trayecto fue mucho más sencillo y tardó apenas cuatro días en alcanzar el aeropuerto de Tensin-Hillary, donde Azrael ya la esperaba con el avión listo para despegar.
—Espero que haya sido un año productivo. —Fue todo lo que le dijo cuando llegó delante de él.
—Así fue —contestó con sequedad y abordó la aeronave.
A pesar de que consideraba que estaba lista para ir detrás de los criminales que asesinaron a Alexander, Azrael pensaba otra cosa. Tenía trazado un nuevo viaje por Asia, más al norte de los poderosos Himalayas, hacia las entrañas de la Madre Rusia.
Cuando al fin llegaron a su destino, un vehículo los esperaba para trasladarlos hacia el final del trayecto. Se encontraban en Kémerovo y el lugar al que se dirigían era una antigua y prestigiosa academia de danza ubicada en el centro de la ciudad. Bajaron de su transporte frente a un edificio de cuatro pisos con un cartel que rezaba «El Cisne Rojo» y Azrael cruzó si pensarlo la puerta principal y la llevó hasta el hall, donde una delgada y elegante mujer los esperaba fumando un cigarrillo electrónico.
—Luisa Salazar, ella es Yelena Shastakov —las presentó—, a contar de ahora, será tu instructora.
Ver a esa mujer con un impecable traje rojo, totalmente opuesto a su ropa hecha con piel de cabra, le hizo soltar una risotada que le valió una fulminante mirada de Azrael.
—¿Quieres que aprenda a bailar?
—Señorita Salazar —la voz de aquella mujer la sorprendió. Sonaba tan autoritaria y firme que de inmediato adoptó una posición de respeto y seriedad—, cuando se me sugirió la idea de instruir a una mujer sin experiencia, en un principio me negué. En mi academia no recibimos a personas adultas porque ya no están en edad de aprender lo que aquí enseñamos. Pero Azrael insistió tanto en su potencial que terminé por decidir que merecía una oportunidad. No haga que me arrepienta antes de que comencemos.
—Perdón —fue todo lo que se le ocurrió decir.
Azrael sonrió de una manera que nunca imaginó llegar a ver en él. Estaba disfrutando de aquella conversación, pero se apresuró a llevarla a su fin.
—Quedarás en buenas manos —le dijo a Luisa—. Solo no la hagas enojar. Yelena, es toda tuya.
Se despidió con una leve reverencia y salió del edificio, dejando a las dos mujeres solas.
—Natasha, lleva a la señorita Salazar a su habitación —dijo Yelena y una delgada muchacha apareció desde las sombras, donde había estado inmóvil todo el tiempo, sin que Luisa se percatara de su presencia—. Por favor, entréguenle ropa decente y prepárenla para comenzar.
Se retiró sin siquiera darle una mirada y la que debía ser una de sus alumnas se acercó para guiarla por las escaleras y pasillos del añoso edificio hacia el cuarto piso, donde estaban los dormitorios de las internas. En base a señas, le mostró la habitación y luego la dejó sola para que se aseara. Luisa supuso que no tendría mucho tiempo de intimidad, así que se apresuró en darse una ducha, arreglar lo mejor que pudo su cabello y ponerse un ajustado, aunque cómodo vestido rojo con seis botones al frente y un recatado largo que le llegaba por debajo de las rodillas.
Apenas se calzó los brillantes zapatos de tacón, alguien golpeó a su puerta. Era la misma muchacha.
—Estoy lista —dijo antes de que le preguntara nada.
Bajaron al primer piso y pasaron por un largo pasillo con ventanas que daban hacia un salón en el que cerca de treinta niñas vestidas con mallas de danza practicaban una complicada coreografía. Sin embargo, no se detuvieron ahí y siguieron su camino hasta el salón contiguo, donde la muchacha dio tres suaves golpes a la puerta antes de pasar.
—Gracias, Natasha —Yelena estaba en el interior, detrás del único escritorio que amoblaba el salón y apenas visible en la penumbra del lugar—, puedes retirarte.
Luisa dio un paso al frente y la puerta se cerró a sus espaldas. La habitación era enorme y calculaba unos quince metros hacia donde la directora de la academia la observaba sin dejar de fumar su cigarrillo electrónico. Esta vez, mucho más alerta, descubrió de inmediato a las tres muchachas que aguardaban entre la sombras.
—Durante la Guerra Fría, la KGB desarrolló un programa especial para formar espías especialistas en obtener información por medio de metodologías no convencionales —contó Yelena, como si retomara una historia que no había terminado de narrar—. En este proceso nacieron algunos de los mejores especialistas en inteligencia que el mundo haya visto.
Las tres mujeres empezaron a moverse de forma sutil hasta colocarse delante del escritorio, justo entre la directora y ella.
—Se entrenó a los agentes en toda clase de técnicas y tácticas de tortura, combate y uso de armamento, formando unos guerreros implacables y totalmente fieles a la república.
Hizo chasquear los dedos y las tres «bailarinas» se abalanzaron sobre Luisa a toda velocidad. Ella tuvo la capacidad necesaria para reaccionar en el tiempo justo y las cuatro se trenzaron en una feroz y silenciosa batalla a golpes que las llevó de un lado a otro.
—Nuestros espías eran eficientes, difíciles de detectar y letales a la hora de serlo. —Prosiguió Yelena, sin moverse de su lugar—. Podían adaptarse a cualquier situación y escapar sin ser vistos. Eran perfectos.
Luisa consiguió asestar un demoledor puñetazo a la barbilla de una de sus oponentes y la dejó de inmediato fuera de combate. Un par de segundos después cayó la segunda, producto de una feroz patada a la nuca.
—Al menos eso creíamos. —Yelena continuaba con su relato—. Pronto descubrimos un problema crucial, algo que nos privó de alcanzar la excelencia.
La tercera y última «bailarina» nada pudo hacer cuando fue sorprendida por una llave de estrangulamiento que la llevó al piso y la asfixió hasta dejarla sin sentido. Entonces, Luisa se puso de pie, arregló su vestido y partió hacia Yelena hecha una furia.
—No todas las batallas se ganan por la fuerza. —Terminó la mujer rodeando el escritorio para que ambas quedaran frente a frente.
—¿Quería probarme? —Luisa estaba agitada y colérica, con los puños apretados y lista para seguir luchando.
—No, querida mía. —Yelena le dio una suave caricia en la mejilla—. Solo quería demostrarte que no todos los enemigos usan sus músculos para luchar.
De inmediato las fuerzas abandonaron el cuerpo de Luisa y sus piernas se doblaron como gelatina. Cayó al suelo, consciente, pero sin el menor dominio de su ser.
—Nuestros agentes fallaron porque el programa olvidó un arma fundamental: la propia persona. —Prosiguió aquella enigmática mujer—. Olvidamos el poder de la palabra, de los distintos medios y formas diseñados para quebrantar la voluntad de nuestro enemigo. Y, principalmente, olvidamos el poder de la seducción. Pero ahora somos expertos en ello.
—¿Qué me hiciste? —preguntó Luisa.
Estaba entre aterrada y sorprendida de descubrir que su cuerpo no reaccionaba en lo absoluto a sus órdenes, excepto por su boca. Podía hablar con claridad y tenía una total lucidez mental para mantener la conversación.
—Hay muchas formas de administrar veneno. Aprenderás que a veces se necesita solo un toque para eliminar o inutilizar a un oponente. No te preocupes, el efecto pasará rápido y entonces estarás lista para iniciar el programa.
Impaciente, la vio alejarse. El sonido de la puerta al cerrarse le indicó que había dejado el salón y recién pudo ponerse de pie para volver a su habitación mucho tiempo después.
Fue de esta manera que comprendió la verdad oculta detrás del Cisne Rojo. La academia de danza no era más que la fachada tras la cual se formaban a letales agentes, expertas en las más diversas formas de manipulación y extracción de datos. Pero no solo eso. Además, se les entrenaba en técnicas y tácticas de combate urbano, de guerrilla, operaciones encubiertas, guerra sicológica y una gran gama de armamento orientado a cada una de las misiones que pudieran desarrollar.
Especial énfasis se le hacía al uso de las diferentes toxinas que tenían a su disposición. Luisa tuvo que dar un rápido paseo por formulas químicas e instrumentos de laboratorio antes de pasar a la fase previa del entrenamiento, la cual consistía en experimentar en su propio cuerpo los efectos para los que cada uno de los venenos estaban diseñados.
—Algunos atacan de manera directa tus órganos vitales. —Yelena siempre estaba supervisando su formación, mientras que las «bailarinas», a las que en la academia apodaban como «cisnes», se encargaban de preparar cada una de las clases—. Otros afectan tu consciencia. Es importante que comprendas sus efectos y obtengas inmunidad hacia ellos.
Luisa estaba recostada en una camilla blanca, atada a ella con gruesas correas en manos, piernas, frente y cintura, mientras dos mujeres le colocaban vías intravenosas en ambos brazos y preparaban las bolsas de suero en cada uno de los pedestales que pusieron a su lado.
—Lamentablemente, solo existe una manera de conseguirlo: te administraremos toda la gama de toxinas que utilizamos, en dosis controladas, no te asustes. Las dejaremos actuar en tu organismo y luego te inyectaremos el antídoto. —Los ojos de Yelena brillaban con un extraño destello de fascinación que estremeció a Luisa—. Será un proceso lento y doloroso, pero por completo necesario. Si deseas abandonar, ahora es el momento. Después ya no hay marcha atrás.
Ella miró la larga fila de frascos que aguardaban sobre una mesa metálica, todos ellos rotulados con complicados nombres, y estuvo a punto de desistir. Sin embargo, el recuerdo de todo lo que había vivido hasta ese momento le hizo ver que ya no podía escapar: para esto había nacido. Alexander y Alfredo lo sabían y así se lo hicieron ver. No podía defraudarlos.
—Adelante —contestó con frialdad.
Así dio inició a un largo tormento que comenzó con la primera gota que entró a su torrente sanguíneo. Debió tolerar dolores indescriptibles, la sensación de que fuego líquido corría por sus venas, seguido por agujas de hielo que desgarraban su interior. De golpe se vio sometida a un horrible deambular entre delirios y pesadillas, sin saber si estaba consciente o soñando, y pasó largas jornadas contemplando el rostro pálido del fantasma de Alexander, sin llegar a entender si estaba ahí para reprocharle por haberlo dejado morir o, como hacía en vida, para supervisar sus avances en el nuevo sistema de entrenamiento al que estaba siendo sometida.
En un momento recuperó la lucidez absoluta solo para darse cuenta de que tenía una angustiante sed que ninguna de las dos cisnes se preocupó por ayudarle a saciar. Entonces cayó en un instante de desesperación y empezó a forcejear para liberarse de las amarras que la aprisionaban e intentó gritar con todas sus fuerzas, pero descubrió que no tenía voz. Todavía más agitada, comenzó a sentir que le faltaba el aire y que se le hacía difícil respirar. Se estaba sofocando sin poder evitarlo y a vista y paciencia de las dos mujeres que la supervisaban. Su vista se fue nublando a medida que el mundo a su alrededor se tornaba más y más difuso. Todo desaparecía a su alrededor y cuando la luz se fue concentrando en un pequeño punto a la distancia y ella se vio rodeada de una densa oscuridad, supo que iba a morir. Se sintió tan aterrada como traicionada por Azrael. Ahora veía que todo esto no era más que un truco para deshacerse de ella y ni siquiera se preocupó de recordar que él había prometido enfrentarla cuando terminara su preparación.
Y luego, de golpe, todo se volvió oscuridad, una oscuridad densa, carente de vida y de sentido. La oscuridad absoluta de la muerte.
Sin embargo, una súbita luz la arrancó de ese estado inexplicable y la trajo de vuelta a la realidad. Abrió los ojos y respiró de nuevo, agradecida de la vitalidad que volvía con rapidez a su cuerpo. A su lado, Yelena y las dos cisnes la observaban con curiosidad y una extraña fascinación. Apenas comprobaron que estaba consciente desataron sus amarras.
—Hemos terminado esta fase —le explicó la mujer—. Te seguiremos administrando suero hasta que desaparezcan por completo los efectos de las toxinas.
—¿Qué me hicieron? —Se sorprendió de la suavidad y rapidez con la que las cisnes quitaban las agujas de sus brazos—. Creí… Creí que había muerto.
—Esa era la idea. Dentro de todos los venenos que te administramos, el último está diseñado para simular la muerte. El sujeto no lo sabe, pero sus órganos vitales siguen funcionando con total normalidad mientras es sometido a los efectos de la droga. De ser necesario, se repite el procedimiento una y otra vez hasta conseguir el objetivo deseado.
—Se sintió tan real…
Yelena sonrió.
—Eso es lo que se busca. Así se somete al sujeto a un estrés tan grande que termina por quebrarse ante el interrogador. Los americanos nos copiaron la idea, pero ellos utilizan un sistema mucho más aparatoso que nuestras simples agujas.
Apenas le permitieron levantarse de la camilla, comenzaron de inmediato las clases sobre preparación y administración de químicos. Descubrió que existían tantas combinaciones como maneras de aplicarlas al objetivo deseado y pasó horas aprendiendo nombres, efectos y usos que se les daba a cada una de las toxinas que Yelena guardaba en una enorme cámara de frío. En los días siguientes se le enseñó la manera de convertir armas convencionales en verdaderos instrumentos de muerte al rociar las toxinas en sus municiones o en las afiladas hojas de espadas y cuchillos. Se le instruyó respecto de la construcción de trampas, desde algunas muy complejas a otras tan sencillas como colocar veneno en un vaso o enviar una carta llena de químicos.
—Incluso puede aplicarse en el lápiz labial y administrarla con un beso —puntualizó Yelena.
Y eso marcó el inicio de la que sería la siguiente fase de entrenamiento en el Cisne Rojo: el uso de la seducción.
Se le explicó que todas las espías formadas en la academia tenían una especial capacidad de seducción. Esto era posible gracias a horas de estudio de videos y análisis de perfiles sicológicos para determinar los gustos, carencias afectivas y deseos más comunes en distintos grupos de la población.
—A veces una chica voluptuosa es ignorada por hombres que se sienten atraídos por características más puntuales, como una sonrisa, una forma de mirar, un gesto o la simple manera de hablar con ellos —aclaró Yelena—. Hay veces en que lo más importante es la forma en que se sienten en compañía de una mujer. Por eso tantos hombres pagan a prostitutas solo para pasar unas horas charlando.
»Sin embargo, es importante poder leer a los eventuales objetivos, descubrir qué desean en realidad y explotar esas ansias de la mejor manera posible.
—¿Me estás diciendo que si hay que acostarse con alguien…?
—Hay que hacerlo. Una cisne roja no puede dudar. —Yelena terminó la frase por ella.
—No esperaba escuchar eso… —respondió asqueada.
—¿Acaso nunca has tenido sexo?
Luisa se ruborizó.
—Eso es muy distinto.
—¿Hasta dónde estás dispuesta a llegar para cumplir tus objetivos? ¿Piensas que con fuerza bruta y un arma es suficiente?
—Para acabar con los criminales, sí —contestó con seguridad.
—Pero no para acabar con los que están por sobre ellos, querida. —Yelena se mantenía imperturbable—. El bajo mundo no es autónomo, no sobrevive por sus propios medios. Si algo he aprendido, es que siempre hay alguien detrás, alguien con tanto poder que está sentado en un trono inalcanzable desde donde dirige a sus peones. Para llegar a él, es necesario utilizar todos los recursos posibles y si eso implica usar lo que tienes entre las piernas, debes saber cómo hacerlo. Si una cisne es enviada a buscar información, no puede fallar en su misión solo por un ridículo ataque de pudor.
—Yo no soy una de sus cisnes —se negó—. No trabajaré de esa forma.
La mujer le dio una jalada a su siempre presente cigarrillo electrónico y luego se cruzó de brazos.
—Entonces no tengo nada más que enseñarte. Le diré a Azrael que ya hemos terminado contigo.
Dio media vuelta para retirarse, pero Luisa la detuvo.
—Esto no puede ser todo —la tomó de un brazo, pero la soltó apenas ella le dio una fulminante mirada—. Tiene que haber algo más.
—Las cisnes son especialistas en el trabajo silencioso de la obtención de inteligencia. Desde la caída de la Unión Soviética, nuestros servicios han sido requeridos y replicados por diversos servicios secretos del mundo. No son soldados, no forman un ejército regular, aunque saben cómo matar y son muy buenas en ello. Si Azrael te trajo ante mí, fue porque consideraba que necesitabas aprender a ser una de nosotras, pero no puedo obligarte a terminar un entrenamiento que no deseas.
—Lo entiendo, aunque no es lo que busco. Lo que necesito es aprender a llegar al corazón de los delincuentes y corruptos, y tener las herramientas para hacerles pagar por ello.
Los ojos de Yelena demostraron una chispa inquietante.
—No conozco la realidad de tu país, pero he visto tantas naciones entrar en crisis que imagino que, si las cosas van tan mal como para que quieras salir a la calle a pelear con tus propias manos, debe haber una persona muy poderosa beneficiándose de ese caos. Si esa persona ha eludido o, peor aún, ha comprado a las autoridades ¿piensas que serás capaz de llegar hasta ella?
—Sé dónde ubicarlo y tengo la voluntad de enfrentar a quien sea necesario para ponerle las manos encima.
Yelena clavó en ella sus expresivos ojos.
—Entiendo que sabes quién es esa persona ¿o me equivoco?
—Sí.
—¿Y por qué entonces no la eliminaste ya?
Recordó la emboscada que sufrieron la noche que enfrentaron a Azrael y el posterior ataque a la mansión de Alexander. Ni siquiera fueron capaces de llegar a encarar a Lucius Goldberg y él casi los aplastó con una pequeña demostración de poder. Hasta donde ella sabía, todo ese gigantesco desastre pasó sin traer las menores repercusiones, lo que implicaba que ese hombre debía haber infectado gran parte de la ciudad con su ponzoña e incluso podía haber más de alguna autoridad involucrada en sus turbios asuntos. No se atrevía a calcular los límites de su influencia.
—No tuve la oportunidad —respondió al fin.
—Dudo que alguna vez la llegues a tener.
En base a los argumentos de Yelena, Luisa terminó por aceptar que necesitaba algo más de las estrategias que se impartían en esa academia, aunque se negó de forma rotunda a llegar a la parte sexual. A regañadientes, la mujer aceptó. Nunca lo admitiría en público, pero un cierto respeto por la determinación y fortaleza de su más obstinada alumna terminó por hacerla apoyar sus intenciones, a pesar de no entender del todo sus motivaciones.
Pasaron meses puliendo sus modales y dotándola de un refinado encanto y la educación apropiada para desenvolverse en la alta sociedad. Las habilidades de expresión corporal que aprendió durante sus años de teatro se vieron reforzadas por un sinfín de detalles que otras cisnes le enseñaron. La coquetería, algo tan femenino como poco natural para Luisa, le fue mostrada como una poderosa arma capaz de desarmar hasta la más férrea defensa.
—Pero tienes que estar atenta para descubrir hacia dónde orientar tus sonrisas —explicó una de sus instructoras—. Si lees bien a tu blanco, incluso puedes doblegar a personas de tu mismo sexo. Te sorprendería saber lo sencillo que es inclinar los instintos de una mujer hacia otra.
Para su sorpresa, gran parte de esta fase de entrenamiento estuvo orientada a la sicología. Debió estudiar sobre las teorías de la personalidad, desde Freud y Jung hasta Rotter y Mischel, siguiendo con la psicología forense y los psicodiagnósticos.
Sin embargo, una parte de su formación estaba orientada también a pulir sus destrezas en el combate cuerpo a cuerpo y el manejo de una amplia variedad de armas. Gracias al entrenamiento con El Viejo, Luisa no tuvo problemas en superar la parte física y demostró ante los ojos de Yelena que se había convertido en una soberbia combatiente. Ella ni siquiera estaba consciente de la amplia gama de técnicas que su extraño maestro le enseñó durante el riguroso año que pasó en el Himalaya. En cuanto al uso de armamento, Alexander se había encargado de darle las herramientas y conocimientos necesarios para superar con facilidad los primeros días, mientras que la técnica y su afinada puntería las obtuvo de las enseñanzas de Alfredo. No le costó mucho trabajo superar a cada una de las alumnas de la academia y, cuando Azrael llegó a buscarla, a finales de ese año, ya se había ganado un espacio dentro del cerrado círculo de las Cisnes Rojas.
—Gracias por todo —se despidió de la mujer que dirigía ese inusual centro de estudios y por primera vez vio en ella un atisbo de emoción, aunque le contestó con una simple inclinación de cabeza.
De esta manera comenzó lo que sería la última fase de su viaje. En el avión privado que los había llevado por gran parte del mundo, se transportaron hacia algún lugar de los Estados Unidos, a un gigantesco aeropuerto, donde se dirigieron de inmediato a un hangar cerrado en el que abordaron una limusina blanca. Recorrieron las calles en el silencio de la noche hasta las inmediaciones de la ciudad, y cerca de media hora después tomaron el camino particular hacia un enorme galpón. Se sorprendió de ver que dos hombres abrieron los portones para dejarlos entrar y cerraron apenas el vehículo ingresó al edificio. Entonces el motor se detuvo y Azrael la invitó a descender.
Unos metros más allá, dos sujetos armados apuntaban a un tercero, el que permanecía de rodillas, con las manos atadas a la espalda, amordazado y con la vista fija en el suelo.
—Has superado todas y cada una de las pruebas que puse en tu camino. —Azrael se acercó a ella con una afilada espada en la mano—. Ahora te haré una última.
Luisa tragó saliva al encontrarse tan cerca de sus ojos gélidos, pero no se movió ni un milímetro.
—Este tipo es un mendigo que suele pedir limosna a los transeúntes. Lo atrapamos cuando asesinó a un hombre que opuso resistencia a su intento de asalto. ¿Qué harías con él?
Ella lo miró y luego se volvió hacia el prisionero. Los dos sujetos que lo vigilaban suprimieron a golpes su intento de decir algo en su defensa.
—Yo…
Azrael le ofreció la espada y ella se rehusó a tomarla.
—Ansías impartir justicia y llevar la venganza de los más débiles contra quienes abusan de ellos —dijo con firmeza—. Este hombre cometió un crimen y su víctima clama por revancha. ¿Qué harás?
—Debe ser juzgado.
—¿Por quién? ¿Por esos jueces corruptos que dominan los tribunales? ¿Para qué? ¿Recibir una sentencia vaga y salir a los pocos días a la calle?
—No sé qué lo motivó a matar a esa persona. —Luisa se sentía confundida y presionada por la mirada de Azrael—. Si es un mendigo…
—¿Tratas de justificar su crimen?
—Lo que digo es que las circunstancias son distintas…
—Pero sigue siendo un asesino. Mató a un hombre por dinero. ¿No es esta gente a la que quieres combatir? ¿No es el deber que adoptaste como tuyo?
Un nudo estrujó su corazón.
—Sin un juicio justo, no puedo culparlo. No conozco los motivos que lo llevaron a cometer ese crimen.
Azrael ladeó la cabeza y frunció el ceño. Un enojo controlado encendió el azul de sus ojos.
—Este hombre lleva años viviendo en las calles. Alguna vez fue profesor de matemáticas, pero perdió todo lo que tenía en una racha de mala suerte que lo arruinó y alejó a su familia. Desde entonces, sobrevive gracias a la caridad y se ha resignado a su nuevo lugar en la sociedad. —Apuntaba al acusado con la punta de la espada—. Su víctima era un empresario exitoso que se adueñó de forma inescrupulosa de la empresa que él y un amigo fundaron en 2010. Se le acusó de tráfico de influencias, sobornos y evasión de impuestos, pero ninguna prueba fue suficiente para llevarlo a juicio. Se dice que compró a quienes hicieran falta para enterrar cualquier problema legal. Los hechos ocurrieron hace tres noches, cuando estos dos hombres se toparon en una solitaria esquina y las cosas se precipitaron hacia un breve forcejeo que terminó con la víctima azotando su cabeza en la solera y quebrándose el cuello al intentar huir corriendo del acusado, quien lo sostenía de un brazo. Asustado, en lugar de auxiliar al herido, este hombre quiso escapar de la escena, dejándolo morir en el lugar.
—Entonces nunca tuvo la intención de asesinarlo.
—Pero su actuar le significó la muerte. ¿Acaso no merece un castigo por ello?
Volvió a ofrecerle la espada y Luisa una vez más se negó a tomarla.
—Bien. Si no lo haces tú…
Azrael hizo un gesto a los dos sujetos que custodiaban al acusado y ellos de inmediato prepararon su armamento para ejecutarlo. En ese momento, Luisa sintió una repentina ola de calor emergiendo desde sus entrañas y una fuerza invisible la empujó a evitar el ajusticiamiento que estaba por ocurrir frente a sus ojos. Gracias al entrenamiento de los últimos años, comprendía el actuar de los desdichados del bajo mundo y también sabía la mejor forma de dejar fuera de combate a dos oponentes a la vez, así que permitió que la misericordia que surgía de su alma y la decisión que emanaba de su corazón la impulsaran a saltar como una fiera sobre los dos hombres para neutralizarlos con una serie de veloces y precisos golpes, lo que permitió que el prisionero saliera corriendo y escapara del galpón.
Pero cuando se apoderó del arma de uno de esos hombres, la punta de la espada de Azrael ya estaba tocando su cuello.
—¿Qué intentas? —preguntó entre dientes, presionando levemente el filo contra su piel.
—La justicia debe ser objetiva. Si me dejo llevar solo por mi sed de venganza, entonces me convertiré en una simple vigilante —respondió con determinación, con la osadía de inclinarse hacia adelante, a pesar de que la fría hoja de metal le provocó un pequeño corte desde el que manó una gota de sangre—. Si dejo que me gobiernen mis impulsos, no podré convertirme en el símbolo que espero ser.
—¿Así que lo dejarás ir sin un castigo? ¿Actuarás como los juzgados que tanto desprecias?
Luisa soltó el arma y empujó con dos dedos la espada para alejarla de su garganta.
—No. Me encargaré de que quienes deban aplicar los castigos pertinentes hagan lo que corresponda. Ni más ni menos que eso. Que sean imparciales y justos.
—¿Y si no lo hacen?
—Si se niegan a cumplir con su trabajo —respondió con total decisión—, entonces rendirán cuentas ante mí.
Azrael bajó lentamente la espada y luego sonrió.
—Muy bien. Te llevaré a tu ciudad, te daré tiempo para madurar, observaré tu crecimiento y luego volveré por ti —dijo con malignidad—. Cuando vea que estás lista, entonces nos encontraremos de nuevo.
Cambió la espada de mano y luego le extendió la derecha. Luisa estudió su gesto un instante y terminó por estrecharla, cerrando un pacto tan peligroso como atractivo para los dos. Ella sabía que acababa de dar el paso final hacia un viaje sin retorno y con un futuro todavía más incierto que el pasado que los unía.
Después de tres años de ausencia, de soportar las heridas que la muerte de Alexander causó en su alma y dejar que su ansia de venganza y justicia alcanzara un nuevo sentido en su vida, creía que estaba lista para regresar. Lucius Goldberg pronto sentiría la tormenta implacable que ella pensaba desatar sobre su imperio.
Aquella noche se le permitió descansar por primera vez en mucho tiempo sin un límite establecido. Azrael pensaba esperar hasta que ella estuviera lista para embarcar y emprender el vuelo hacia un país que ahora se le antojaba tan lejano como extraño. Pero Luisa apenas disfrutó de un sueño superficial y, al llegar el alba, ya estaba despierta por completo. Solo un par de horas le bastaron para desayunar, arreglar su escaso equipaje y presentarse en el hall principal del lujoso hotel que la alojaba.
No la esperaba nadie más que el conductor del vehículo que la llevaría al aeropuerto y los pocos minutos que pasaron en la carretera lo hicieron en un total silencio, mismo silencio con el que subió al avión y se acomodó en su asiento junto a la ventanilla, del lado derecho de la aeronave. Tal como lo imaginaba, Azrael no apareció para despedirse y supuso que tampoco era necesario que lo hiciera. Ya habían dicho todo lo que tenían que decirse. No quedaba nada más entre ellos que un nuevo e inevitable enfrentamiento que terminaría solo con uno de los dos en pie.
Pero, mientras ese momento no llegara, todo lo que tenía por delante era un compromiso que se sentía obligada a cumplir.
—Voy de vuelta, Alexander —murmuró para sí cuando el avión aceleró los motores e inició la carrera de despegue—. Ya voy.
Comentarios
Publicar un comentario
Hola, comenta con libertad. Estaré encantado de leerte.