El Camino de la Venganza: Negocio Redondo

 


Alonso Urrutia estaba acostumbrado a estas reuniones. En un principio le parecían incómodas y él se sentía fuera de lugar, más que nada porque los temas que se trataban en ellas no siempre se apegaban a los ideales juveniles que lo llevaron a estudiar derecho. Sin embargo, no tardó mucho tiempo en acostumbrarse y, en una ciudad que era el vivo reflejo de la frase “supervivencia del más fuerte”, no tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejarse llevar por la ola en la que otros llevaban surfeando desde hacía bastante tiempo, y sumarse a la Cofradía Lisias, un exclusivo y cerrado círculo formado por los más prestigiosos estudios jurídicos de la gran metrópolis, avalado, aunque no directamente, por el Colegio Nacional de Abogados.

No pasó mucho antes de que se hiciera notar entre sus colegas. Él, joven y ambicioso, demostró poseer un agudo intelecto, una extrema facilidad de oratoria y una capacidad única para leer a la gente. Podía pararse frente a cualquier persona en el estrado y descubrir mucho más de él de lo que en realidad revelaban las respuestas a sus preguntas, lo que le permitía manejar a su antojo las circunstancias y siempre hallar un resquicio favorable para sus intenciones. Su mentor, Juan José Sepúlveda, uno de sus profesores de la universidad y quien lo introdujera a este mundo, veía con satisfacción su progreso y no dudó en proponerle un lugar en su bufete, una acertada movida que le permitió sumar cuantiosos ingresos en los casi cinco años que llevaban trabajando juntos.

La Cofradía, por otra parte, a medida que ganaba miembros y crecía en poder, estiró sus tentáculos hacia el Ministerio Público, haciéndose con el control casi total de cada una de las causas que llegaban a tribunales. Esto enriqueció también las arcas de sus miembros, debido a que cada juicio tenía una resolución pactada de antemano entre los abogados de las partes involucradas, el fiscal e incluso el juez de turno.

Y es que gran parte del poder de este grupo provenía de los ingresos generados por los acaudalados “clientes” que llegaban a ellos con jugosas ofertas para cerrar causas o inclinar juicios hacia uno u otro final. Era común que llegaran peticiones de altas esferas del gobierno, cúpulas de las empresas más grandes y poderosas del país, e, incluso, desde la Iglesia o cualquier organización que tuviera los recursos para pagar por sus servicios.

Ese domingo, Alonso se dirigía a la casa del que sería su “rival” en la audiencia pactada para el próximo viernes. Estacionó en el calzo para visitas del condominio donde Humberto Castellanos tenía su residencia. Era un exclusivo edificio de ocho pisos ubicado en la ladera de un cerro que se alzaba a las afueras de la ciudad y que le daba una hermosa vista panorámica de la capital.

Subió por el ascensor hacia el cuarto piso llevando consigo solo su delgado maletín y su celular. En estos tiempos, no necesitaba más que de su computador portátil y su teléfono para tomar nota, revisar antecedentes y estudiar el caso sin necesidad de abultadas carpetas llenas de papeles. Además, Humberto era un hombre que gustaba de ir directo al grano para luego disfrutar de un par de copas de whisky antes de dar por cerrado el acuerdo y retirarse a disfrutar de los placeres de su fortuna.

Mientras subía por el ascensor, repasó en su cabeza lo que conocía del caso. Era una demanda de un grupo de empresarios minoristas contratados por la Empresa de Combustibles Nacional, ECN, en la que alegaban un abuso de posición dominante en los contratos de franquicias de las estaciones de servicio, lo que significaba un control total del negocio de distribución de combustibles, aunque una completa transferencia de los riesgos.

Él, como representante de los demandantes, tenía la simple misión de reiterar las alegaciones sin demostrar un sustento fáctico que las respalde. De esta manera, el tribunal solo podría admitir una integración vertical, ya que los afectados debían ceñirse estrictamente a las estrategias comerciales definidas por ECN, pero no un atentado a la libre competencia. Su trabajo era convencer a los minoristas que este era un triunfo a medias por sí solo y que lo mejor era aceptar el veredicto. Si se decidían a presentar una reclamación, el conflicto podría llegar a un término anticipado de contrato entre las partes o el simple cierre del caso. En cualquiera de las dos circunstancias, la Empresa de Combustibles Nacional mantendría su posición dominante y hasta podría llegar a poner una contrademanda devastadora.

Salió del ascensor y fue directo a la puerta del departamento 801. Tocó el timbre y la puerta se abrió casi de inmediato. Entró y le llamó la atención no ver a Humberto por ninguna parte. Sin embargo, como era costumbre, tomó el pasillo hacia la izquierda y avanzó hacia la espaciosa sala de estar. Por el enorme ventanal pudo ver a su anfitrión sentado en uno de sus cómodos sillones en la gigantesca terraza, contemplando la hermosa vista del atardecer.

Fue hacia allá sin pensarlo, cruzó el ventanal abierto y entonces se quedó paralizado.

Humberto estaba amordazado y atado de pies y manos al sillón. Sus ojos desorbitados demostraban el intenso terror que lo dominaba y solo unos quejidos ahogados salieron de su boca cuando trató de advertir a su invitado del peligro que aguardaba a sus espaldas.

Alonso no alcanzó a voltear antes de sentir un objeto duro y firme posarse entre sus omóplatos.

―Siéntese junto a su amigo ―escuchó una voz extraña, distorsionada y antinatural.

Dudó por un segundo, pero un empujón bastó para que atinara a moverse hacia el sillón que estaba justo al lado de Humberto. Sin dar crédito a lo que estaba viendo, tomó asiento.

Él, asiduo a los cómics y videojuegos desde pequeño, pensó que lo que tenía al frente era uno de esos personajes fantásticos que tanto le fascinaban. No pudo evitar dar un vistazo a los detalles de la armadura futurista de la persona que estaba apuntándole con una pistola directamente a su rostro. Se trataba de un traje espectacular, lleno de gadgets que no supo identificar, además de armas, cuchillos y otros implementos. El casco, lo que más le impactó, tenía unos visores que emitían destellos rojizos, en los cuales veía reflejada su propia cara.

Las suaves curvas que se evidenciaban en su silueta y el cabello largo que escapaba de su casco sugerían que se trataba de una mujer, pero no estaba del todo seguro.

―Señor Urrutia, estoy aquí porque hay ciertos asuntos que lo involucran a usted y a su socio, el señor Castellanos, y que deseo zanjar de una vez por todas.

Ella, porque al oírla hablar decidió que en realidad era una mujer, se apoyó sobre la mesa de la terraza y, sin bajar el arma, tomó una carpeta que tenía sobre la cubierta y se la entregó.

―Necesito que revise estos papeles y se los enseñe a su amigo ―dijo con calma, sin ningún atisbo de prisa―. Una vez que los hayan visto, les haré un par de preguntas.

Alonso tomó la carpeta con ambas manos y dudó por varios segundos sobre lo que debía hacer. Ella esperó con tranquilidad hasta que él la abrió y empezó a hojear los papeles. Se trataba de varios archivos relacionados con un caso que representó tiempo atrás, una acusación de abusos sexuales contra un sacerdote católico. Recordaba el caso por el gran bullicio mediático que desató en su momento, sobre todo porque él y Humberto Castellanos, defensor y acusador respectivamente, tejieron toda una discusión que involucró distintos testigos, la mayoría de ellos contratados por la Iglesia para salvar su nombre, y que desembocó en la desestimación de las acusaciones que recaían sobre el padre Raimundo Olea, fijando la pena de libertad vigilada por un plazo de 541 días, la que el mismo Alonso logró terminar de manera anticipada aludiendo al buen comportamiento de su representado, el que fue trasladado por sus superiores a una capilla de la periferia.

―Deje que su amigo vea los papeles.

Un leve temblor sacudió sus brazos cuando creyó entender hacia dónde iba todo este asunto, pero no se atrevió a replicar. Solo acercó la carpeta a Humberto y fue enseñándole uno por uno cada documento que había en su interior.

―¿Saben que el padre Raimundo siguió con sus depravaciones después de cumplir su condena?

Humberto inclinó el rostro y se puso a sollozar. Alonso, entendiendo la gravedad de la situación, dejó la carpeta sobre sus piernas y se llevó ambas manos a la cabeza. Un frío sudor cubría casi toda su frente.

―No le hacemos un seguimiento a los casos ―intentó excusarse―. Nuestro trabajo termina cuando el proceso se cierra. Si los representados no tienen otra petición y no pagan por servicios extras, nosotros…

―Ustedes se olvidan de ellos, sin importar qué tipo de monstruos sean.

En realidad, así era. No tenía sentido rebatir esa declaración.

―El trabajo del abogado es creer en su caso y poner todo su empeño en sacarlo adelante ―dijo una vez el profesor Sepúlveda en una de sus clases sobre Derecho Civil―. No importan las causas, las circunstancias ni las consecuencias, el caso debe ser representado y siempre orientado hacia la mejor resolución posible para nuestros clientes. No debe haber apegos, emociones ni prejuicios. Eso queda para nuestra consciencia. Y lo mejor para nuestra consciencia es terminar con un caso y dar vuelta por completo la página.

―Solo hacía mi trabajo ―murmuró.

―No, señor Urrutia, no lo hacía. De hecho, usted y el señor Castellanos ya habían llegado a un acuerdo con el juez antes de que comenzaran las audiencias. Lo demás fue solo un montaje teatral para las personas que seguían el caso. En ningún momento se dieron el tiempo de sopesar las acusaciones y actuar de acuerdo a la gravedad de los hechos que se le imputaban a Olea. En base a la evidencia y a los verdaderos testigos de los abusos, ese sacerdote debió haber pagado con cárcel. Pero no lo hizo y, además, usted logró que le rebajaran su ridícula pena. ¿Acaso no le remuerde la conciencia?

Humberto Castellanos reaccionó de pronto y empezó a sacudirse con violencia en su silla. Alonso lo vio jadear y babear mientras mordía con furia la tela que le tapaba la boca.

―Parece que su amigo tiene algo que decir. ¿Sería tan amable de quitarle la mordaza?

Sus dedos torpes apenas lograron desamarrar la mordaza y quitarla de la boca de Castellanos, el que tosió varias veces antes de recuperar el aliento.

―¿De qué se trata todo esto? ―gruñó con prepotencia―. ¿Dinero? ¿Eso es lo que quieres? Siempre se trata de dinero. No es la primera vez que alguien trata de extorsionarnos, así que ¿cuál es tu precio?

La mujer se quedó quieta por un instante y, ante la mirada aterrada de Alonso, apuntó la pistola hacia la cabeza de Humberto y lo asesinó de un certero y silencioso disparo.

El ventanal a sus espaldas reventó en miles de pedazos de vidrio que se mezclaron con la sangre y restos de sesos y carne de Humberto Castellanos. Horrorizado, Alonso Urrutia fue vagamente consciente de la orina que escurrió por sus muslos sin que pudiera controlarla.

―¡Por favor! ―imploró con desesperación―. ¡Te daré lo que quieras! No sabes quienes están detrás de todo esto. Puedo arreglar que ellos…

Se quedó congelado cuando la mujer se levantó y se acercó tanto que pudo verse con lujo de detalles en el reflejo de sus visores.

―No, señor Urrutia, ellos no saben quién soy yo ―sus palabras se clavaron en su cerebro igual que si se tratara de afiladas cuchillas de acero―. Pero ya se enterarán.

Sus frías manos lo agarraron por la ropa y sintió que el tiempo se detuvo cuando ella lo levantó con absoluta facilidad y lo arrojó por encima del balcón como si no pesara nada. Pudo experimentar un horror abismal al verse frente al vacío, contemplar la enorme altura que significaban los casi 20 metros que los separaban del suelo, ver lo pequeño que parecían los autos y las personas que circulaban distraídas por las calles del condominio y darse cuenta de que no había nada que detuviera su caída antes de llegar a estrellarse contra el pavimento.

Su último acto consciente fue cerrar los ojos y taparse la cara con los brazos antes de que todo se volviera oscuridad.



Luisa salió de inmediato del departamento. Tal como lo tenía planeado, llamó al ascensor y bajó corriendo por las escaleras hacia el piso inferior. Una vez allí, verificó que el marcador del ascensor indicara que este se encontraba ya en el piso 8 y usó la fuerza que le entregaba Astrea para abrir sin problemas las puertas de metal y saltar al foso vacío. Se valió del cable de tracción para frenar su impulso y controlar el descenso hasta el estacionamiento subterráneo, donde Alfredo la esperaba con el Rolls Royce ya en marcha.

―¿No cree que eso fue algo excesivo? ―la interrogó por el retrovisor cuando salieron a la calle interior del condominio y se toparon con la aterrada multitud que se reunía en torno al cuerpo destrozado de Alonso Urrutia.

Luisa se había quitado el casco y miraba por la ventana con total indiferencia.

―Digamos que se trata de un mensaje que estoy segura de que será recibido con claridad.

―Esperemos que el señor Alexander esté de acuerdo.

Ella dejó el casco en el asiento y lo contempló por un instante.

―Después de todo lo que me ha hecho pasar, más le vale estar de acuerdo ―respondió con firmeza.

No alcanzó a ver la sonrisa de satisfacción en el rostro del mayordomo cuando al fin emprendieron el camino de regreso a la mansión.

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