El Espejo
La
casa nueva resultó ser mucho más grande y cómoda que nuestro anterior
departamento. El antiguo residente se había preocupado de pintar por completo
el interior y barnizar toda la fachada. Solo las paredes laterales se notaban
algo deterioradas por el tiempo, pero todo lo demás parecía casi nuevo. Además,
por ser casa de esquina, tenía un patio en el que con facilidad cabían dos
autos o, lo que me entusiasmaba todavía más, una buena piscina.
Y
mi enorme dormitorio me hizo olvidar por completo cualquier reparo previo a la
mudanza.
Lo
único que me causaba una cierta incomodidad era el imponente espejo adosado a
la pared en el descanso de la escalera, justo a medio camino entre el primer y
el segundo piso. Era un gigantesco óvalo de marco dorado con la inclinación
precisa para verse de pies a cabeza desde el primer peldaño hasta llegar frente
a él. No supe si se debía al ángulo de incidencia de la luz que llegaba desde
las ventanas del pasillo superior o a alguna deformidad del vidrio, pero podía
notar una extraña, aunque mínima distorsión en el reflejo que mi madre no
parecía percibir. Además, a ella le encantó esa antigüedad.
Aquella
primera noche no pude dormir bien, a pesar del cansancio de haber pasado el día
completo acomodando muebles, cajas y trastes. No había lugar en la casa que no
estuviera lleno de bultos catalogados con etiquetas escritas a mano que decían
“loza”, “útiles de aseo”, “libros”, “cuadros”, “ropa” y el siempre apropiado y
poco específico “varios”. Mi dormitorio no era la excepción. La cama era lo
único desembalado, además de un solitario bolso de ropa.
En
realidad, no me costó trabajo dormirme, pero en algún momento de la noche
comencé a sentir una fría corriente de aire que me puso a tiritar en pleno
verano. Desperté algo desorientada y me froté varias veces los ojos antes de
recordar dónde estaba. Lo primero que hice fue mirar la ventana. Recordaba
haberla dejado cerrada, aunque de todos modos me levanté a comprobarlo. Luego
salí al pasillo buscando a tientas el interruptor para encender la luz antes de
caminar en puntillas a revisar la ventana del final del corredor sin despertar
a mamá. También estaba cerrada, igual que la puerta del dormitorio de mi madre,
por lo que supuse que el frío provenía desde la planta baja.
Bajé
en silencio, conteniendo la respiración cada vez que las tablas de los peldaños
crujían bajo mi peso. Al llegar a la mitad de la escalera y mirar hacia el
primer piso, se me erizó la piel. La oscuridad parecía tragarse la luz y
volverse cada vez más densa.
Y,
de la nada, una gélida brisa acarició mi nuca y me hizo dar un salto que casi
me arrojó escaleras abajo.
Al
girarme a mirar de dónde provenía, el siniestro espejo me devolvió mi propia
imagen aterrada, aunque con aquella leve deformidad que la volvía inquietante.
No
me di cuenta de que eché a correr al dormitorio de mi madre hasta que me
sorprendí con la mano en el pomo de la puerta y recién entonces me reproché el
miedo infantil que me acababa de invadir a mis diecinueve años. Me obligué a
respirar hondo para recuperar la calma y comportarme como la mujer adulta que
se suponía que debía ser. Entonces fui a mi pieza, cerré la puerta, busqué otro
par de frazadas y las puse sobre la cama. El único atisbo de infantilismo fue
dejar la luz prendida antes de volver a acostarme y taparme hasta la cabeza.
No
supe a qué hora me quedé dormida, pero cuando mi mamá me sacudió con unos
pequeños golpecitos en el hombro, ya eran más de las once de la mañana.
—¡No
me digas que pasaste frío! ¡Si están cayendo los patos asados! —Me miraba con
cara divertida cuando emergí desde las profundidades de la cama—. Baja a tomar
desayuno.
Casi
media hora después recién salí de mi habitación, vestida con una desteñida
polera gris y un pantalón de buzo del mismo color. Bajé las escaleras con cuidado
de pasar lo más lejos posible del espejo y me senté junto a mi madre en el
único espacio despejado de la mesa.
El
día transcurrió con rapidez. Eran tantas las cosas que teníamos que ordenar que
las pilas de cajas parecían no descender a pesar de que el patio ya estaba
cubierto por una montaña de cartón, cinta adhesiva y plástico para embalar.
Y
me acostumbre a no fijarme en el espejo cada vez que tenía que subir o bajar
por las escaleras.
Esa
noche nos acostamos casi de madrugada. Ya eran los últimos días de vacaciones,
así que teníamos que aprovechar hasta el máximo las horas si queríamos dejar la
casa lista antes de que mamá entrara a trabajar y yo comenzara con las clases
en la universidad. Después de una ducha reparadora y sin siquiera preocuparme de
peinar la enmarañada masa de rulos que tenía por pelo, me puse el pijama y me
lancé a los brazos de Morfeo.
Tuve
un sueño agitado en el que me veía caminando sin rumbo por un sendero brumoso
que no parecía tener fin. Avanzaba con prisa, escapando de algo que me
perseguía sin que pudiera verlo, hasta que de golpe choqué con una pared fría y
sólida, con tanta fuerza que estuve a punto de caer de espaldas.
Abrí
los ojos y me encontré a mí misma frente al espejo de la escalera. Una tenue
luz blanca bajaba desde el segundo piso y le sacaba destellos irregulares al
marco dorado.
Mi
mirada quedó fija en el reflejo que se suponía era mi propia imagen
distorsionada detrás del vidrio a medio empañar.
Y
me quedé sin aliento cuando comenzó a moverse sin que yo lo hiciera.
La
figura del espejo levantó su mano y vi sus dedos largos y afilados tocar la
superficie invisible que nos separaba para escribir sobre ella una palabra
indescifrable.
“AЯTИƎ”.
Estaba
tan asustada que mi cerebro no era capaz de darle un sentido a esas cinco
letras y el reflejo en el espejo pareció notar mi desconcierte, pues en su
rostro se dibujó una exagerada expresión de pesar.
De
alguna manera, verla así, cabizbaja y triste, me conmovió. No fue suficiente
para apartar el miedo que sentía, pero sí para hacer que crecer una insensata
lástima por mí misma. Porque, después de todo, la mujer del reflejo tenía que
ser yo.
Me
acerqué al espejo e hice que mis dedos recorrieran las líneas que formaban esa
extraña palabra. Mi reflejo notó que intentaba leerla una vez más y su rostro
volvió a animarse, al mismo tiempo que levantó su mano y sincronizó sus
movimientos con la mía.
Un
escalofrío recorrió mi espalda al darme cuenta de que casi podía sentir el dedo
del otro lado del espejo y mi reflejo asintió con la cabeza, satisfecha.
De
seguro todavía estaba soñando, era la única explicación que justificaba todo lo
que estaba pasando. Debía tratarse de una de esa vívidas pesadillas que sufría
cuando era niña, de esas en las que sabía que nada era real, aunque no podía
despertar por propia voluntad. Recordaba la desesperante sensación de
impotencia al verme atrapada en mis propios sueños, víctima de alguna
monstruosa pesadilla que se ensañaba con mi mente infantil.
Pero
ahora no había nada de eso. El miedo que sentí al principio se terminó por
transformar en una punzante inquietud que me mantenía con los pelos de punta.
Era como si supiera que algo estaba a punto de pasar, algo que tal vez me
asustaría, sin embargo, tenía la imperiosa necesidad de comprender lo que mi
reflejo quería decirme. Era una especie de atracción, fascinación, desconfianza
y temor, todo a la vez.
Cuando
llegué a la última letra, la “E” invertida, entendí el escueto mensaje.
Apareció con claridad en mi cabeza. Se trataba de una única palabra, muy común
e insignificante por lo demás.
―“Entra”
―leí en voz alta.
“Gracias”
escuché dentro de mi cabeza.
No
alcancé a reaccionar a tiempo para darme cuenta de lo que pasaba. La inquietud
en mi pecho se convirtió de un solo golpe en el más absoluto pavor cuando la
mano de mi reflejo salió del espejo y me tomó por la muñeca, mientras que
aquella mujer que debía haber sido yo empezaba a emerger desde el traslúcido
cristal, asomando primero la cabeza, seguida del torso y una pierna.
Ni
siquiera fui capaz de gritar cuando vi aquel pie descalzo, idéntico al mío,
descender hasta tocar el suelo y escuchar el leve quejido de la madera al
sentir su peso. A duras penas atiné a dar un paso atrás, pero ella, la mujer
que no debería ser más que la copia fiel de mi imagen producida por la
reflexión de la luz sobre el vidrio de ese horrible espejo, estiró con pasmosa
rapidez la mano que todavía mantenía de su lado del reflejo y me agarró con
fuerza por el hombro.
Entonces,
con una fuerza bestial, jaló de mí y me arrastró a su propio mundo, sin que
pudiera hacer nada para impedírselo.
Empecé
a gritar con todas mis fuerzas, pero mi voz se perdía dentro de esa casa que no
era la mía, con sus paredes opacas, frías y difusas. Estaba en el descanso de
la escalera, justo frente a un espejo idéntico al original, aunque la luz
llegaba enrarecida sobre él, contaminada por las extrañas sombras de ese
espacio sin sentido.
Mientras,
del otro lado, el lado “real”, el que fuera mi reflejo me observaba con gesto
divertido. En sus rasgos todavía podía ver la leve deformación que antes
atribuía al espejo, pero que ahora comenzaba a creer que era propia de aquel
ser.
Y
la sangre en mis venas se congeló cuando ella miró hacia el segundo piso, volvió
a sonreírme y se giró para iniciar el ascenso.
―¡No!
―grité, pero nadie me oyó.
Mi
madre estaba sola y por completo a merced de ese monstruo. No sabía qué
intensiones podía tener, pero su sola mirada bastaba para adivinar que estaba
llena de pensamientos siniestros.
Golpeé
con desesperación el espejo, grité, chillé y arañé la pared a su alrededor, sin
conseguir nada más que la criatura que había tomado mi lugar sonriera ante mi
impotencia.
Entonces
ella inclinó la cabeza hacia un costado y me hizo una seña que apagó de
inmediato mis protestas. Me estaba indicando que mirara hacia el segundo piso
de “este” lado.
Mamá
estaba de pie frente a la escalera, observándome en silencio. Llevaba su pijama
de siempre, ese que le regalé cinco navidades atrás y que se negaba a tirarlo a
la basura a pesar de que ya poco quedaba de su color calipso original. Tenía el
pelo recogido en una trenza y traía puestas sus viejas pantuflas.
Solo
que no era mi mamá.
Igual
que todo en ese mundo de pesadilla, algo extraño deformaba su rostro de una
manera que no era capaz de distinguir con claridad. Se trataba de alguna
monstruosa desfiguración apenas perceptible, aunque notoria de todas maneras.
Se notaba en el brillo de sus ojos, en la forma de su boca, en la expresión
macabra de ese rostro que debería amar, pero que ahora me llenaba de terror.
Y
la copia de mamá empezó a descender hacia mí.
Verla
dar un paso a la vez, oír la horrible protesta de los peldaños al recibir su
peso, notar la forma en que la luz la bañaba de una manera por completo
antinatural mientras se movía por esa casa que no era la nuestra, terminó por
desquebrajar la fina tela de racionalidad que todavía quedaba sobre mis
pensamientos.
Arañé
mis brazos hasta romperme la piel y grité, grité como nunca antes lo había
hecho. Intenté por todos los medios despertarme. Me tiré el pelo, pellizqué mis
muslos, me mordí los labios hasta llenar mi boca de sangre, pero seguí ahí,
frente al espejo del descanso de la escalera, el único objeto que el anterior
dueño de la casa no se había llevado y que ahora me tenía prisionera en este
lugar demencial.
El
reflejo de mamá estiró sus distorsionados brazos hacia mí antes de llegar al
peldaño previo al descanso. Vi con horror que sus manos estaban coronadas por
unos largos y afilados dedos que más bien parecían garras. Retrocedí de un
salto y me quedé pegada a la pared a mis espaldas. La única opción que me
quedaba para escapar era correr hacia el primer piso, pero, al mirar en esa
dirección, me paralizó el horror al ver que las sombras se movían casi como si se
tratara de una criatura viva.
Y
la versión de “este” lado de mamá ya estaba frente a mí. Podía notar sus manos
rozándome y su cuerpo asfixiantemente cerca del mío.
Antes
de que me atrapara en su abrazo de locura, solo atiné a mirar al espejo y ver
que mi reflejo me miraba con abierta fascinación desde el lado “real”.
No pude hacer nada más que cerrar los ojos.
Cuando
los volví a abrir, estaba en mi cama, arropada hasta el cuello. Miré a mi
alrededor, a las cajas con mis cosas y a las paredes desnudas de mi cuarto.
Todo estaba en su lugar.
Solté
un suspiro de alivio al sentir la cálida luz de la mañana entrando por la
ventana. No había sido más que una desagradable pesadilla.
Me
levanté de buen ánimo y fui a la habitación de mi madre. La cama estaba
desordenada, pero ella no estaba ahí. De seguro había ido ya a preparar el
desayuno y me apresuré a ir a ayudarle. Bajé a paso veloz por las escaleras,
cuidando de no prestarle atención al espejo, y me dirigí a la cocina.
Pero
ella tampoco estaba ahí.
―¿Mamá?
―llamé en voz alta, creyendo que tal vez podía estar en el baño.
Sin
embargo, ella no me contestó y una extraña sensación comprimió mi pecho.
Recorrí todo el primer piso, salí al patio, di la vuelta a la casa y luego me
acerqué a la reja de la calle. La cerradura estaba todavía con candado, por lo
que supuse que no había salido y eso me inquietó aún más.
Volví
adentro con el alma en un hilo.
―¿Mamá?
Había
un silencio sepulcral y el aire de pronto se me antojó demasiado denso. Me
costaba trabajo respirar y un frío sudor empapó mi frente.
Entonces,
sin proponérmelo, aunque sin poder evitarlo, volqué mi atención hacia el
espejo. Tenía un perturbador presentimiento de que descubriría lo que estaba
pasando al mirar en su pulida superficie de vidrio, así que comencé a subir la
escalera con paso vacilante, un peldaño a la vez, hasta llegar frente a él.
Y
me quedé paralizada al ver que mi imagen no se reflejaba en el espejo. La
baranda de la escalera, las paredes y una parte del primer piso se veían con
claridad, no así mi propio reflejo. Simplemente no estaba ahí.
Tragué
saliva y sequé el sudor que ahora brotaba en las palmas de mis manos. Me di un
pellizco en el muslo con la idea de que eso me haría despertar, porque de
seguro seguía dentro de una pesadilla.
Pero
el dolor muy real en mi pierna echó por tierra toda esperanza de que esto se
tratara de un sueño.
Entonces
caí en la cuenta de que la casa entera irradiaba una especie de energía que me
hacía estremecer. Era algo similar a una corriente estática que erizaba el
vello de mi piel y de la que no era capaz de precisar su procedencia porque
venía de todas partes a la vez.
Capté
un movimiento con el rabillo del ojo y mi cerebro casi entró en shock al
contrastar la información que recibía desde mis sentidos con lo que él sabía
que era posible.
Mamá
pasó por delante del espejo. Más bien, mamá pasó “dentro” del espejo.
Mi
primera reacción fue voltear a mirar si es que ella estaba a mis espaldas.
Pero, al comprobar que estaba completamente sola en la casa, solté un breve
chillido. Me llevé las manos a la boca para obligarme a callar y volví a mirar
al espejo. Mi reflejo seguía sin aparecer en él y la desesperación de verme
enfrentada a algo que no podía comprender me empujó contra mi voluntad a
apegarme al vidrio y tratar de mirar en su interior como si se tratara de una
ventana.
―¡Mamá!
―llamé a viva voz, sin saber muy bien qué esperar―. ¡Mamá!
Y,
de la nada, mi reflejo apareció frente a mí. Di un salto atrás, aterrada al ver
que sus movimientos eran por completo independientes de los míos. Ella, la “yo”
del espejo, solo estaba ahí, mirándome desde el “otro lado”, con una sonrisa
desagradable en su levemente deformado rostro.
―¡Quién
eres! ―grité a todo pulmón―. ¡Dónde está mamá!
Su
sonrisa se hizo más amplia, más horrible y perturbadora. Y, ante mis atónitos
ojos, se llevó un dedo a la boca para indicarme que guardara silencio.
El
miedo y la incertidumbre pasaron a un segundo plano. Sobrepasada por una ira
ciega e irracional, comencé a golpear con mis manos el espejo, gruñendo y
jadeando como una bestia rabiosa. En mi mente solo estaba la idea de romper de
alguna forma la barrera que me mantenía en este mundo siniestro para regresar a
mi verdadera vida, a mi verdadera casa y con mi madre.
Si
es que…
―¡Oh,
por Dios!
Recordé
el momento en el que pasé a este lado del espejo, cuando me vi atrapada aquí, a
los pies de la escalera que llevaba al segundo piso, donde el remedo de quien
debía ser mi madre comenzaba a bajar hacia donde yo me encontraba y sentía su cuerpo
ya casi junto al mío.
Ahora
entendía que eso había sido real, que, de alguna piadosa manera, me había
desmayado y esa misma criatura debió haberme llevado a la cama, para luego ir
por mamá y tomar su lugar mientras yo estaba sin sentido.
―¡Malditas!
―rugí desde el fondo de mi pecho―. ¡Malditas!
Tomé
el marco del espejo y comencé a tirar de él. Cerré los ojos para evitar volver
a mirar al ser que me observaba desde el otro lado y jalé con todas mis
fuerzas, sin lograr separarlo de la pared.
Extenuada
y al borde de un colapso nervioso, recorrí todo su contorno con mis dedos, sin
hallar la menor separación entre él y el muro que lo sostenía.
Abrí
los ojos y lo que descubrí terminó de rasgar la poca cordura que todavía me
quedaba.
Mamá
y yo estábamos en el espejo. Solo que no éramos nosotras. Se trataba de las
criaturas que habían escapado de este mundo y ahora tomaban nuestro lugar en el
“lado real”, ambas mirándome con burla, con una repulsiva sonrisa en sus
rostros desfigurados.
Mi
reflejo extendió sus brazos hacia el espejo. Comprendí de inmediato lo que
estaba por hacer y me apresuré a intentar evitarlo, aunque mis protestas y
golpes sobre el vidrio fueron en vano.
Ella
sí había quitado el espejo de la pared. Lo sabía porque la imagen que tenía
frente a mí se movía de un lado a otro mientras la sostenía entre sus manos y
me mostraba breves pinceladas del mundo real. Alcancé a ver algunos muebles del
primer piso y los peldaños que llevaban hacia el segundo, antes de que mi
reflejo levantara el espejo sobre su cabeza y me dejara verla, a ella y al
reflejo de mi madre, igual que si las estuviera mirando desde una ventana en el
techo.
Y
la imagen de mamá hizo un gesto de despedida con la mano, justo antes de que
“yo” soltara el espejo y dejara que se estrellara contra el suelo.
―¡No!
―grité con un hilo de voz.
Un
estruendoso estallido retumbó por todas partes cuando la superficie del espejo
se partió en cientos de pedazos, al igual que las paredes de la realidad en la
que estaba atrapada, y el universo entero de “este lado” colapsó sobre sí mismo
y se derrumbó encima de mí.
Ante
el inminente final, me sentí inundada por un terror primigenio al ser
consciente de que esas dos criaturas siniestras estaban ahora libres en mi mundo,
sin que nadie siquiera sospechara qué o quiénes eran.
Luego,
solo quedó la oscuridad.
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