Venganza Astrea, capítulo I
La indignación cundía entre todos los presentes que atestiguaban lo que pasaba en esa sala.
Se suponía que estaban ahí para ver al Estado impartir justicia, pero para desagrado de muchos, pena de otros y un doloroso golpe al corazón de un puñado de testigos, la persona encargada de ejercer la ley se veía con las manos atadas ante la imposibilidad de comprobar aquello que todos sabían.
Que ese malnacido había asesinado a Rubí.
Era un hecho que conmocionó a la ciudad y los medios de comunicación no tardaron en dejarse caer sobre los acontecimientos como un enjambre de moscas sobre la mierda. Rubí, una pequeñita de tiernos cuatro años de edad, había sido encontrada muerta en un sitio eriazo, con evidentes marcas de haber sido abusada sexualmente. Los testimonios y las indagaciones por parte de la policía apuntaron a un único y seguro culpable: la pareja de la madre de la niña, un delincuente de renombre en el barrio con un amplio prontuario policial, por lo que nadie se explicaba por qué estaba en libertad.
Todo indicaba que, en un arranque de furia por el inminente rompimiento con su pareja, el imputado había salido con la niña, aprovechando que la mujer estaba inconsciente producto de una alta dosis de una nueva droga llamada Vortex.
Se trataba de unas pastillas azuladas que llevaban poco menos de un año circulando por las calles de la ciudad y que mantenían a la policía asombrada por el alto poder adictivo que poseían, capaces de desatar distintas reacciones en los pobres infelices que llegaban a probarlas. En bajas dosis, Vortex servía como un vigorizante que disminuía el cansancio y alertaba los sentidos, por lo que su consumo era habitual en discotecas y locales nocturnos. Pero una dosis más elevada provocaba alteraciones en el estado de ánimo, desinhibición total de los impulsos, contracciones involuntarias de los músculos y la completa desaparición de las necesidades básicas de comer y dormir. Eso hacía que la juventud la comprara como pan caliente, debido a que incrementaba sus energías hasta un punto tal que sus cuerpos muchas veces sobrepasaban sus propios límites, cayendo después en largos periodos de decaimiento y hasta de inconsciencia.
Y eso precisamente fue lo que le ocurrió a la madre de Rubí.
Después de beber y bailar por dos días seguidos, el efecto de la pastilla la dejó tumbada en el baño, con los pantalones abajo, incapaz de volver a pararse después de haber ido a orinar.
Se decía que Bruno guardó un par de píldoras para él y, al ver a su pareja inconsciente, las ingirió, tomó a la niña de la cama en la que llevaba horas abandonada, desaseada y hambrienta, y la llevó al patio de la casa, donde cometió las salvajes atrocidades por las que estaba siendo juzgado antes de deshacerse del cuerpo.
Sin embargo, ninguno de los testigos que ayudó a su detención después de encontrar el cuerpo de la pequeña accedió a prestar testimonio y el abogado defensor usó aquello para alegar la inocencia de su cliente.
-Si me lo permite, usía -dijo el abogado defensor con estudiada teatralidad-, no hay pruebas concluyentes sobre la culpabilidad del señor Zapata.
Era un hombre alto y gordo, de papada grasienta y pelo casi inexistente, vestía un traje ancho blanco que, a pesar de su voluminosa humanidad, le quedaba extremadamente suelto. Bruno Zapata, por otra parte, era delgado y bajo, con el pelo muy corto y lleno de dibujos alusivos al futbol. Vestía el traje amarillo de los reos que pasaban las noches en la cárcel y tenía pies y manos esposados. A pesar de los cargos en su contra y de los seis días que llevaba en prisión, se mostraba confiado y reía de manera burlona ante cada intento del abogado querellante por demostrar su culpa en ese horrible asesinato.
Su contraparte, Marta, la tía de la pequeña, era una mujer de unos cuarenta años, macilenta y demacrada, que estaba sentada detrás de un frío escritorio, hecha un manojo de nervios. El hombre que la acompañaba, un joven delgaducho que más que un abogado parecía un descuidado adolescente metido en asuntos de adultos, leía y leía el montón de papeles que tenía entre sus manos, tomando notas ocasionales de las palabras del abogado de Bruno y atreviéndose a formular un par de preguntas desafortunadas que terminaron siendo objetadas por el juez.
Era evidente la gran diferencia entre él, defensor público, y su letrado oponente.
Detrás de ambos, entre el público y la prensa, Luisa Salazar observaba la situación con desconfianza. Su estado anímico había pasado de la incredulidad a la indignación e, incapaz de seguir soportando tanta injusticia, se puso de pie, pasó a empujones entre la gente amontonada detrás suyo y salió de la sala haciendo eco silencioso de las protestas y pifias de otros que, como ella, gritaban a los cuatro vientos su molestia por el drástico cambio en el caso que los congregaba.
Los pasillos de la Corte de Justicia estaban colmados de gente que esperaba saber algo de lo que ocurría dentro de la sala y de periodistas que no alcanzaron a entrar a cubrir la noticia y aguardaban a la salida de los protagonistas con la intención de obtener una primicia. A Luisa le costó trabajo pasar entre los micrófonos, cámaras y celulares que intentaron sacarle alguna declaración sobre el proceso, lo que aumentó su ofuscada frustración. Entendía el afán periodístico de informar, pero a su juicio, le parecía que la prensa montaba un verdadero aparataje circense sobre una situación tan delicada como la muerte de una menor, pasando a llevar incluso la intimidad de los familiares de la pequeña.
Dentro de los que se encontraba ella.
La madre de Rubí, Débora, era prima de Luisa por parte de padre, pero su lejana relación las mantuvo distanciadas desde que ambas abandonaron la niñez. Esto se acrecentó al saber de la drogadicción de esa mujer y la rápida e inexorable decadencia hacia la que la arrastró Bruno. Cuando Marta intentó hacerse con la tuición de la niña, Luisa y otros familiares la acompañaron y apoyaron, pero debieron alejarse ante la violencia del círculo cercano a la pareja: una banda de malnacidos que impregnaban las calles de violencia y drogas. No les quedó más remedio que recurrir a la ley e intentar que la policía les ayudara a sacar a la pequeña de ese ambiente malsano, sin embargo, la burocracia del aparato judicial hizo que el trámite demorara tanto que no alcanzó a salir la sentencia antes de que Rubí falleciera en manos de su propio padre.
Y eso era lo que más dolor le causaba a Luisa.
Agotada y superada por el estrés de la jornada, se alejó de todos y caminó hasta un banquillo junto a la ventana. Sin importarle nada, se dejó caer en él, se tomó la cara con ambas manos y rompió en un lastimero llanto de impotencia que se extendió por mucho tiempo y que solo cesó a eso del mediodía cuando el barullo de la gente llegó a sus oídos.
Se puso de pie con los ojos hinchados de tanto llorar. Su ropa ancha y desabrida ocultaba el físico atlético modelado por años de practicar artes marciales. Lo único que siempre le hacía resaltar entre las demás personas eran sus expresivos y penetrantes ojos verdes enmarcados por una melena negra y semi ondulada que jugueteaba caprichosa alrededor de su rostro. Era atractiva y ella lo sabía, pero prefería no hacer gala de las bondades con las que la había dotado la naturaleza y la genética, con tal de pasar lo más desapercibida posible.
Sabía que esa timidez contrastaba con lo que era su pasión: la actuación. Sin embargo, prefería pasar su vida entre papeles secundarios y de baja figuración a sobresalir y exponerse a la atención de más gente que la poca que mantenía en su vida.
Aunque la indignación contra el maldito cerdo que venía saliendo de la sala con una sonrisa victoriosa y confiada, provocó que se olvidara de todas sus reticencias y partió a encararlo sin importarle pasar por entre el enjambre de periodistas que lo rodeaban. Lo único que quería era gritarle a toda boca el desprecio que sentía por él.
No obstante, bastó que Bruno deslizara por un segundo su mirada hacia ella para hacerla frenar en seco y llenarse de rubor como si la hubiera pillado haciendo algo malo. Él pareció notar su turbación y, mientras proseguía su camino escoltado de su abogado y los amigos que habían ido a buscarlo, arrastró a las cámaras y los micrófonos hacia la salida, no sin antes lanzarle un descarado beso y guiñarle un ojo.
Luisa sintió que le flaqueaban las piernas. Estuvo a punto de perder el equilibrio y desplomarse lánguida sobre el suelo. No podía dar crédito al nivel de desfachatez de ese sujeto y el bochorno pronto dio paso a un enojo ciego y salvaje que se incrementó cuando vio salir a Marta y el resto de los familiares de la pequeña Rubí.
Mientras escuchaba los lamentos y exclamaciones de protesta de ese pequeño grupo de personas que rápidamente se vio rodeado de periodistas, una idea surgió en la mente de Luisa.
Al cabo de unos minutos salió del edificio con un objetivo claro y preciso.
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