Florecer

 


Javier era distinto a los jóvenes de su edad. Introvertido, le costaba mucho trabajo entablar amistad con sus compañeros de la escuela. Prefería la silenciosa compañía de los árboles o las plantas del jardín antes que socializar con otros muchachos.

Es que él era especial. Sus padres lo descubrieron cuando apenas tenía cinco años. Siempre estaba enfermo, por lo que pasaba en constante vigilancia, incluso mientras dormía. Pero una noche, cuando fueron a verlo a su cama, el pequeño Javier no estaba. Lo buscaron con desesperación por cada una de las habitaciones de la casa y no lo encontraron hasta que se les ocurrió salir al patio.

Entonces lo vieron.

Les costó trabajo asimilar aquella imagen y debieron acercarse para descubrir que era real. La madre fue la que se arrodilló en el césped, mientras el padre se quedaba atrás, mirando todo con escepticismo primero y un punzante rechazo después.

Javier estaba envuelto por largas hojas de pasto que se enrollaron en él, a la vez que distintas flores formaban una especie de nido con sus tallos para acunarlo.

Y el pequeño dormía plácidamente.

Ese fue el primero de una serie de episodios que ninguno de los dos supo explicar. Plantas y árboles parecían reaccionar a los estados de ánimo de Javier. Cuando él lloraba, las hojas y pétalos caían como en el otoño; cuando se enojaba, las ramas se movían igual que si las azotara un feroz vendaval. Hasta las flores marchitas parecían reverdecer cuando él las estaba de buen humor.

A medida que crecía, su afición por la vida vegetal lo llevó a interesarse en la biología, en especial en la botánica. Llenó su habitación de recortes e información de plantas y árboles de distintas partes del mundo, y en el patio empezaron a aparecer más y más maceteros, botellas, latas o lo que fuera que encontrara para plantar cuanta semilla o tallo llegaba a sus manos.

Tuvo muchos problemas con su padre, ya que se oponía con obstinada firmeza a que podara el jardín. Cada vez que lo veía buscando la tijera o la máquina de cortar pasto, salía corriendo a gritarle que no le hiciera daño a sus amigas, que ellas sentían dolor cuando las cortaba. Estos berrinches inexplicables le valieron más de alguna bofetada que no se convirtieron en palizas porque la madre se apresuraba a intervenir. Aunque los berrinches aumentaron en violencia a medida que el niño crecía, llegando una vez a derribar a su padre de un empujón.

El incidente no pasó a mayores porque el hombre alcanzó a darse cuenta de que raíces y ramas se abrieron camino hacia él, arrastrándose por el cemento como si desearan alcanzarlo. Cuando las vio, se puso de pie de un salto y se le heló la sangre al descubrir que lo habían rodeado por completo y cada tallo parecía una mano que lo señalaba de forma amenazadora. Seguro de que era Javier quien provocaba aquello, decidió ocultar lo mejor que pudo su terror e ir a resguardarse dentro de la casa.

 Esto inició una serie de aireadas discusiones entre los padres, hasta que el matrimonio acordó que el niño necesitaba ayuda psicológica.

Pero nada cambió en los venideros años de terapias. Javier seguía adorando su jardín y en muchas oportunidades llegó a estropear a propósito las herramientas de su padre, el que ya no se atrevía a confrontarlo. Gracias a esta seguidilla de episodios y las abiertas diferencias de carácter y criterio de sus progenitores, la relación de la pareja se enfrió hasta desembocar en un lento y tortuoso divorcio.

La madre se quedó con el muchacho y se enfrentó a la difícil tarea de cuidar sola de un preadolescente tan singular.

Desde la separación, las cosas cambiaron bastante para Javier. Se volvió todavía más introvertido, aunque mantuvo unas aceptables calificaciones en el colegio. Era un buen alumno y su madre se sintió aliviada de poder dedicarse a trabajar, segura de que su hijo cumpliría con sus responsabilidades. Incluso llegó a cancelar el tratamiento psicológico, ya que nunca pareció conducir a nada.

Ni siquiera se dio cuenta de que su jardín jamás volvió a necesitar mantenimiento. El césped se mantuvo siempre del mismo largo, las ramas de los árboles no necesitaron ser podadas y las flores parecían radiantes durante todo el año.

Lo que no sabía, era que ese no se trataba del único jardín de Javier. Al salir de la escuela, pasaba a un sitio eriazo que quedaba de camino a casa, un enorme potrero que se extendía hasta las faldas de un cerro precordillerano. Allí, en el corazón de un frondoso bosque de boldos y maitenes, el muchacho tenía un refugio siempre verde en el que pasaba largas horas sumergido en la espectacular variedad de flores silvestres que crecían hasta alcanzar tamaños inimaginables, con colores magníficos que abarcaban toda la gama del arcoíris.

Árboles, plantas, pasto y hasta los interminables ejércitos de insectos que vivían en ellas, parecían escucharle con atención mientras les contaba de su jornada escolar y lo que había aprendido en clases.

Pero, con todo y lo diferente que era de los demás, las tumultuosas aguas del amor juvenil llegaron a su corazón cuando cumplió quince años. En plena época de descubrimiento, se sintió flechado por un compañero de su curso, uno de los muchachos del equipo de futbol, alto, moreno, de ojos de un profundo azul y muy popular entre las chicas. Al principio, cuando se dio cuenta de la atracción que sentía hacia otro hombre, entró en un feroz conflicto interior. Antes de él, había llegado a entablar breves amistades con niñas de su edad, pero nunca sintió por alguna de ellas lo que ahora David, como se llamaba el muchacho, despertaba en su corazón.

La inseguridad, la vergüenza, el miedo al rechazo y el temor de que los demás se enteraran de sus sentimientos lo sumieron en una profunda depresión. Su madre se dio cuenta de que algo andaba mal con su hijo, pero él no se animó a contarle. Temía que confesar que le gustaba un compañero de su clase haría que ella se escandalizara y terminara por juzgarlo y enviarlo de vuelta al loquero.

Los días de colegio se volvieron una tortura. David se sentaba un par de bancos adelante, por lo que era inevitable que Javier se fijara a cada momento en él. Lo miraba a escondidas, sintiéndose culpable y miserable por no atreverse a hablarle.

Sus calificaciones comenzaron a bajar, ya que apenas prestaba atención a las clases, al mismo tiempo que su estado anímico iba en caída libre hacia las profundidades de la desolación. Sin embargo, ese no fue el único y más notorio cambio.

Comenzó a presentar extrañas dolencias que a veces le impedían levantarse de la cama y que se transformaron en habituales episodios de cefaleas fulminantes que se mezclaban con crisis de llanto incontrolable y ataques de ansiedad. Los médicos comenzaron a hablar de trastornos de la personalidad y lo derivaron a especialistas en salud mental, sin que la madre del muchacho pudiera concertar una cita debido a lo atiborrado del sistema de salud pública del país.

El jardín de la casa se convirtió en la representación física del estado anímico de Javier. Las flores perdieron su color y se llenaron de agudas espinas, el césped se marchitó y las ramas de los árboles se encorvaron hacia el suelo hasta parecer horribles y siniestras garras desnudas y nudosas.

Y su lúgubre estado fue replicado por toda la vida vegetal circundante. En plena primavera, casas, plazas, parques y cerros se tiñeron de gris. Las hojas se pudrían en las ramas y caían al suelo casi descompuestas. Las calles se llenaron de insectos y aves muertas por la ponzoña que contaminó a plantas y árboles por igual. La ciudad entera se marchitó en cosa de días.

La madre de Javier dejó de trabajar para atender a su hijo y se dedicó por entero a ayudarle a salir de la burbuja sombría en la que se había encerrado. Trató por todos los medios de averiguar lo que en verdad le sucedía, pero el muchacho se mostraba cada vez más retraído y no fueron pocas las tardes en las que la mujer lloró con desconsuelo por no poder comprender a su hijo.

Esto no hacía más que acrecentar la crisis que él estaba viviendo. Su mente estaba fracturada, dividida entre el lado que consideraba necesario confiar en su madre y explicarle lo que estaba pasando, y el lado que temía que lo despreciara por no ser un “hombre”. La vergüenza le impedía hablar con ella y se sentía todavía más culpable por estar haciéndole daño con su comportamiento.

Así que prefirió fingir, aparentar el nivel necesario de normalidad para que la mujer dejara de sufrir. Optó por tragarse sus pensamientos y lidiar por su cuenta con los demonios que lo dominaban. Por lo menos hasta que encontrara la valentía de huir para siempre de ellos.

Regresó a la escuela días después. Debió tolerar las miradas curiosas de los demás alumnos, quienes, pensó, de seguro ya sabían que se estaba convirtiendo en un marica. No estaba en condiciones de darse cuenta de que todo ello eran solo pensamientos suyos. Para su deteriorada cabeza, el mundo entero lo señalaba con un dedo desde que salía de su casa por las mañanas, hasta que regresaba en las tardes.

Y su corazón casi se le escapó por la boca cuando David se le acercó a preguntarle por qué había faltado tanto a clases y si necesitaba que le prestara sus cuadernos para ponerse al día con las materias pasadas.

―Te eché de menos. ―Remató antes de volver a su asiento y dejarlo temblando de la emoción.

Las cosas poco a poco empezaron a mejorar. Una tímida amistad surgió entre los dos muchachos, lo que ayudó de manera considerable a estabilizar el ánimo de Javier. Comenzaron a visitarse uno al otro, primero solo para intercambiar cuadernos y estudiar juntos para las pruebas que se avecinaban. Luego, por la mera idea de juntarse a conversar.

David resultó ser por completo diferente a como se mostraba en la escuela. Su careta de chico rudo y seguro de sí mismo ocultaba a un muchacho sensible y tímido que encontró en Javier a su confidente perfecto. Los dos se complementaron de una manera única y la vida volvió a la ciudad ahora que las sombras de la depresión parecían quedar atrás.

Y, al mismo tiempo que los colores vívidos regresaban a los jardines y bosques colindantes, floreció una débil chispa que ambos trataron de ignorar hasta que comenzó a ganar fuerza. Cuando terminó por convertirse en una llama incontenible, se atrevieron a aceptar lo que sentían el uno por el otro y por primera vez se dejaron llevar por la atracción que los rodeaba.

Aunque concluyeron que lo mejor era guardar el secreto, por lo menos hasta terminar el año.

De todos modos, el resto de sus compañeros se dio cuenta de la cercana relación entre ellos y algunos, en especial los miembros del equipo de futbol, hicieron correr rumores maliciosos y comentarios hirientes entre la comunidad estudiantil. Los recreos se volvieron sesiones de burlas e insultos baratos por la evidente complicidad que existía entre los dos, en tanto que los profesores hacían oídos sordos y preferían no entrometerse.

Una tarde, durante el descanso entre las clases de Ciencias Sociales y Matemáticas, David no lo soportó más. Encaró a los muchachos que los molestaban y admitió frente a toda la escuela que eran pareja. Hubo un largo rato en el que se vieron enfrentados a las silenciosas miradas de sus compañeros, tan hirientes como sus insultos, que solo se vio interrumpida por el timbre que anunciaba la hora de volver al salón.

El resto del día estuvo lleno de tensión hasta que al fin terminó la jornada y David y Javier se apresuraron en tomar sus cosas para irse a casa. Después de todo, la declaración de su amor surtió el efecto de un bálsamo reparador. Sentían que se habían sacado un enorme peso de encima y por primera vez se atrevieron a tomarse de la mano mientras se alejaban de la escuela. Esa tarde, Javier había decidido mostrarle su atesorado jardín secreto y emprendieron de buena gana el camino hacia los terrenos baldíos en la periferia de la ciudad. Hacía mucho tiempo que ninguno de los dos se sentía tan lleno de vida.

Hasta que una piedra le dio con fuerza en medio de la espalda.

Un grupo de cinco muchachos se acercaba a ellos gritándoles todo tipo de insultos y amenazándolos con quitarles la homosexualidad a golpes. David ayudó a su amigo a ponerse de pie y se interpuso con autoridad entre él y sus atacantes, enfrentándolos con determinación e increpándolos a pelear uno contra uno si en verdad eran tan valientes.

El que estaba al frente del grupo aceptó el desafío, se quitó la mochila y se lanzó a la carrera sobre él. Con su atolondrado ataque no consiguió asestar golpe alguno y un certero puñetazo en la boca del estómago lo tumbó de rodillas. Javier llegó en el acto junto a David y le pidió que se fueran, que eso había sido suficiente, lo que pareció ser aceptado por las partes en disputa.

Excepto por el chico que recibió el golpe, el que esperó a que los dos muchachos se alejaran unos pasos para coger la misma piedra que antes había lanzado sobre Javier y ahora arrojarla hacia David, con tal puntería que dio de lleno en su cabeza.

El muchacho se desplomó casi en el acto y el descontrolado atacante aleonó a sus compinches para que terminaran la golpiza que habían prometido.

Javier apenas alcanzó a cubrir con su cuerpo a su amigo antes de que les cayera encima una lluvia de patadas, puñetazos y escupos. Explosiones de dolor estallaron en su cabeza, costillas, piernas y brazos, y se horrorizó al sentir que la sangre en su boca le dificultaba respirar.

Comenzó a llorar. Era un llanto de desesperación e impotencia, silenciado por los golpes que se ensañaban con él. Y cuando pensó que moriría en ese lugar, algo extraño ocurrió.

La rama de un viejo árbol se desprendió del tronco, pero quedó enredada entre las hojas y ramas más tiernas, lo que provocó que se columpiara hacia adelante con la fuerza de un ariete.

Y de un solo golpe mandó a volar a los abusadores sin que ninguno lograra protegerse.

Por un instante, los siete muchachos estuvieron en el piso, quejándose y retorciéndose de dolor por los golpes recibidos. Sin embargo, el instinto de supervivencia fue más fuerte en los dos agredidos y Javier se puso de pie antes que los demás, ayudó a David a levantarse y emprendieron la huida como pudieron, movidos por la desesperación más que por la fuerza de sus piernas.

Ambos se encontraban magullados y ensangrentados, pero el estado de David era alarmante. La sangre corría copiosamente desde la herida en su nuca y manchaba ya toda su camisa. Sus ojos enrarecidos eran lo que más preocupaba a Javier. A pesar de que se movía y reaccionaba a sus palabras, parecía ausente y avanzaba a tropezones.

Sin embargo, escuchar gritos enardecidos a sus espaldas fue suficiente para que encontraran la forma de apurar el paso. Si sus atacantes los alcanzaban, ya no tendrían cómo escapar.

Aunque a Javier se le ocurrió una manera.

Cuando llegaron a los terrenos que daban hacia el cerro y sus bosques, el muchacho desvió su camino y se internó en los pastizales. Sabía que si lograba llegar hasta su jardín secreto, estarían a salvo. Pero para ello debían recorrer los cerca de cien metros cuesta arriba desde la calle hasta la primera línea de árboles y las piedras ya comenzaban a caerles encima. Era cosa de tiempo para que los alcanzaran.

Toda luz de esperanza se apagó cuando recibió un horrible golpe en la cabeza y cayó cuan largo era entre la maleza.

Se sumió entonces en un escalofriante ir y venir. Era como si entrara y saliera de una pesadilla. A ratos estaba despierto por completo y lograba cubrirse la cara de los golpes. Otras veces se veía a sí mismo en medio de un hermoso jardín bañado por la dorada luz del atardecer. El cambio de un lugar a otro era acompañado por un desgarrador sentimiento de angustia.

En uno de esos instantes de dolorosa consciencia se percató de que David no hacía el menor esfuerzo por defenderse. Su cuerpo entero se sacudía por la violencia con la que era golpeado y su rostro ensangrentado estaba inclinado hacia un costado, sin mostrar la menor reacción. A tientas, Javier buscó la mano de su amigo, del único y primer amor de su vida, pero solo logró rozar sus dedos antes de que una feroz patada lo obligara a alejarse.

Javier quiso gritar, pero fue acallado a golpes. Sin embargo, un rugido insondable emergió desde la tierra y aumentó hasta convertirse en un estruendo ensordecedor. Los atacantes se detuvieron al oírlo y taparon sus orejas con ambas manos, aterrados.

Pero ya era demasiado tarde.

En un abrir y cerrar de ojos, delgadas raíces escaparon de la tierra, se enredaron en sus piernas con inimaginable velocidad y los derribaron. Sus alaridos no pudieron ser escuchados porque la maleza que los rodeaba se metió con endiablada rapidez por sus bocas, narices y oídos.

Todavía estaban vivos cuando fueron desgarrados en pedazos y tragados por la vegetación.

Libre al fin, Javier se arrastró hacia el cuerpo inerte de su amigo. Las fuerzas le fallaban, pero la hierba lo cargó con delicadeza y le ayudó a llegar junto a David, donde lloró con amargura sobre su fugaz amor.

Los bosques sintieron su dolor y un silencioso lamento se extendió hacia el horizonte en los brazos del viento. Las hojas de los árboles se volvieron amarillentas y cada flor de la ciudad se cerró hasta convertirse en un sencillo capullo.

Y el bosque estiró sus brazos de madera y hojas para llevarse a los dos enamorados hacia sus profundas entrañas, donde los envolvió en su manto verde y los ocultó para siempre del mundo que los rechazó.

En medio de aquel mausoleo vegetal, como únicos testigos de lo que ahí ocurrió, crecieron dos hermosas flores de pétalos blancos como el alba, ocultas en ese jardín secreto al que solo las aves y los insectos sabían cómo llegar.

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