La Decisión

 


A veces me gusta detenerme a mirar a la gente, a contemplar su comportamiento mientras van y vienen, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, en sus propios mundos, sin preocuparse mayormente por aquellos que se topan en su camino.

Por ejemplo, la mujer que espera a que el semáforo cambie a verde para cruzar la calle, apenas está pendiente del tráfico, porque su cabeza parece estar en otra parte, quizás incluso a varios cientos de kilómetros, tal vez en las inundaciones en La Calera o en la reforma tributaria que planea llevar a cabo el Presidente Petro. Incluso es probable que esté pensando en el Mundial, vaya uno a saber. En Colombia, hombres y mujeres son igual de aficionados al fútbol y, como la selección no clasificó a Qatar, muchos han puesto sus esperanzas en Messi y su última oportunidad de ganar el trofeo con su selección y traerlo así de vuelta a Sudamérica. Ella, vestida con unas ajustadas calzas, taco alto y una chaqueta de tela, de seguro acaba de salir a almorzar y va a algún lugar de comida rápida para aprovechar al máximo su tiempo de colación.

A su lado, sin siquiera reparar en la mujer, un repartidor de Rappi espera a cruzar con su bulliciosa bicimoto ya bajando de la vereda, con la rueda delantera asomada de forma peligrosa hacia el caudal de automóviles que atraviesan la Avenida 100 con atolondradas e imprudentes maniobras que rayan en la locura. Debe tratarse de un venezolano, la gran mayoría de los repartidores lo son, aunque es difícil asegurarlo a simple vista. Parece estar apurado, puede que tenga un pedido metido dentro del enorme bolso cuadrado que lleva en su espalda. Va a aprovechar la primera oportunidad que tenga para acelerar a fondo y pasar entre los vehículos, casi sin mirarlos, seguro de que alcanzará a llegar a la otra vereda antes de que alguno lo embista, sin inmutarse por el coro de bocinazos que despertará con su temeraria acción.

Solo unos pasos más atrás, una pareja de hombres conversa animadamente tomados de la mano. Uno es casi una cabeza más alto que el otro y los dos tienen una apariencia tan vigorosa y varonil, que el anciano que está junto a ellos los mira de forma extraña. Lo más probable es que él, de unos 60 o 70 años, se aferre todavía a los anticuados y machistas prejuicios contra las parejas del mismo sexo y tenga la idea de que todos los homosexuales son como aquellas representaciones caricaturescas y ridículas que el cine han mostrado por años. Se nota que los ve con desconfianza, casi con repulsión, algo en que la pareja de enamorados no repara en lo absoluto. Eso me hace creer que ellos llevan una relación de bastante tiempo, después de haber superado el rechazo de gran parte de la sociedad, hasta de sus familias, y lo que el resto de las personas puedan pensar de su relación y su sexualidad los traer por completo sin cuidado. Viven su vida y su amor de forma abierta, lo que es incomprensible para ese enclenque anciano que los sigue mirando con gesto de desaprobación.

Una familia llega a sumarse al grupo. Son cuatro: mamá, papá y dos niñas que no deben superar los 10 años, idénticas hasta en su forma de vestir. Las gemelas van al centro, flanqueadas por ambos adultos. Hace unos meses se viralizaron noticias de secuestros de menores en distintas partes de Colombia y ellos, padres responsables y protectores, tomaron en serio las recomendaciones de las autoridades y permanecen pendientes de las pequeñas, sin soltarles las manos en ningún momento y a una prudente distancia del repartidor de Rappi. Desde la aparición de los infames motochorros, sin importar la nacionalidad de esos hombres, todo aquel que monte una moto o bicimoto de reparto es mirado con desconfianza.

Los últimos en llegar a esa esquina son dos sujetos, uno, el que viste traje formal y lleva gafas de sol, tiene un maletín de cuero en la mano, zapatos relucientes y una cuidada cabellera peinada hacia la derecha. A pesar del calor del mediodía, parece estar preparado para afrontar la era del hielo, con un grueso abrigo y una bufanda a tono con el resto de su tenida. Un par de pasos más atrás, otro hombre, de pelo muy corto, barbilla recta y firme, mira de reojo a todos a su alrededor. En su chaqueta negra se nota el bulto de la pistola que lleva en la cintura y que está entrenado para desenfundar con la velocidad del rayo para saltar a proteger al hombre que debe ser su jefe, el tipo de traje, de cualquier posible atentado contra su vida, algo bastante usual en Colombia. Con toda seguridad, ese sujeto debe ser alguien de mucha importancia. No un político, eso está claro. Un político no andaría a pie por una calle tan transitada como la Avenida 100 sin una enorme comitiva siguiéndole los pasos. Así que debe tratarse de un empresario, un hombre al que su poder y dinero lo han convertido en un apetitoso blanco de mafiosos y delincuentes, hasta el punto de necesitar un guardaespaldas personal cuidándolo en todo momento.

Esas once personas no intercambian más que alguna fugaz mirada durante su tiempo juntos. Se limitan a esperar con paciencia a que pasen los largos segundos que le toma al semáforo volver a poner la luz roja para los vehículos y la luz verde para los peatones. El fuerte tráfico de esas horas no permite que ninguno cruce antes de tiempo, ni siquiera el hombre de Rappi, y eso me da tiempo suficiente para decidir. No es nada fácil, pero trabajo es trabajo. Jamás he dudado al respecto ni he permitido que mis sentimientos o impresiones interfieran con él, por mucho que deseara hacerlo. Después de todo, por algo fui escogido para hacer esto y nunca he titubeado siquiera.

Así que hago lo mismo de siempre: cierro los ojos y dejo que mi corazón elija. Cuando los vuelvo a abrir, veo todo con claridad y parto a hacer lo que solo yo puedo hacer. Me aproximo disfrazado de viento hacia un conductor que se acerca a toda velocidad a la esquina. Conduce un vehículo de carga vacío y se nota cansado, lo cual es propicio para mis intenciones. Tal vez viene de terminar un largo turno de noche y ahora se dirige con prisa a su hogar. O quizás recién conduzca hacia su trabajo. Como sea, su agotamiento es la herramienta que necesito para hacer cumplir mi propósito.

El hombre ha visto que el semáforo cambió ya a amarillo y empieza a bajar la velocidad porque parece consciente de que no alcanzará a pasar antes de que llegue a rojo. Calculo que tiene el tiempo y la distancia suficientes para detenerse en el cruce peatonal. Siento pena por él, por tener que involucrarlo en mi misión, pero la decisión ya está tomada. Por mucho que aquel hombre tenga la capacidad de reaccionar con rapidez, requiero que por esta vez no lo sea.

Llego junto a él y me introduzco en la cabina de su vehículo sin que alcance a notar que estoy a su lado. Uso mis dones para adormecer su cerebro y hacer que sus ojos se sientan muy pesados al parpadear. Con eso basta para que desvíe levemente su trayectoria y tarde más de lo normal en pisar el freno y corregir su curso. Cuando logra hacerlo, es demasiado tarde. Los dos hombres que cruzaban de la mano están justo delante de su vehículo y solo uno de ellos alcanza a reaccionar para no ser arrollado por el vehículo. El otro es golpeado con tanta fuerza que cae casi tres metros más allá y azota su cabeza contra el asfalto de forma brutal.

Ahora me acerco a él. Está aterrado, pero no siente dolor. Lo que le asusta es la reacción de las demás personas, en especial del hombre que ama, el cual ya está de rodillas a su lado, llorando a mares, sin saber qué más hacer. Es una verdadera lástima, sin embargo, es necesario. Es parte de la vida, parte de la naturaleza misma de la inmortalidad del alma.

Cuando su cuerpo material deja al fin de funcionar y su espíritu no tiene más remedio que abandonarlo, al fin puede verme. Lo recibo con los brazos abiertos, conmovido por su fragilidad. Él, ya en la forma etérea de su esencia primitiva, me reconoce de inmediato y asume con resignación su nuevo estado dentro de la existencia. Entonces lo acojo con cariño y lo guio por los caminos evolutivos hacia el Reino del Padre. Lo veo partir más allá de esta realidad y luego regreso a la Tierra, a seguir con mi labor, dando cumplimiento al Mandato Supremo mediante el cual fui designado desde la Caída del Hombre como Azrael, el Ángel de la Muerte.


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