Caída Libre
Lo pensé una vez más, igual que los últimos días. Era un pensamiento recurrente, una imagen reconfortante, demasiado tentadora como para resistirme por mucho tiempo más. Me paré a mitad de camino de la pasarela que cruza la NQS de este a oeste, miré el atiborrado tráfico de esas horas —las 8 de la mañana de un lunes en Bogotá es la hora más caótica de toda la semana—, me cercioré de que ningún otro peatón estuviera pendiente de mí y esta vez no me detuve: me encaramé a toda velocidad por encima de la baranda, sin el menor rastro de vacilación, cerré los ojos, tomé una gran bocanada de aire y me dejé caer sobre la interminable fila de vehículos que me aplastarían sin siquiera darse cuenta. Pero en el instante en que mis dedos se separaban del frío metal de la baranda, me invadió un miedo insoportable que hizo que toda mi decisión y voluntad de desaparecer se esfumaran. Después de desearla y pensar tantas veces en ella, al verme expuesto al vacío sentí un primitivo pavor ante la real p