Caída Libre

 



Lo pensé una vez más, igual que los últimos días. Era un pensamiento recurrente, una imagen reconfortante, demasiado tentadora como para resistirme por mucho tiempo más.

Me paré a mitad de camino de la pasarela que cruza la NQS de este a oeste, miré el atiborrado tráfico de esas horas —las 8 de la mañana de un lunes en Bogotá es la hora más caótica de toda la semana—, me cercioré de que ningún otro peatón estuviera pendiente de mí y esta vez no me detuve: me encaramé a toda velocidad por encima de la baranda, sin el menor rastro de vacilación, cerré los ojos, tomé una gran bocanada de aire y me dejé caer sobre la interminable fila de vehículos que me aplastarían sin siquiera darse cuenta.

Pero en el instante en que mis dedos se separaban del frío metal de la baranda, me invadió un miedo insoportable que hizo que toda mi decisión y voluntad de desaparecer se esfumaran. Después de desearla y pensar tantas veces en ella, al verme expuesto al vacío sentí un primitivo pavor ante la real posibilidad de morir.

Me revolví como pude en el aire y estiré mis brazos para sujetarme con desesperación. Solo para descubrir que la distancia entre la pasarela y yo se multiplicaba a una velocidad pasmosa.

Cerré los ojos y, más que empujar con mi cuerpo, empujé con estas renovadas ganas de vivir, esta necesidad de aferrarme a la vida que nunca antes había sentido. Empujé contra la gravedad y contra todas las leyes de la física para acercarme de nuevo a la pasarela, esperando sentir de nuevo la baranda, sin respirar, con cada músculo de mi cuerpo en su máxima tensión.

El tiempo pareció detenerse en ese instante terrible. No estaba cayendo, estaba seguro de que casi estaba en el mismo lugar, apenas moviéndome hacia el vacío. Esta inexplicable lentitud aumentaba la sensación de arrepentimiento, frustración, pánico y desilusión por estar tan cerca de salvarme a mí mismo y tan lejos a la vez. Todos esos sentimientos se convirtieron en un absoluto terror al mover mis dedos en el aire y no tocar nada. La baranda no estaba a mí alcance. Estaba condenado.

Ansiaba tanto lograr salvarme, que comencé a imaginar que mi mano volvía a coger la baranda. Me concentré hasta que pude notar la textura rígida y helada del metal que la componía, a sentir cómo mi palma se amoldaba a su forma cilíndrica y mis dedos se enrollaban en ella. Disfruté del alivio que aturdió al pánico y de la seguridad que terminó por expulsar todo rastro de temor cuando mi otra mano también encontró el ansiado asidero.

Llegué a sentir el quejido de mis músculos al jalar de mí con todas sus fuerzas hasta llevarme de vuelta a la baranda. Mis sentidos se habían disparado, era capaz de escuchar el roce de la tela de mis pantalones cuando levanté primero una pierna y la pasé por encima del fierro superior, seguida rápidamente por la otra. Percibí con total claridad el ruido de las suelas de mis zapatillas al entrar en contacto con la superficie de cemento de la pasarela y el suspiro de alivio que escapó de mi garganta tronó dentro de mi cabeza cuando volví a estar sobre suelo firme. Incluso podía escuchar la respiración agitada del anciano que estaba ahí, solo unos pasos más allá, mirándome con inquietud. Y conseguí oír sus palabras antes de que las pronunciara:

—Lo que sea que te llevó hasta ahí, de seguro tiene arreglo, muchacho.

Claro que tenía arreglo, ahora lo sabía. Estaba tratando de escapar de un error de la manera más cobarde que podía existir. Esta era la salida fácil, la forma de evadir cualquier responsabilidad y consecuencia de lo que había hecho, cuando lo correcto era que les hiciera frente, que encarara los fantasmas del pasado y aceptara lo que fuera que estuviera por venir.

Así que tenía que volver. Debía regresar con mi familia mientras aún estuvieran ahí. Lo demás lo solucionaría poco a poco, un día a la vez, después de todo, ¿no era ese el verdadero modo de vivir la vida?

Había tenido un matrimonio feliz por más tiempo del que en realidad podría haber merecido, ¡llegué a tener una hija, por el amor de Dios! Era hermosa, la representación física de mis más fantásticas fantasías. La adoraba con toda mi alma y sabía que ella me amaba también, lo veía en sus ojitos marrones, en su sonrisa radiante. No era justo que la abandonara de esta manera.

Y mi esposa, ella era… ¡simplemente magnífica! Fue mi salvación durante varios años, la salida a la vida de mierda que llevaba, el escape de las sucias y húmedas calles. No había noche que no pensara en todo la porquería que dejé atrás gracias a la mujer que dormía a mi lado.

Que las cosas se hubieran torcido era solo porque mis demonios regresaron a buscarme y me encontraron. Viví muchos años una vida que no era mía y el pasado se encargó de recordármelo. Los fantasmas volvieron a reclamar lo que era suyo: mi alma, mi cordura, mi paz. Intenté resistirme, pelear contra ellos, pero eran demasiado fuertes, mucho más que antes. Sembraron mi cabeza con ideas sombrías y escalofriantes, retorcieron todo y me llevaron de vuelta al lodazal que llegué a ansiar jamás pisar otra vez.

Aún así, la perfecta vida que llevaba no pareció desmoronarse del todo. Sí, recibió una fuerte sacudida y por un instante sus cimientos estuvieron a punto de hundirse, pero resistieron. Resistieron mucho más de lo que habría llegado a imaginar. Resistieron tanto que me permití sentir algo de optimismo. Quizás, solo quizás, los fantasmas no serían capaces de arrebatarme todo. Una parte, de seguro, aunque no todo. Quedaría algo con qué sostener la familia que construí.

Tenía que regresar a mi pequeño lugar del Paraíso y cerciorarme de que se encontrara todavía firme y fértil para seguir cultivando lo que por años pensé que era imposible. Debía regresar a mi hogar, esa era la esperanza a la que me aferraba ahora, por la que podría correr sin detenerme hasta la casa, nuestra casa. Bajaría a toda velocidad por la pasarela hasta el inmundo rincón que compartían vagos y drogadictos, ocultos bajo las sombras de los gruesos pilares de concreto que sostenían el puente peatonal por el que circulaban cientos, tal vez miles de indolentes peatones día a día, caminando con la mirada perdida, indiferentes por completo a la miseria que encontraban a su paso.

Esta vez sería yo quien pasaría sin mirarlos, cruzaría junto a ellos, todo lo rápido que mis piernas pudieran llevarme, sin detenerme aunque tuviera que pasar por encima de alguno, y seguiría a toda velocidad hasta llegar a la esquina de la 32 con la 17. Ahí tomaría a la izquierda, donde debería estar el puesto de arepas que alimentaba a los hambrientos trabajadores obligados a abandonar sus camas de madrugada para atravesar media ciudad en busca del sustento de sus familias. Seguiría corriendo, jadeando por la poca costumbre de hacer ejercicio y los muchos años fumando de día, tarde y noche; de seguro sentiría dolor en las rodillas, quizás incluso en las caderas, pero no pararía de correr, lo haría como cuando era un chiquillo y pensaba que el mundo tendría siempre el mismo sabor a caramelo y pan de bono.

Dos cuadras más allá estaba la pastelería que tanto le gustaba a mi hija. A estas horas ya estaba abierta y con una buena cantidad de clientes esperando poder comprar un pan, un buñuelo o cualquier otro amasijo que desayunar en el Transmilenio. Pero podría darme unos minutos para pasar por unas rosquillas o un pastel de queso, de esos que tanto le gustan —aunque mi esposa detesta las frituras—, así tomaríamos desayuno juntos, igual que en los viejos tiempos, sin importar que ellas no probaran bocado alguno.

Después cruzaría por el pequeño parque de la 32, donde ya unos cuantos doglovers estarían paseando a sus perros, tiritando de frío mientras sus mascotas se tomaban su tiempo para decidir cuál era el mejor lugar para depositar sus heces recién horneadas. Los dejaría atrás sin siquiera mirarlos, no como cuando pasábamos por ahí con mi familia y tanto mi esposa como mi hija sucumbían a la tentación de acariciar a cualquier tierno cachorro que aceptara de buena gana sus exageradas exclamaciones de ternura.

Apenas un poco más allá estaba el humilde edificio de dos pisos donde teníamos nuestro hogar. Casi podía ver su fachada descuidada, con la pintura de muros y puertas cayéndose a pedazos, rezumando antigüedad y miseria. Tendría que luchar con la oxidada chapa de la reja exterior, la que llevaba casi un año poniendo problemas para permitir que la llave entrara con facilidad, luego abrir la puerta del primer piso, seguir derecho por el pasillo hasta las escaleras, subir al segundo piso y al fin estar frente a nuestro departamento.

Y una vez que abriera esa última puerta, me encontraría con mi familia. Ambas estarían en el mismo lugar en el que las dejé al salir, el mismo lugar en el que llevaban varios días.  El olor ya era demasiado notorio, aunque eso a mí no me importaba. Las vería tan hermosas como siempre, tan hermosas como la última vez que hablamos, cuando las cosas se salieron de control y los fantasmas de mi pasado se presentaron una vez más en mi vida, en mi cabeza.

Tendrían la piel muy blanca, aunque perfectamente limpias, de eso me encargué al salir. Mi esposa seguiría sentada en el sofá, aparentando estar dormida, y mi hija descansaría todavía en su cama. Volvería a rociar perfume sobre ellas y limpiaría cualquier secreción o mancha que ensuciara sus rostros.

Igual que cada mañana, arreglaría el cabello de mi esposa. Me acercaría a ella con cuidado y ordenaría los mechones rebeldes que insisten en salirse de su lugar.

Sin embargo, estaba seguro de que esta vez las cosas serían diferentes. Esta vez ella abriría los ojos, me miraría directo a la cara y diría algo… Algo brutalmente cierto, algo que cambiaría todo.

¿Pero qué?

En ese momento lo supe. Su rostro se iluminaría con la sabiduría de la muerte, abriría su boca muerta, la boca que silencié el día en que le rebané la garganta con un cuchillo y luego fui al dormitorio de nuestra hija a acallar su llanto para siempre.

Y escucharía sus palabras:

—Te estamos esperando.

Esa imagen horrenda me hizo abrir los ojos. Volví de golpe a la realidad, una realidad en la que la pasarela estaba cada vez más lejos de mis manos, una realidad en la que el ruido del tráfico se hacía ensordecedor. Una realidad en la que el tiempo había seguido su curso, mis dedos jamás llegaron a la baranda y nada fue capaz de detener mi caída.

Me estrellé con violencia contra el pavimento. Un fulminante estallido de dolor se extendió por todo mi cuerpo y luego desapareció. Mis sentidos se nublaron de inmediato, por lo que apenas pude reconocer el estridente sonar de bocinas y motores que se acercaban a mí desde todas direcciones a la vez.

Y, de pronto, todo se volvió oscuridad.


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