En la Frontera


 

La tensa monotonía de los primeros días muy pronto se convirtió en rutina. Llegamos a Iquique en un Hércules durante la madrugada del 7 de enero. Yo venía en el vuelo número 1, junto al resto de la tripulación de misiles portátiles que enviaron desde Quintero a reforzar las unidades del norte. Desembarcamos en total silencio, con el mínimo de luz y nos repartimos con nuestras cosas en los cinco camiones que nos esperaban junto a la pista. En un par de horas ya habían llegado las unidades de cañones, las que de inmediato trasladaron los sistemas de 35 milímetros a los hangares de la base área. Después de ello, tuvimos una rápida reunión con el comandante de la agrupación de defensa antiaérea, en la que se nos mostró el área donde seríamos desplegados, los principales objetivos a defender, la información de inteligencia sobre el enemigo y la principal amenaza a la que nos enfrentaríamos: las incursiones de comandos peruanos y los temibles helicópteros MI-35.

Terminada la reunión, procedimos a prepararnos, cargar nuestros equipos tácticos y de supervivencia en los mismos camiones que nos trajeron y esperamos. Casi una hora más tarde, cuando el sol ya se había asomado por la cordillera, apareció el General Soto junto al capellán católico para darnos la última charla antes de partir y pedirle a Dios que nos protegiera en todo momento.

—Su función será netamente disuasiva —explicó Soto con tono grave cuando el sacerdote terminó su plegaria—, pero deben ser conscientes de que existe la muy cierta posibilidad de que haya algunos enfrentamientos. Si eso pasa, protéjanse en todo momento, cuiden al hombre que tienen al lado y apéguense a los procedimientos que han practicado por años en sus unidades. No queremos mártires innecesarios.

Después de que se retirara y cuando todos nos alistábamos a partir, se nos ordenó mantener la posición. No nos explicaron los motivos. Solo se nos envió a las carpas que instalaron con anterioridad en el Campo de Parada de la base, donde pasamos el resto del día tirados en nuestros catres de campaña, sin más instrucciones que estar atentos al cambio de alerta.

Y esta situación contribuyó al nerviosismo de todos, en especial porque el Grupo de Guerra Electrónica había cortado todas las señales civiles al interior de la base y solo funcionaban los canales encriptados con los que Iquique mantenía comunicaciones con Santiago y los hombres ya desplegados en el desierto.

La alerta Rojo 2 llegó a eso de las doce de la noche. Algunos nos habíamos quedado dormidos esperando y otros, los más viejos, estaban ya en pie y se encargaron de hacer que todos reaccionáramos a la brevedad. A la unidad de misiles portátiles nos separaron del resto del grupo y nos llevaron en camiones de vuelta al avión. Las órdenes habían cambiado, se nos explicó al embarcar, nos íbamos de inmediato a una pista alternativa a solo dos kilómetros de la frontera norte, desde donde tendríamos que trasladarnos a los puntos marcados en los GPS que nos entregaron, solo con un misil, nuestros fusiles y equipamiento para sobrevivir por tres días. Nos informaron que durante la noche siguiente nos harían llegar tres misiles a cada posición y alimentación para otros siete días. No dijeron nada sobre la fecha de repliegue.

Aterrizamos en una polvorienta pista de tierra en medio de la nada y, sin que el avión detuviera sus motores, debimos trasladar nuestros equipos a unos camiones de Ejército que nos esperaban listos para partir. Ni siquiera hubo tiempo para presentaciones, nos separaron por tripulaciones y partimos de inmediato hacia el norte. Viajábamos tres grupos por camión, doce personas en total, en un absoluto y tenso silencio que solo se rompía cuando llegábamos a un punto de defensa y los hombres designados tenían que bajar con todas sus cosas lo más rápido posible, sin siquiera alcanzar a despedirse antes de que continuáramos con nuestro camino.

Así fue como llegamos a un radar aeronáutico emplazado sobre un cerro a solo tres kilómetros de la frontera con Perú. Los operadores civiles del radar habían sido reemplazados por personal de la Fuerza Aérea, al igual que los guardias de seguridad. A lo lejos, en las faldas del cerro, acampaba una patrulla de infantería que nos ofrecía protección desde el exterior del perímetro de las instalaciones. Bajo las órdenes del Suboficial Velasco, el más antiguo de los operadores de misil, una pareja se encargó de instalar el puesto de tiro portátil y el único misil de guerra que llevábamos, mientras la otra pareja se preocupaba de armar las carpas en las que viviríamos hasta que nos ordenaran regresar.

Ya habían pasado quince días desde entonces. Los representantes de los dos países seguían con los alegatos en la Corte Internacional y nosotros manteníamos nuestras posiciones, aislados del resto del mundo, acostumbrados ya a las insípidas raciones de combate y a asearnos por partes para no malgastar agua. Solo recibíamos noticias gracias a los operadores del radar, un sargento y un cabo que mantenían comunicaciones con el Puesto de Mando en Iquique a través del teléfono seguro que tenían dentro de la pequeña caseta en la que pasaban los días. De vez en cuando la patrulla de infantes nos iba a visitar y charlábamos un rato. Pero los sucesivos cambios de alarma, que subían y bajaban repentinamente, nos tenían a todos en un permanente estado de tensión y alerta. No podíamos descuidar nuestras áreas de vigilancia, mucho menos después de ver un MI-35, uno de esos tanques voladores, merodeando la frontera dos días atrás.

—Si desplegaron un grupo de comandos, ya los habríamos detectado —dijo el Teniente Jara, el comandante de la patrulla de infantes, cuando le preguntamos si habían visto algo más que el helicóptero—. Tenemos más gente apostada cerca de la frontera. No hay forma de que lleguen hasta aquí sin que lo sepamos.

Eso nos dio un poco de tranquilidad. Nuestros infantes estaban bien equipados y sabíamos que eran varias patrullas, tanto de Ejército como de la Fuerza Aérea, las que formaban la primera línea de defensa ante un eventual ataque.

Nosotros éramos la segunda.

El camión con las provisiones que debía haber llegado al segundo día, lo hizo dos días más tarde. Nos abasteció de agua y alimentos, pero hubo un problema con la logística y no trajeron los demás misiles que nos correspondían. Velasco, ofuscado, le alegó al oficial que venía a cargo, pero él, un teniente que no debía tener más de 25 años, le dijo que eso era todo lo que enviaron desde Arica y que preguntaría qué pasó con los misiles y trataría de traerlos en el siguiente viaje.

—No voy a mentirle, suboficial, estamos tan colapsados, que no sé cuándo venga de nuevo por estos lados —dijo antes de subirse al camión y regresar por donde había venido.

Velasco insistió por equipo de comunicaciones durante días, incluso pidió a los operadores del radar usar el teléfono encriptado para llamar al Puesto de Mando y solicitar de forma urgente más misiles, pero siempre obtuvo la misma respuesta:

—Tenemos problemas con la logística, suboficial. Se los enviaremos a la posición en cuanto sea posible.

Después de mandar al carajo a un coronel y sacarle en cara que tenían los mismos años de servicio, pero que mientras él estaba en medio del desierto, sucio, cansado y durmiendo en un saco de dormir, el coronel lo hacía en una cómoda oficina, tomando café y jugando a la guerra frente a la pantalla de un computador, cortó de golpe y regresó con nosotros.

—No nos van a mandar más misiles. Este será todo lo que tendremos, así que más nos vale no fallar si es que llegamos a disparar.

Mantuvimos el sistema de turnos de ocho horas que instauramos para aprovechar mejor los descansos durante los días siguientes. Nos acostumbramos a dormir con las botas puestas y el fusil al lado, siempre atentos a las comunicaciones. Llenábamos los cascos con agua para asearnos cuando podíamos y nos habituamos a esas mazamorras gringas que nos enviaban para comer, las dichosas raciones de combate que parecían existir solo en dos sabores: guiso de pollo o pollo con verduras. Por suerte, el radar contaba con un pequeño baño que nos esforzamos por mantener operativo para las seis personas que lo usábamos a diario.

No había un solo día en que no pensara en mi familia. Imaginaba a mi esposa y a mi hija de cinco años sentadas frente al televisor, pendientes de alguna noticia de lo que pasaba en el norte, de seguro acompañadas por mi suegra. Cada noche les enviaba un beso antes de dormir y hacía lo mismo al despertar. Añoraba tanto tenerlas cerca, que de vez en cuando derramaba alguna lágrima solitaria sin que mis compañeros me vieran. Lo único que quería era que esto terminara pronto para volver junto a ellas.

El día 20 llegamos por primera vez a Rojo 1, el grado de alerta más alto. Desde el radar se nos informó que los F-16 despegaron de Iquique debido a que dos MIG peruanos salieron de la Base La Joya hacia Tacna. Por radio se nos ordenó estar atentos ante una posible incursión por nuestro sector de vigilancia y los infantes se tomaron el tiempo de avisarnos que avistaron tropas a pie merodeando la frontera.

—Bueno, Suárez —dijo Velasco—, tú tienes mejor vista, así que yo me quedo en las comunicaciones y tú busca a esos aviones. Ustedes preparen sus fusiles —ordenó a los dos cabos que formaban la otra pareja de operadores—. Mejor estar listos por si es que hay que usarlos.

Como sargento, llevaba ya casi quince años operando este tipo de misiles, por lo que estaba tan habituado a su sistema de búsqueda y disparo, que acepté encantado. Después de tanto tiempo entrenando con nuestros propios aviones o con el simulador, al fin me encontraba en una situación real, ansioso de entrar en acción, y corrí a ubicarme en el sillín del trípode sobre el que estaba instalada la plataforma de disparo, el conjunto de miras y el misil propiamente tal. El puesto de tiro era un sistema de defensa sencillo, liviano y flexible, con capacidad de operación nocturna y tanta movilidad que podíamos ubicarnos casi en cualquier lugar, como cerros o edificios, e incluso en barcos y helicópteros. Contábamos con 6 kilómetros efectivos de alcance en la horizontal y casi 2 en la vertical, los que, sumados a la altura en la que nos encontrábamos emplazados, aumentaban casi quinientos metros. Y el sistema de guiado calórico del misil lo hacía virtualmente infalible. Una vez que era disparado hacia un objetivo, tenía 98% de probabilidades de dar en el blanco. Esa era lo maravilloso de la tecnología “tira y olvida”. El problema era que solo contábamos con un misil. Tenía una única oportunidad de derribar cualquier posible aeronave enemiga que llegara hasta nuestra área de responsabilidad, antes de quedar indefensos por completo. Pero confiaba en que no fallaría cuando llegara el momento de apretar el gatillo. Estaba seguro de no fallar.

Sin embargo, al sentarme en el puesto de tiro y apuntar la mira hacia el horizonte, me di cuenta de que estaba temblando y las manos me sudaban.

—Los principales enemigos de la defensa antiaérea son los helicópteros, los aviones de ataque a tierra y apoyo cercano y los comandos. —Era lo que dijo el especialista en inteligencia en la reunión que tuvimos al llegar a Iquique, una eternidad atrás—. La flota peruana está desactualizada, pero sabemos que lograron sacar a vuelo ocho helicóptero MI-35 y cuatro aviones SU-25. Con ellos pueden dar buena cobertura a las tropas de comandos, si deciden avanzar hacia Arica. Los MIG son un caso aparte. Por sus capacidades y armamento, esos aviones están casi a la par de nuestros F-16, por lo que tendremos que confiar en nuestros pilotos para que los intercepten y obliguen a bajar al alcance de los sistemas antiaéreos. El problema es que están equipados con misiles que pueden ser disparados desde casi cuarenta kilómetros de distancia, por lo que podrían abrir fuego contra blancos estratégicos sin siquiera cruzar la frontera. Aunque es poco probable que lo hagan, no podemos descartar la posibilidad.

Y en ese momento, veinte días después, por primera vez en mis veintidós años en la Fuerza Aérea, sentí el peso de saber que éramos un blanco fácil y sin la menor defensa ante un ataque de larga distancia. Ni siquiera veríamos venir el misil que acabaría con nosotros. Solo sentiríamos el impacto y nada más. Jamás volvería a casa. Mi hija tendría que crecer sin su padre.

—320°, 150 kilómetros. —La voz de Velasco me sacó de mis pensamientos.

Él estaba de pie detrás de mí, con el equipo de comunicaciones en la espalda y los auriculares en los oídos. El desierto producía interferencia en la comunicación entre los terminales de datos y los radares de búsqueda de objetivos, por lo que dependíamos solo de la transmisión de órdenes por voz desde los directores de tiro desplegados a seis kilómetros de nosotros, los que complementaban los puntos vacíos que los radares aeronáuticos no alcanzaban a ver.

El puesto de tiro contaba con una arandela graduada en su base, sobre las tres patas que lo sostenían. Bajo la supervisión de Velasco, giré la pequeña plataforma de lanzamiento hasta que la aguja de metal apuntó hacia la dirección que nos informaron por radio y esperé, mirando hacia el horizonte a través del cristal de la mira. Pasaron largos segundos antes de recibir la siguiente comunicación.

—10°, 103 kilómetros.

Apunté en esa dirección. La claridad del cielo me hizo sentir todavía más indefenso. Era cerca de mediodía, el sol estaba casi encima de nuestras cabezas y todo se veía demasiado brillante como para detectar la pequeña silueta de un avión de combate en medio de la inmensidad del horizonte. Sin embargo, al hacer un barrido vertical, capté algo que me heló la sangre.

Varios camiones peruanos se habían detenido peligrosamente cerca de la frontera y un buen número de soldados desembarcaron a toda carrera, mientras los infantes chilenos se apresuraban a tomar posiciones defensivas.

—Mi suboficial, mire… —Señalé con un dedo lo que estaba viendo y Velasco me dio unos golpecitos en el hombro.

—Sigue pendiente del cielo, Suárez. —Su voz sonó fría, demasiado fría en realidad—. Que los infantes hagan su trabajo. Nosotros nos preocupamos del nuestro.

Tenía razón, sabía que sí. Para eso estaban entrenados esos hombres, para detener las incursiones enemigas por tierra. Sin embargo, eso no era para nada tranquilizador. Los aires de guerra se sentían demasiado cerca y por mi cabeza pasaron tantas cosas, tantos miedos, que me hicieron estremecer. De reojo vi que los dos cabos, ambos sentados en el suelo con los fusiles en las manos, compartían mi incertidumbre. Lo vi en sus rostros, no fue necesario que dijeran nada.

Solo bastaba una pequeña provocación para que las cosas se salieran de control.

—3°, 87 kilómetros.

Los MIG todavía estaban lejos para disparar. El radar aeronáutico era un objetivo que batir y nosotros estábamos junto él. La única oportunidad de tenerlos en la mira sería que los F-16 los obligaran a descender por debajo de los 3 kilómetros. A esa altura no lograrían lanzar sus misiles y tendrían que entrar a nuestro rango de alcance para soltar una bomba encima del radar.

En esa situación, sería todo o nada. O los derribo antes de que nos destruyan o…

—5°, 55 kilómetros. Ya vienen.

Sí, venían. Estaban por entrar al rango de efectividad de sus misiles, todavía muy lejos de la frontera y del área en la que nuestros aviones podrían actuar. No era necesario que se acercaran mucho más, podían eliminarnos desde allá, sus pilotos podían borrarnos del mapa con solo presionar un botón, sin que alcanzáramos a defendernos, sin que alcanzáramos siquiera a sentir la explosión. Nunca más volvería a casa, nunca más vería a mi familia. Todo llegaría a su fin en un parpadeo.

—6°, 41 kilómetros.

¿Y si no nos atacaban? ¿Y si daban media vuelta antes de cruzar la frontera? ¿Y si eso pasaba y yo activaba y disparaba el misil mientras todavía estuvieran en territorio peruano? Tenía tantas dudas, tantos miedos, que comenzaba a faltarme el aire. Me sofocaba en medio de un mar de temores, sentía que me fallaban las fuerzas, que se me aceleraba el pulso y que la vista se me nublaba. Podía fallar, tanto si lanzaba el misil demasiado pronto, como si lo hacía muy tarde. Si cometía un error en la puntería o si presionaba el disparador antes de tiempo…

Las tropas de tierra, por su parte, se habían ubicado frente a frente. Solo unos cuantos metros separaban a los militares de ambos países, todos ellos con una rodilla en el piso y sus armas apuntando a sus enemigos, esperando la orden de abrir fuego.

—5°, 29 kilómetros.

Saqué cuentas: los aviones estaban a solo 26 kilómetros de la frontera. Era cosa de segundos para que llegaran a nosotros. No teníamos la posición de los F-16, pero era lógico pensar que estaban cerca, merodeando el cielo en la misma tensa espera, con los MIG ya en sus sistemas de mira, aunque atados de manos, dependiendo de que ellos fueran los primeros en disparar para poder contestar el fuego.

La paz, la delicada paz entre ambos países, pendía de un hilo. Bastaba solo una llamada desde Santiago o desde Lima para que todo se fuera al carajo.

—Cualquier guerra a gran escala en Latinoamérica debiese durar, como máximo, una o dos semanas. —Recordaba la clase del Coronel Urrutia, cuando asistí a un seminario de geopolítica organizado por la ANEPE—. Ningún país de este lado del mundo es capaz de solventar un conflicto por más tiempo porque no tienen los soportes logísticos necesarios para ello y porque sus arsenales están lejos de los parámetros operativos óptimos. Todo se resolvería en una guerra relámpago, donde los bandos beligerantes pondrían sus esfuerzos y recursos en dar un certero primer golpe. La guerra, señoras y señores, terminaría tan rápido como habría de empezar. Las bajas serían tan numerosas que obligarían a buscar una salida diplomática. Los políticos, sin siquiera haber estado en el frente, definirían los términos y condiciones de la paz, firmarían un tratado que de seguro sería supervisado por Estados Unidos, y se dedicarían a reestablecer las relaciones diplomáticas a la brevedad, mientras nosotros todavía estaríamos enterrando a nuestros soldados caídos.

—377°, 45 kilómetros —dijo de pronto Velasco y me hizo volver a la realidad.

Pero algo no cuadraba.

—¿45 kilómetros? Recién estaba a 39…

—Eso dijeron del puesto de mando. —Él también se notaba confundido, aunque alerta—. Sigue atento.

Obedecí en silencio, conteniendo la respiración mientras apuntaba en la dirección indicada. De pronto tuve una corazonada y bajé la mira para ver hacia la frontera.

Las tropas peruanas se movilizaban de nuevo. Estaban subiendo a sus camiones, siempre bajo la mirada expectante de los infantes chilenos.

—372°, 63 kilómetros. Se están alejando. ¡Esos malditos se están devolviendo!

Dejé escapar el aire de mis pulmones en un sollozo involuntario. Aseguré la plataforma del puesto de tiro y me levanté del sillín para mirar hacia el norte, donde los militares enemigos comenzaban a replegarse sin haber disparado un solo tiro.

—Bajaron la alerta —dijo de pronto Velasco, con evidente alivio—. Ahora estamos en Rojo 2.

Eso significaba seguir en los puestos y listos para reaccionar en un tiempo máximo de 30 minutos. El riesgo de ataque seguía existiendo, pero el peligro ya no era inminente, por lo que me permití albergar un cierto optimismo.

—Los F-16 se devolvieron a Iquique —anunció uno de los operadores del radar, parado en la puerta de la caseta. Lo dijo con una animada sonrisa—. Lo único que sigue volando son los aviones de alerta temprana.

Todos los que estábamos ahí intercambiamos miradas y acordamos silenciosamente contener cualquier esperanza de regresar. Los MIG se habían devuelto a su base, pero eso no significaba que no pudieran despegar de nuevo. Que los militares peruanos dejaran la frontera también podía ser solo un movimiento más en la partida de ajedrez que jugaban los comandantes de nuestros ejércitos.

—Mantenemos los turnos —ordenó Velasco, recobrando la seriedad—. Suárez y yo vigilamos, ustedes vayan a descansar.

Los cabos obedecieron sin chistar y el operador de radar se encogió de hombros y volvió a su caseta. Retomamos nuestra rutina y seguimos en ese mismo cerro por otros cuatro días antes de que se nos indicara que la alerta bajó hasta azul, lo que significaba repliegue total. Solo cinco horas más tarde vimos a la distancia que un camión se aproximaba. Los infantes se acercaron a despedirse poco antes de que el vehículo llegara a nuestra posición y nosotros, que ya habíamos desmontado el campamento y el puesto de tiro, fuimos a estrechar las manos de los operadores del radar, a darles las gracias por todo y a desearles un pronto retorno a sus hogares.

—Que tengan buen viaje, mi sargento. —Se despidió el que estaba a cargo cuando al fin subimos nuestras cosas al camión y emprendimos el regreso por el sinuoso camino que bajaba del cerro.

Viajamos en silencio, haciendo el trayecto inverso al del primer día, recogiendo a las demás tripulaciones al pasar por sus posiciones, para llegar una vez más a la pista alternativa donde estaba posado un Hércules. Esta vez, con los motores apagados.

Al anochecer ya nos encontrábamos de vuelta en Iquique, se nos dio el tiempo de guardar los equipos y tomar una buena ducha antes de pasar a cenar. Recién en ese momento nos reencontramos con el resto de los operadores que habíamos viajado desde Quintero. Algunos bajaron de peso, otros subieron, pero todos veníamos con el pelo largo y los uniformes empolvados, a pesar de que intentamos limpiarlos para entrar al casino. Fueron inevitables los abrazos y los efusivos saludos después de casi un mes sin vernos.

Pero nadie habló de lo sucedido durante el tiempo desplegados en el desierto. Nos sentamos a comer en silencio, exhaustos, sin prestar mayor atención a lo que mostraba el televisor instalado en la pared más alejada del casino, donde el noticiario mostraba los resultados del campeonato local de futbol, como si nada anormal hubiera pasado.

A la mañana siguiente, después del desayuno, se nos ordenó formar otra vez en el Campo de Parada. El General Soto, en compañía de un séquito de oficiales, nos agradeció por el esfuerzo, por la dedicación y el profesionalismo con el que respondimos a nuestro deber militar. Habló de la vocación, de la camaradería, del espíritu de cuerpo y el profesionalismo de los hombres y mujeres de la Fuerza Aérea, de lo orgulloso que estaba de nosotros y de lo contento que estaba el Comandante en Jefe con los resultados del despliegue. Era solo un discurso protocolar, palabras que no tenían mayor sentido para nosotros, que lo único que deseábamos era regresar pronto a nuestros hogares y soportamos de mala gana los casi quince minutos que duró su charla.

El regreso no ocurrió hasta el día siguiente. Volvimos en el mismo orden de vuelos en el que llegamos y, al aterrizar en Quintero, el coronel de la base nos recibió con otro vacío discurso de felicitaciones y halagos. Lo único realmente importante fue que a todos nos dio tres días libres para descansar y reponernos del agotamiento físico y mental que soportamos en el desierto.

Cuando al fin se nos permitió ir a casa, tomé mi mochila llena de ropa sucia y partí casi a la carrera, ansioso de volver a abrazar a mi esposa y a mi pequeña hijita, quienes me recibieron con tanta alegría que los tres nos pusimos a llorar en la puerta, tal como ocurrió en tantas otras casas donde las familias volvían a reencontrarse después de semanas de estar incomunicados.

Aquella noche dormimos los tres juntos. Desperté cuando mi esposa apareció junto a la cama con una bandeja con café y tostadas con palta. Ella y mi hija me miraron con gesto divertido mientras devoraba el desayuno y rieron de buena gana por mi cara cuando descubrí que era la una de la tarde.

Fue por ella que supe que la Haya había sentenciado que la frontera entre Chile y Perú debería ser modificada de forma inapelable. En sus propias palabras “ellos no ganaron mucho y nosotros no perdimos mucho”. Ambos presidentes anunciaron que aceptaban el fallo y con eso la noticia pasó con rapidez a un segundo plano y luego fue desvaneciéndose hasta ser reemplazada por cosas más importantes, como los artistas confirmados para el próximo Festival de Viña.

Y cuando pasaron los tres días de descanso y volví a ponerme el uniforme para ir a trabajar, ya no quedaba el menor rastro de lo cerca que estuvimos de una nueva guerra contra nuestros vecinos del norte. Solo quedaban los recuerdos de lo ocurrido durante esas semanas y los ocasionales sueños en los que me encontraba sentado en mi puesto de tiro, esperando el ataque de un avión que sabía que jamás vería venir.

Con el pasar de los meses, incluso eso quedó atrás. 


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