Causa y Efecto
Las nubes negras se acercaban y los primeros rayos ya golpeaban el horizonte con sus ecos atronadores. Apenas pasaba de mediodía, pero el pueblo entero se había teñido con los grises tonos del invierno de ese frío año 1983, sumiendo todo en una lúgubre penumbra.
Para Guillermo, quien llevaba diecisiete de sus treinta años de vida en la calle, esto significaba que debía apresurarse a buscar refugio o los demás vagabundos tomarían los mejores lugares y se vería obligado a pelear por un espacio donde guarecerse de la lluvia. Esa era la ley de la calle, algo que a él nunca le importó, pues no estaba en sus manos cambiarla. Simplemente se adaptó desde el mismo día en que escapó del reformatorio donde estuvo recluido por asesinar a su pequeña hermanita, cuando era apenas un muchacho de trece años.
Recordaba ese episodio con total indiferencia, tal como hacía con cada uno de los sucesos de su vida. No había remordimientos en su memoria porque consideraba que lo que hizo en esa oportunidad era algo que debía hacerse. Además, su visión del mundo le impedía llegar a pensar en lo que pudo haber sido. Cada hecho en su historia sobre la tierra era inalterable y Guillermo no perdía el tiempo tratando de comprenderlo ni mucho menos pensando en cómo habrían sido las cosas de haber actuado diferente. Ocurrió y ya. Obedeció a una necesidad que tenía que satisfacer.
Recordaba vagamente lo que sucedió esa lejana tarde de abril. Sabía que, hasta poco antes de ese momento, su vida transcurría de forma agradable y placentera. No podría decir si era feliz, porque no entendía el concepto de felicidad, pero sí podía decir que no había nada que le molestara. Lo que cambió por completo con la llegada de la pequeña. Habituado a tener a sus dos padres para sí solo, de pronto se vio obligado a compartirlos con un ser que demandaba mucha más atención y cuidados de los que él recibía, lo que por primera vez lo sacó de su estado de bienestar y convirtió sus días en una constante molestia. La bebé lloraba y mamá partía a atenderla. Cuando mamá estaba ocupada, papá lo hacía. Pero cuando él necesitaba algo o simplemente buscaba recuperar una parte de la atención perdida, los dos estaban demasiado cansados y no conseguía más que unos mezquinos minutos en su compañía.
Así que esa tarde se aproximó a la pequeña cuna donde dormía su hermana, en el segundo piso de la humilde cabaña familiar, la miró dormir por un largo rato, hasta que la criatura despertó y comenzó a llorar. Entonces la tomó en brazos con cuidado. El cuerpecito de la bebé le parecía lo más frágil del mundo y así la manipuló, manteniéndola pegada a su pecho para evitar que se le resbalara por accidente. Si alguien lo hubiera visto en ese momento, habría pensado que el joven Guillermo miraba a la criatura con el amor propio de un hermano mayor, sin imaginar que en realidad lo que estaba haciendo era estudiarla, observarla con detenimiento para tratar de dilucidar qué la hacía tan especial, qué la volvía más importante que él ante los ojos de sus padres, mientras se aproximaba distraídamente a la ventana.
Por un instante, la bebé dejó de llorar y estiró sus regordetas manitos hasta que sus dedos rozaron la barbilla de Guillermo, algo que él ni siquiera sintió. Había llegado a una conclusión: la pequeña era una amenaza para él, para lo que era suyo. Ya le había quitado a sus padres y era solo cuestión de tiempo para que terminara de arrebatarle todo lo que poseía. Y él no pensaba dejar que eso pasara.
Sin el menor miramiento, sin siquiera preocuparse de que alguien llegara a verlo desde el exterior, acomodó el peso de la bebé en un brazo para poder abrir la ventana y luego la arrojó hacia afuera. Se quedó un instante mirando el pequeño cadáver hasta cerciorarse de que la niña había muerto y luego fue con total calma a esperar la reacción de sus padres.
Claro que ahora no estaba tan tranquilo como en esa oportunidad.
Un fuerte trueno lo sacó de sus recuerdos e hizo que mirara al cielo amenazador con el ceño fruncido. No era el clima lo que le preocupaba. No. Era lo que había más allá del sol, más allá de las estrellas, donde unos ojos omnipotentes lo miraban desde su atalaya infinito. Él lo sabía. Lo sabía desde que era un niño, aunque nunca le importó demasiado. Pero ahora esa mirada le parecía insoportable.
—El Señor siempre nos ve. Algún día nos llamará para juzgarnos por nuestros actos. —Escuchó decir al padre Justiniano en el sermón dominical—. Y solo a los que se arrepientan de corazón se les permitirá entrar en Su Sagrado Reino.
Aquellas palabras se clavaron en los pensamientos de Guillermo. Para él, quien tenía la impresión de habitar un mundo que giraba a su alrededor, donde todos los demás no eran más que simples anécdotas dentro de su vida, la idea de ser sometido a juicio por un ser superior le provocaba escalofríos. Según su propia percepción de las cosas, solo sus acciones daban forma a la realidad, mientras que la gente a su alrededor no era más que meros reflejos de ellas. Él era la causa, los demás, el efecto.
Esta forma de ver al mundo lo hacía indiferente a las emociones de quienes lo rodeaban. Para él no eran más que respuestas —efecto—, a lo que hacía —causa—, por lo que no les daba la más mínima importancia. De hecho, era indiferente a sus propias emociones, las cuales hasta ese momento solo se resumían en dos: bienestar, cuando nada perturbaba su rutina, y molestia, cuando algo inesperado ocurría.
Y el sermón del padre Justiniano fue algo inesperado porque lo transportó hasta al día en que asesinó a su hermana, cuando pensó que la muerte de la pequeña aliviaría su malestar de ese entonces, pero ocurrió todo lo contrario: el cuerpito sin vida de la bebé terminó por robarle a sus padres, los que optaron por deshacerse de él y dejar que la policía se lo llevara, dejándolo en un permanente estado de molestia que no cesó hasta que escapó del reformatorio y se fue a vivir a la calle. Ahí aprendió que nadie más que él era responsable de su bienestar y que nadie podía impedirle satisfacer esa necesidad. Si consideraba que algo era suyo, iba y lo tomaba. Si alguien se oponía, lo sacaba del medio, aunque tuviera que teñirse las manos de sangre —cosa que había hecho en otras dos ocasiones, la primera, con una prostituta que no quiso atenderlo gratis, y la otra, con un quinceañero que se negó a entregarle un collar que le llamó la atención—, sin llegar a sentir remordimientos.
Hasta que escuchó al padre Justiniano casi por casualidad, mientras cruzaba por delante de la puerta de la capilla del pueblo, caminando hacia una descuidada plazoleta que los vagabundos usaban como baño. Recordaba haber comido un sándwich a medio morder que encontró en la basura —causa—, lo que le provocó un repentino dolor estomacal —efecto—,que le hizo apurar el paso hacia la arboleda. Pero se detuvo al oír esas palabras que despertaron viejos temores olvidados de su infancia.
¿De verdad existía alguien por encima de él?
Uno de los profesores de la escuelita a la que asistió hasta quinto básico siempre les decía a los alumnos que debían portarse bien y ser unos niños obedientes y respetuosos, porque Dios los miraba en todo momento desde el Cielo. Ese mismo profesor era quien les tiraba las patillas cuando no hacían caso en el aula o les daba de reglazos en las manos al verlos con las uñas sucias.
—Niños malos. —Los reprendía con severidad—. Dios los va a castigar.
El pequeño Guillermo, que para entonces se había hecho aficionado a cazar gatos, perros, gallinas o cualquier otro pequeño animal con la honda que encontró en el cuartucho de herramientas de su papá, solía pasar sus tardes torturando a sus víctimas de diversas formas. Primero solo las apedreaba hasta la muerte, pero luego encontró que era más entretenido ahogarlas en el caudaloso canal de regadío que pasaba por el deslinde oriental del pueblo. Para ello, las hería con su honda, luego las aturdía a palos, las metía en un saco maloliente y, con una palpitante erección, caminaba con su botín hasta el canal, silbando alguna canción de Antonio Aguilar o Salvatore Adamo, sus cantantes favoritos. Ahí ataba un extremo de una soga al saco y el otro al tronco de un árbol en la orilla, y lanzaba al desdichado animal a las turbias y torrentosas aguas, sin siquiera recordar las amenazas de castigo divino de su profesor. Porque, claro, ese profesor era un simple hombre parado frente a un grupo de niños. No tenía más autoridad que la de su puesto, nada que pudiera alterar demasiado el bienestar de Guillermo.
Pero el sacerdote era otra cosa. Él estaba frente a un grupo de adultos, hablando con voz firme y una total convicción de que sus palabras eran ciertas. Él no era un hombre cualquiera, como su antiguo profesor. Su autoridad provenía de otra parte y eso provocó en Guillermo el desagradable descubrimiento de una tercera emoción: la inquietud.
De no ser porque le urgía ir al baño, se habría quedado a escuchar el resto del sermón, parado con gesto inexpresivo en la entrada de la capilla. Pero el fuerte crujir de tripas le obligó a seguir su camino y desahogarse entre los arbustos que crecían sin el menor control junto a la plazoleta.
Cuando recuperó el dominio de su estómago y pudo volver a la capilla, la misa ya había terminado y el padre Justiniano se despedía de cada uno de los feligreses que emprendía el regreso a sus casas después de expiar sus pecados semanales. Algunos salían a caballo, otros en bicicleta, pero la mayoría lo hacía a pie, caminando incluso por el medio de la calle, aprovechando el poco flujo vehicular de un pueblo en el que solo los dos terratenientes más acaudalados tenían autos y nada más una micro rural recorría sus calles todos los días a las siete de la mañana y a las siete de la tarde.
Guillermo se quedó a la sombra de un viejo y alto álamo. Cuando el sacerdote se despidió de la última pareja en salir y regresó a la capilla, fue tras él. Necesitaba quitarse la inquietud y recuperar su bienestar.
Sin embargo, entrar a la capilla fue todavía más inquietante para la perturbada mente de Guillermo. Era una construcción sencilla, con dos hileras de bancas de madera, una a cada lado del pasillo central que conducía al altar. Los únicos adornos en sus paredes eran las catorce estaciones del Vía Crucis y, de solo verlas, se estremeció. Aquel hombre macilento que se doblaba bajo el peso de un madero demasiado grande para su enclenque figura era el Dios del que había escuchado cuando era niño, el mismo Dios al que se refería el padre Justiniano en su sermón.
El Dios que lo miraba desde el Cielo.
Claro que lo peor fue encontrarse cara a cara con el Cristo Crucificado que coronaba el altar. Lo vio cuando iba a medio camino entre las bancas y se detuvo de golpe ante la solemne imagen que ocupaba el sitial de honor dentro de la capilla. La sensación de inquietud dio rápido paso a un malestar que le quemaba las entrañas y que le obligó a bajar la mirada para esquivar el rostro sufriente de Jesús. Temía que en cualquier momento esa figura levantara la cabeza, lo mirara a los ojos y emitiera un juicio sobre su ser.
—¿Puedo ayudarte, hijo?
Las luces se apagaron y la tenue iluminación que entraba por las ventanas dio al interior de la capilla un aspecto todavía más intrigante. Guillermo levantó la cabeza, asustado —otra emoción recién descubierta—, y descubrió que era el sacerdote quien, de pie junto a la pared en la que estaba el interruptor de las lámparas, lo miraba con curiosidad.
—Yo… —balbuceó, pero, al recordar la estatua de Cristo, bajó el rostro y clavó sus ojos en los zapatos del sacerdote.
—Si tienes hambre, en un rato más abriremos el comedor comunitario. Está a un par de cuadras de aquí y puedo asegurarte que servimos una muy buena comida. Deberías ir.
Pero Guillermo no tenía hambre. Sentía otras cosas, cosas que no había sentido antes, pero hambre no. Caminó con la cabeza gacha, esforzándose al máximo por evitar encontrarse con los ojos de Jesús, los que de seguro estaban posados en él, fulminándolo como si fueran rayos. Recurrió a toda su voluntad para concentrarse en las líneas de los relucientes zapatos de cuero del sacerdote, de sus costuras firmes, la suela delgada y los cordones bien ajustados con un elegante nudo de rosa. Nada que ver con las roñosas chanclas que él usaba hacía años.
—¿De verdad…?
—¡Claro que sí! —contestó el padre Justiniano, pensando que se refería a su invitación.
Guillermo lo miró sin entender, recurriendo a toda su capacidad de concentración para no mirar otra cosa que no fuera al sacerdote.
—¿De verdad Él nos ve? —preguntó al fin y sus ojos regresaron a los zapatos del padre—. ¿De verdad puede juzgarnos?
No tuvo necesidad de mirar al sacerdote para saber que su expresión había cambiado. En una fracción de segundo pasó de la amable cordialidad con la que lo recibió a una latente autoridad sobre él. Y eso solo incrementó su molestia.
—El Señor lo ve todo, hijo. Ve incluso dentro de nuestros corazones. Por eso es importante tener fe, amarlo como Él nos ama y pedirle perdón por nuestras faltas.
—¿Y si no pido perdón? —Guillermo temió que la estatua bajara de su cruz para acercarse a él. Un lejano trueno le hizo dar un respingo y por poco soltó un chillido.
No le gustaba la idea de que las cosas escaparan de su control. Su malestar era el efecto de entrar en esa capilla y la causa de ello era el descubrir de pronto que era cierto que alguien estaba mucho más allá de él, con tanta autoridad, tanto poder, tan real que podía juzgarlo sin que ninguna de sus acciones cambiara las cosas.
Necesitaba retomar el control, volver a ser el centro de su mundo. Era vital que lo hiciera, que escapara de ese ojo omnipotente que lo reducía a una simple anécdota dentro de una vida que no le pertenecía del todo.
Y eso estaba mal, muy mal. Todo en el mundo le pertenecía, porque él era el único por completo real, no un espejismo como los demás, como debería ser ese Dios que lo miraba desde el Cielo. Él y nadie más que él tenía poder sobre otros. La autoridad de sus padres, del profesor, del sacerdote, no era más que una ilusión pasajera, mientras que él estaría aquí para siempre.
—La única forma de salvar tu alma es a través del arrepentimiento —contestó el padre Justiniano con voz temblorosa.
Pero Guillermo ya no lo escuchaba. Había decidido recuperar su autoridad.
—Sus zapatos, démelos.
El sacerdote retrocedió, intimidado por el abrupto cambio en la postura del hombre que tenía frente a él.
—Tengo un par que está en mejores condiciones. —Dio unos pasos más cuando vio que Guillermo avanzaba hacia él—. Puedes acompañarme a mi casa y con gusto te los daré.
—Quiero esos.
El padre Justiniano tropezó con el único peldaño que conducía hacia el altar y tuvo que hacer una extraña pirueta para no perder el equilibrio. Llegó dando tumbos al sagrario y en el último momento recuperó la estabilidad, justo a los pies de la estatua de Cristo.
—Muy bien, te los doy. —Levantó las manos en un inconsciente acto de autodefensa—. Te los daré aquí mismo, hijo mío. Son tuyos…
Guillermo se abalanzó sobre él a una velocidad impresionante. Empujó al sacerdote y este, al derrumbarse de espaldas, levantó una pierna sin darse cuenta y golpeó los testículos de su atacante mientras caía al suelo.
El sorpresivo dolor no detuvo al agresor, el cual, presa de un incontrolable frenesí, saltó sobre su víctima a intentar quitarle los zapatos a tirones, con lo que solo logró que el nudo de los cordones se apretara.
—¡Démelos! —gruñó igual que un animal.
Sin esperar respuesta, giró sobre el cuerpo del sacerdote y sus manos lo asieron por el cuello. Comenzó a apretar con furia —una nueva emoción que incendiaba su pecho—, indiferente a los desesperados intentos del padre Justiniano por liberarse y recobrar el aliento.
Hasta que, de forma por completo involuntaria, el sacerdote estiró sus manos y clavó un pulgar en el ojo derecho de Guillermo, haciéndolo gritar de dolor. Esto le permitió retroceder con torpeza, luchando por recuperar el aire, tosiendo y gimiendo con dificultad. Pero sus ojos se habían llenado de lágrimas, por lo que no pudo ver bien cuando su atacante regresó a él trayendo un candelabro dorado en la mano.
Nada pudo hacer para protegerse del golpe que le abrió una profunda herida en la sien y se desplomó al borde de la inconsciencia luego de soltar un quejido ahogado.
Guillermo se detuvo a contemplar lo que había hecho, jadeando. El padre Justiniano tenía la vista fija en el techo de la capilla y un oscuro charco de sangre crecía con rapidez junto a su cabeza. A su alrededor, Guillermo percibió las miradas de las figuras de los cuadros, los silenciosos reproches que llegaban desde todas partes.
Pero se forzó a ignorarlas, en especial al Cristo que pendía de la cruz, el que había visto todo lo ocurrido desde su posición privilegiada. Soltó el candelabro y se lanzó a la tarea de desatar los cordones y quitarle los zapatos al sacerdote, sin embargo, antes de que lograra calzarlos en sus propios pies, Justiniano dejó escapar un suspiro.
—Yo te perdono —dijo con dificultad y con una larga pausa entre cada palabra—. Sé que Él también lo hará.
Y no pudo evitarlo más. Levantó la mirada y se encontró cara a cara con el rostro sufriente de ese hombre clavado en la cruz. Él lo observaba, sí, pero no con reproche, ni con enojo. Lo veía con tristeza, con una pena tan profunda que caló hondo en el corazón de Guillermo.
Comenzó a retroceder, golpeado por las ideas que se formaban en su cabeza, ideas que no contenían las recriminaciones ni las acusaciones que esperaba, si no que estaban cargadas de lástima, algo que desestabilizó por completo su frágil integridad emocional. Terminó de calzarse el zapato izquierdo y salió corriendo de la capilla, atormentado por la sensación de inferioridad —un nuevo estado emocional en su extraña percepción de la realidad—, que era mucho peor que el malestar, el miedo o el recién descubierto enojo. Siempre él fue la persona que estaba en la cima del mundo, por sobre cualquier autoridad. Y ahora se veía a sí mismo reducido a un hombre más, a un hombre sometido al juicio de un ser muy superior, desprovisto de todo lo que lo hacía real.
Salió corriendo de la capilla, con sus pensamientos nublados por la multitud de voces que le enrostraban lo patético y efímero de su existencia. Corrió sin saber hacia dónde, confundido por la mezcla de emociones que se aunaban en su corazón. El ojo derecho le ardía de una forma horrible y apenas podía mantenerlo abierto, por lo que no vio un adoquín suelto en la vereda de la calle principal del pueblo y tropezó con él. Cayó al suelo cuan largo era, raspándose la barbilla, las manos y las rodillas. La gente que transitaba por el lugar se lo quedó mirando y Guillermo sintió, no, supo que ellos también le tenían lástima. Todos ellos eran reales ahora y él se desvanecía, se convertía en un espejismo, una ilusión.
Soltó un grito aterrado, se puso de pie y siguió corriendo. Corrió hasta que el dolor de sus piernas cansadas le obligó a detenerse en la entrada de la antigua estación de trenes, la que desde el Golpe quedó en desuso y ahora solo servía de asilo para vagabundos, ya que el tren de carga que seguía en funcionamiento, el cual ya se escuchaba cerca, no se detenía en el pueblo. En ese lugar se dio cuenta de que el zapato se había abierto en la punta y dejaba ver sus mugrosos dedos. Debió haber sido en la caída, pensó, aunque apenas logró oír su propia voz dentro de las muchas que poblaban su mente.
Y se le ocurrió una forma de demostrarle al mundo y a ese Dios que lo miraba con lástima que él era real, que seguía siendo lo único por completo real.
Entró a la estación y saltó a la línea del tren. La suela del zapato roto se le enredó entre las piedras que rodeaban los rieles y decidió quitárselo. Lo dejó en la orilla del andén, mientras miraba la locomotora que ya sorteaba la última curva antes de llegar a la estación. El maquinista lo vio desde lejos y comenzó a hacer sonar su potente bocina, pero Guillermo ni siquiera se inmutó. Aguardó a que el tren estuviera cerca y se paró delante de él con los brazos abiertos, sintiendo la brisa que precede a la tormenta.
—¡Yo soy real! —gritó a las voces que lo perseguían.
Porque estaba seguro de que el mundo no podía existir sin él, de que solo su presencia le daba sentido a la realidad y necesitaba demostrarse a sí mismo que esos ojos que lo observaban desde el infinito eran un simple efecto de su propio malestar, algo que Guillermo era capaz de cambiar a través de sus acciones.
Cerró los ojos al sentir la proximidad del enorme bólido de metal que iba hacia él, seguro de que nada ocurriría, de que seguiría ahí, porque él era el centro de todo, la causa de cada uno de los efectos que moldeaban el universo. Sin embargo, en el último segundo fue invadido por una nueva emoción, una mucho más potente que las demás: un miedo desgarrador a desaparecer, a dejar de existir, a verse sumido en un vacío en el que ya no podría reconocerse porque no tendría consciencia de sí mismo.
Y este miedo creció hasta superar los límites del terror en los instantes que preceden a la muerte, cuando un dolor insoportable estalló en él con un fulgor enceguecedor en medio del cual creyó ver dos profundos y colosales ojos que lo miraban con una infinita piedad, antes de que la oscuridad lo devorara por completo.
En ese momento, mientras Guillermo dejaba de existir con un breve y fugaz grito de terror que se fundió con la bocina del tren, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia sobre el pueblo.
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