El Desconocido
Cada vez que podía, pasaba un rato al
Parque O’Higgins y me sentaba en el pasto a mirar en silencio a las muchas
personas que circulaban por la Elipse y sus alrededores. Lo único que
necesitaba era mi celular cargado de música y mis audífonos para relajarme y
echar a volar mis ideas por horas.
Sin embargo, esa tarde algo inusual
interrumpió mis pensamientos, apenas unos segundos después de que mis ojos se
fijaran en un niño pequeño que acababa de caer de su bicicleta por chocar de
frente con un peatón distraído.
―Uno se siente insignificante al
pensar en las posibilidades, ¿no es así?
Un hombre estaba de pie junto a mí.
Tenía un aspecto muy descuidado, con una larga y holgada gabardina que le
llegaba hasta poco más debajo de la rodilla. Usaba unos viejos y sucios botines
que no se tomó la molestia de amarrar y solo alcancé a distinguir unos
desgastados pantalones de tela que alguna vez debieron ser marrones. La barba crecía
en desordenados e irregulares manchones de pelo por todo su rostro, mientras que
el poco cabello que todavía le quedaba había adquirido ya el plateado tono de
los sesenta o sesenta y cinco años que le calculaba.
De todos modos, tenía algo que me
resultaba peculiarmente familiar. Algo en sus ojos cansados o en su mueca de
fastidio enmarcada por profundas arrugas me hacía sentir una extraña curiosidad
que se mantenía en perfecto balance con la repulsión que su presencia me
provocaba. Como fuera, a él no parecía importarle y tenía la mirada fija en el
mismo pequeño que había llamado mi atención.
―¿Disculpe?
Sufrió una breve y casi imperceptible
sacudida al escucharme. Fue algo así como si acabara de caerle un valde de agua
fría por la espalda. Volteó su rostro ajado hacia mí con un movimiento tan
lento y forzado que contuve la respiración esperando que los tendones de su
cuello estallaran por la tensión.
―El niño ―dijo luego de un instante―.
Imaginas qué habría pasado si pudieras retroceder en el tiempo y evitaras que
chocara con ese joven.
Me quedé boquiabierto. El pequeño ya
había sido recogido por sus padres y mientras la mamá se encargaba de
consolarlo y calmarle el dolor, el papá encaraba al muchacho con el que había
chocado, echándole la culpa por el leve incidente.
Y, sí, unas fantasiosas ideas
cruzaron por mi cabeza antes de que este hombre apareciera. Que él acertara en
eso, me inquietó.
―¿Cómo…? ―Poco a poco me fui poniendo
de pie, alerta.
Él metió las manos en los bolsillos
de su abrigo y miró al cielo mientras tomaba una profunda bocanada de aire.
―Piensas si esa pequeña interrupción
en la línea temporal bastaría para provocar el cambio deseado en el futuro o si
otro suceso inesperado causaría el mismo accidente en el mismo instante en que se
suponía que debía suceder ―hizo una pausa―. Piensas también, si, de producirse
esa intervención, se crearía una “nueva” línea temporal en la que el niño no
chocaría contra el joven, pero en “esta” línea temporal no habría ningún
cambio. Crees que existe la posibilidad de que un eventual salto en el tiempo
afecte de tal manera el espacio-tiempo que podría desatarse una serie de nuevas
realidades “alternativas” a partir del momento en el que el supuesto viajero
decidiera alterar los hechos. De ser así, las posibilidades son infinitas,
tanto para si el chico llega a caer o no de su bicicleta.
Un incómodo temor oprimía mi pecho
mientras le oía hablar. Sin embargo, mi curiosidad por sus palabras era tan
fuerte que lograba mantenerme a su lado, escuchando con atención.
Porque todo lo que acababa de decir
llevaba meses rondando mis pensamientos en la forma de una etérea visión que
recién ahora se había vuelto tan concreta como para reconocerla con claridad.
―¿Quién es usted? ―pregunté con un
hilo de voz.
Todo a nuestro alrededor había
desaparecido de mis sentidos. La pareja y su hijo se alejaban en dirección
opuesta a la del joven involucrado en el accidente, mientras muchas otras
personas cruzaban de un lado a otro del parque, sin que me parecieran más que
siluetas difusas que percibía por el rabillo del ojo.
―Lo importante es aclarar quién eres
tú ―respondió con tono de misterio―. Juan Labraña, diecinueve años, puntaje
nacional de la PSU, beca completa en Ingeniería en Física, futuro prometedor…
¿Cómo podrías imaginar el desastre que estás por provocar?
Mis sentidos se dispararon al
descubrir un inquietante dejo amenazador en su voz. De manera inconsciente, di
medio paso atrás, pero entonces él puso su pesada mano sobre mi hombro y me
obligó a permanecer en el lugar.
―Tienes una de las mentes más
brillantes del siglo, muchacho. Tanto es así, que a finales de 2021 te darán
una beca de intercambio para seguir tus estudios en Harvard ―Sus ojos
permanecían fijos en los míos―. Allá llamarás la atención de la comunidad
científica internacional y en 2035 serás reclutado para un proyecto especial de
la NASA. A los cuarenta años te harás famoso por postular una nueva teoría
sobre los viajes en el tiempo y ese mismo año te casarás con Jenny, tu novia de
toda la vida, y tendrás un hijo al que llamarás Paul. Morirás de cáncer de
colon a los sesenta y siete años, solo unos meses después lo hará tu esposa,
producto de un infarto fulminante.
Intenté zafarme de él, de sus
locuras. Más que sus palabras, la extraña y demencial sombra que oscurecía su
rostro me tenía aterrado.
―Escúcheme, señor ―traté de poner
distancia entre nosotros, siendo prudente para no despertar alguna reacción
agresiva en él―, no sé quién sea, pero debo irme. Entro a clases…
―A las nueve y media ―terminó la
frase por mí―. Lo sé, lo recuerdo con claridad. No sabes todas las veces que te
escuché contar esta historia. Solo estamos a unas cuadras de la facultad de
ciencias, pero hoy llegarías tarde por primera vez en el año. No podías
desperdiciar este momento de iluminación y sufriste una feroz reprimenda por
entrar a la sala a las nueve cincuenta, exactos veinte minutos después que el
profesor Moraga.
¡Ese era el nombre del profesor de
Introducción a la Física Clásica! ¿Cómo podía saber todo eso?
―¿Quién es usted? ―pregunté, ya más
dominado por la curiosidad que por mi inicial temor―. ¿Qué quiere de mí?
Entonces me soltó. Vi sus hombros
hundirse por un inimaginable peso que aplastaba su existencia. Unas escuálidas
lágrimas asomaron a sus ojos.
―Quiero que sepas que eres un genio y
que te admiró desde el día en que nací. Pero este mundo no está preparado para
tu descubrimiento y me temo que nunca lo estará ―pareció quebrarse, vencido por
el llanto que ahogó sus palabras. Tardó unos segundos en retomar el aliento
para continuar―. Ellos se adueñarán de tu teoría y la convertirán en un arma.
La bautizarán con tu nombre y la anunciarán a los cuatro vientos como el avance
más importante en la historia de la humanidad: el Túnel Labraña, la primera
máquina capaz de transportar con éxito a un hombre a través del tiempo, además
de echar por tierra la conjetura de protección de la cronología de Hawking.
Pero su ambición no hará más que causar muerte y destrucción.
Lo vi llenarse de dudas, negar con la
cabeza un par de veces y esforzarse por contener el conflicto interno que lo
devastaba. No podía entender a ese hombre, sin embargo, algo en él me provocaba
un impensado sentimiento de lástima.
Las lágrimas rodaron por sus mejillas
cuando algo de serenidad se manifestó en su rostro. Fui vagamente consciente de
que sacaba algo de su bolsillo y lo llevaba hacia mi torso.
―Lo siento ―dijo con voz temblorosa―.
He usado tu máquina para intentar arreglar todo esto, pero cada uno de mis
viajes desata consecuencias todavía más catastróficas que el anterior. Sé que
entenderás que esta es la única y última opción que tengo para evitar el
desastre que está por venir. Por lo menos en alguno de los universos afectados
por el mal uso de tu invención.
Sentí que presionaba un objeto frío y
duro contra mi pecho y solo entonces me di cuenta de que se trataba de un
revolver.
―Lo siento, papá. No sabes cómo
desearía que existiera otro modo.
Y el sonido atronador del disparo fue
lo último que escuché antes de que todo se llenara de oscuridad.
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