El camino de la Venganza: Sacrilegio
Hubo un tiempo en que me gustaba ir a la iglesia. Pero de un momento a otro todo se fue a la mierda. No era solo por el hecho de tener que levantarme mucho más temprano de lo habitual para un domingo ni por el exasperante ritual de arreglarse para ir a soportar la eterna hora que duraba la misa. Se trataba de algo más visceral, una sensación de desagrado frente a los feligreses que se reunían en el lugar y su actitud de “todos nos queremos” y “todos somos una familia”, cuando muchos de ellos estaban tan metidos en la basura como yo. Claro que para mi madre esto no era más que una nueva reacción de apatía por mi adolescencia y tal vez por mi inestable estado de ánimo.
Después del doloroso abandono de mi padre y la serie de conflictos legales que le siguieron, caí en una profunda depresión que me mantuvo en tratamiento siquiátrico bastante tiempo. En tanto, mamá debió lidiar con los líos y trámites de la separación, mi enfermedad y todo el caos relacionado con el cambio de casa y la reestructuración de nuestras vidas.
Y así fue como llegamos a refugiarnos en la religión. Mi madre, en realidad. Yo la acompañaba más que nada porque era evidente que su estado anímico era mucho peor que el mío y quería ayudarla en todo lo que pudiera para compensarle de alguna manera todo lo que había soportado por nosotros.
—No sé qué haría sin ti, mi príncipe hermoso —me decía cuando las circunstancias nos superaban y llorábamos abrazados hasta recuperar un poco las fuerzas.
Pasamos por varias iglesias mientras encontrábamos un nuevo hogar. Cuando al fin mamá logró arrendar un pequeño departamento, comenzamos a asistir a la capilla que está a poco más de una cuadra, cruzando la calle.
Desde un comienzo me sentí incómodo, pero lo toleré lo mejor que pude. Era verano y todavía no empezaban las clases, así que el único lugar en el que me rodeaba de más jóvenes de mi edad era en la iglesia. Sin embargo, había algunas actitudes extrañas entre el grupo que componía la Pastoral Juvenil, aunque no era capaz de definirlas con claridad.
Al poco tiempo, mi mamá sugirió que me inscribiera para hacer mi Confirmación. Decía que mi tío Cristian, su hermano mayor, estaría muy feliz si le pedía ser mi padrino y estaba segura de que lo haría excelente, no como mi padrino de bautizo, al que no volví a ver desde que entré al colegio.
Yo quería a mi tío. Era un tipo bacán, alegre y entretenido, la única persona que nos apoyó durante
el último tiempo, aunque a la distancia, porque trabajaba en las minas de cobre
de la Zona Norte y viajaba a la capital una vez al mes. Después de unos días,
terminé por aceptar y lo llamé por teléfono para conversar sobre el tema. Su
alegría nos inyectó una nueva dosis de buen ánimo y al domingo siguiente partí,
todavía no muy convencido, a inscribirme en la iglesia.
Ahí fue cuando conocí al padre Raimundo.
En un principio, me pareció un hombre agradable, de sonrisa fácil, cordial y de una palpable espiritualidad. Los tres tuvimos una charla amena en la oficina pastoral, fue mi mamá la que le explicó el motivo de nuestra visita y él se mostró bastante contento de incluirme en el grupo juvenil.
—Siempre es motivo de alegría que más jóvenes busquen a Dios —dijo con efusividad y nos indicó los requisitos y papeleos necesarios para la inscripción.
Así, casi media hora después de terminada la misa, me uní al grupo de catequesis. Me despedí de mi madre con una pequeña incertidumbre. Desde que papá nos dejara, no me había separado de ella más que un par de veces. Ahora que no había clases, pasábamos todo el tiempo juntos y me inquietaba que estuviera una hora sola en la casa, a la sombra de los muchos problemas que la atormentaban.
Las primeras reuniones transcurrieron con normalidad. El grupo era bastante homogéneo, con chicos y chicas que iban desde los doce y hasta los diecisiete años, y casi todos asistían a la iglesia desde muy pequeños, así que se llevaban muy bien. A pesar de ello, me acogieron con los brazos abiertos y mi reticencia a este tipo de reuniones quedó un poco de lado. Era distinto a la catequesis de la Primera Comunión, pero pensaba que podía tolerarlo bien durante los dos años que duraba la preparación.
Me llamó la atención la confianza que había entre algunos de mis compañeros y el padre Raimundo. Había un pequeño grupito en particular que se notaba mucho más cercano al sacerdote. Con frecuencia se andaban abrazando y bromeando con suaves empujones y pellizcos que parecían jugarretas de niños pequeños.
Pero también había un par de muchachos que se mostraban apáticos y poco participativos, en especial en presencia del sacerdote. Había en ellos una expresión extraña y solían desviar la mirada cada vez que se les hablaba, permaneciendo siempre en el rincón más alejado de la sala. En cada reunión, los dos llegaban de los últimos y salían casi corriendo cuando la jornada era dada por terminada.
A la cuarta semana, la misa ya no se me hacía tan aburrida y me sentía más en confianza en la catequesis. Con algunos compañeros intercambiamos nuestros números de teléfono y hasta nos hicimos amigos en redes sociales.
En la quinta semana hubo un cambio en el horario de las reuniones. Por asuntos particulares del padre Raimundo, se cambiaron para el día sábado en la tarde, a las siete treinta, después de las catequesis de los adultos.
Para ese tiempo yo ya formaba parte del grupo más cercano al sacerdote y en más de una ocasión lo había invitado a la casa para que apoyara a mi mamá con alguna oración y palabras de aliento.
Y una tarde, cuando lo acompañamos a la puerta después de su visita, ocurrió algo inusual. Él siempre se despedía con un abrazo y un beso en la frente, para luego darme un apretón de manos y salir con sus pasos largos y ágiles hacia las escaleras del edificio. Pero esa tarde, luego de que mi mamá se entrara al departamento, se despidió con un beso en mi mejilla, demasiado cerca de la comisura de mis labios y mucho más largo que lo habitual. Me quedé ahí, congelado por la sorpresa y mezcla de emociones que me embargó, aunque a él no pareció importarle y se retiró como si no hubiera pasado nada. Pasé varias horas esa noche pensando en lo sucedido, hasta que me convencí a mí mismo de que no fue otra cosa más que un mal cálculo al momento de acercarse.
La reunión de ese sábado fue tan alegre como las demás. Entre cantos, plegarias y largas y entretenidas charlas, pasamos los temas de la catequesis casi sin darnos cuenta. Al finalizar y luego de despedirnos con una oración, el padre Raimundo me pidió que me quedara un instante para conversar conmigo.
Me sorprendió ver que los dos muchachos “solitarios” me miraron de una forma que no supe interpretar, antes de que “los cercanos” al padre les pidieran que se retiraran para ordenar la sala.
—Tomás —dijo luego de invitarme a tomar asiento—, no todos los niños del grupo están aquí porque en verdad buscan a Dios. Pero, los chiquillos y yo —señaló al grupo que barría y acomodaban sillas y mesas, aunque siempre atentos a nuestra conversación—, nos hemos dado cuenta de tu espiritualidad y queremos invitarte a formar parte de nuestra pequeña familia.
Se puso a un lado, tan cerca que podía sentir su pierna con mi hombro derecho.
—Aquí somos todos muy unidos y nos entregamos juntos al Señor —su mano llegó hasta mi cuello y unos dedos intrusos empezaron a juguetear con mi oreja—. Tenemos actividades diferentes al resto del grupo y lo pasamos muy bien. ¿Te interesa unirte a nosotros?
Giré mi cabeza para responderle y entonces me fijé en algo que me dejó sin habla: la tela de la sotana del sacerdote estaba abultada por una notoria erección.
Me puse de pie de un salto, sin poder dar crédito a lo que estaba viendo, pero el padre Raimundo solo sonrió.
—Vamos, hijo. ¿Vas a negar que te gusta? He visto cómo me mirabas desde el primer día que entraste por esa puerta. Dios estaría feliz de ver que te sientes atraído por uno de sus discípulos.
—¡Qué está haciendo! —Me sentía asqueado, engañado y aterrado a la vez. Busqué apoyo en el resto de mis compañeros, pero ellos no hacían más que reírse de mí.
—Aquí todos lo han probado ya —el sacerdote se masajeó el miembro por encima de la sotana—. No se han ido porque se dieron cuenta de que les gusta.
—¡Yo no soy gay! —grité.
—¿O sea que ya probaste? Dime, ¿a quién se la chupaste? Eso es pecado. La única forma de redimirte, hijo mío, es que se la chupes a un hijo de Dios. Mira —se arremangó la sotana y comenzó a bajarse los pantalones—, aprende de tus hermanos.
Dos muchachos fueron de inmediato hacia él y se pusieron a darle sexo oral mientras los demás miraban. Solo verlos hizo que se me revolviera el estómago y estuve a punto de vomitar. Intenté salir de la sala, pero alguien me agarró del brazo y me detuvo antes de que alcanzara la puerta.
—¡Degenerados de mierda! ¡Los voy a denunciar! ¡Déjenme salir de aquí!
—Pero, Tomás —el sacerdote le pidió a los jóvenes que se pusieran de pie—. Antes de decir nada, debes preguntarte qué hiciste para ponerme así. Fueron tus miradas, tu forma de hablarme lo que me excitó. ¿Qué crees que dirá la gente cuando se entere de que le estabas coqueteando a un cura?
—¡Yo no hice nada!
—Tengo a estos muchachos como testigos de que eso no es verdad —su sonrisa me repugnaba—. Será tu palabra contra la de nosotros. ¿Cómo crees que se pondrá tu mamá cuando sepa lo que hiciste? Piensa en ella, hijo. No la hagas sufrir más.
No supe qué decir. El mundo entero se empequeñecía a mi alrededor y las piernas me temblaban. Creía que estaba por desmayarme de un momento a otro.
—Ven, aquí le daremos consuelo a tu pena, te ayudaremos a superar tus problemas y formaremos una cadena de oración para que Dios no los desampare ni a ti y a tu madre. ¿Hay algo más fuerte que la fe en Dios? Recuerda que Él es amor y no hay nada más hermoso que el amor entre sus hijos. Ven y deja que te purifique con mi amor. Estamos aquí para ti.
El resto del grupo se me acercó y empezaron a abrazarme. En un principio traté de resistirme, pero me sentía tan débil y agotado que terminé por bajar los brazos.
—No querrás hacerle daño a la Iglesia, Tomás. Todos formamos la Iglesia, cada cual a su manera. Pero nosotros… —abrió los brazos en signo fraternal—. Nosotros consagramos nuestro amor a Dios, nos entregamos a Él mediante el cariño. Los que se van, son enemigos de la Iglesia, son gente insegura e inestable, muchachos con problemas graves que no les permitirán formar parte de la sociedad y mucho menos llegar al Reino del Padre. Tú no eres como ellos. Tú estás solo, abandonado por tu papá y con tu mamá al borde del colapso. No hay nadie más en el mundo que pueda darte el amor, el apoyo y la comprensión que necesitas. Quédate con nosotros, seamos uno en la fe y verás que Dios te dará una mano. Él nunca abandona a los puros de corazón y tú eres tan puro como el amor que te estoy ofreciendo. ¿Acaso no estás cansado de sufrir?
Sus palabras y las caricias que recorrían mi cuerpo terminaron por quebrar algo en mi interior. Después de una horrible lucha interna y sin poder contener las lágrimas que rodaron por mi rostro, mi voluntad se esfumó.
Todo cambió desde entonces. Mi apatía y desánimo volvieron con más fuerza, aunque me esforzaba a mantener las apariencias para que mi mamá no se preocupara, pero en mis momentos de soledad me derrumbaba y lloraba por horas. En más de una ocasión cuestioné mi existencia y llegué a considerar la idea de desaparecer. Sin embargo, no tenía el valor para acabar con mi propia vida y cada sábado llegaba en silencio a las reuniones, soportaba la clase y luego me quedaba con el padre y “sus elegidos”.
A contar de entonces, se dispuso la concurrencia de un sacerdote los domingos después de la misa solo para que pudiéramos confesarnos con él.
—Está bien que nos amemos, pero no podemos dejar que esto se convierta en un obsesivo pecado —argumentó Raimundo—. Confiesen con él sus deseos pecaminosos para que no contaminen nuestra fe.
Perdí el apetito y dejé de comer. Mi mamá se preocupó al verme perder peso, pero no pude decirle la verdad. Me sentía incómodo, sucio y atado de manos. Ella había mejorado muchísimo desde que nos cambiamos y no quería darle nuevas preocupaciones.
Pero todo empeoró un sábado que Raimundo invitó a un par de hombres de la catequesis de adultos. Nos dijo que ellos querían formar parte de nuestra comunidad y que debíamos purificarlos con nuestros cuerpos, así que nos ordenó desvestirnos frente a ellos. Los demás muchachos tuvieron erecciones de inmediato y los hombres se turnaron para darles sexo oral. Yo, en cambio, estaba demasiado nervioso y cohibido, por lo que debí esperar a que volvieran su atención hacia mí.
—No te preocupes, Tomás —el sacerdote le indicó a uno de los hombres que se me acercara—. Tienes otras herramientas para ayudar a tus hermanos.
Tomó mi mano y la llevó hacia el pene del hombre. Me sostuvo por la muñeca mientras me obligaba a masturbarlo e invitaba al otro sujeto para que pudiera hacérselo a él también.
Entonces alguien golpeó la puerta y Raimundo ordenó a todos que guardáramos silencio y nos vistiéramos con rapidez.
—¿Quién es?
Nadie respondió desde el exterior, pero unos segundos después tres golpes seguidos sonaron en la madera.
El sacerdote verificó que todos estuviéramos ya vestidos y fue a abrir.
Desde donde estaba, no pude ver bien lo que ocurrió. Raimundo había salido volando por los aires hasta caer con estrépito entre las sillas y mesas que estaban apiladas al fondo de la sala. Mis compañeros retrocedieron en silencio y los dos hombres se revolvieron nerviosos, sin saber qué hacer.
Entonces entró ella.
A primera vista, me pareció una especie de robot, una máquina futurista que cruzó la puerta con decisión. Cuando giró la cabeza para estudiar a cada uno de los presentes, me di cuenta de que el cabello largo escapaba por debajo de lo que debía ser un casco y así, al fijarme mejor en su silueta, tuve la impresión de que se trataba de una mujer vestida con un formidable traje que parecía ser una oscura versión de la armadura de Ironman.
—Ustedes —nos señaló con la mano—, salgan de aquí.
No lo dudé un segundo y partí corriendo. Mis compañeros me siguieron casi de inmediato y ya desde el exterior vi que esa mujer, si es que en verdad lo era, cerraba la puerta de golpe.
Y no pasó mucho tiempo para que se escucharan los gritos de terror de Raimundo y los dos hombres, en medio de un fuerte estruendo que terminó con el ruido de una ventana al romperse, seguido de un denso y absoluto silencio.
Nosotros permanecimos ahí, congelados por el miedo, sin saber qué hacer hasta que uno de los muchachos dio media vuelta y salió a toda carrera. Los demás lo imitaron y pronto estuve completamente solo en el lugar.
De alguna manera me armé de valor y eché a andar de vuelta a la sala. Cada paso parecía más pesado y lento que el anterior, pero necesitaba ver lo que había ocurrido, sin importar el miedo que me embargaba.
Me detuve junto a la puerta. Jadeaba como si acabara de hacer un enorme esfuerzo. Me obligué a calmarme y tomar una honda bocanada de aire antes de abrir la sala y ver lo que había ocurrido en su interior, esperando encontrarme con la mujer que había llegado en el momento preciso para interrumpir la pesadilla que estaba viviendo.
Y me quedé sin habla.
Había varias mesas y sillas despedazadas en el piso, además de los vidrios rotos de la ventana que daba hacia la calle adyacente a la capilla. Aunque aquello no era nada comparado con lo impactante de descubrir a los tres hombres sentados en el piso, con la espaldas pegadas a la pared y los cuellos abiertos en unas enormes heridas que no dejaban de sangrar a pesar de que ya estaban muertos.
Y, por encima de sus cabezas, sujeta por un cuchillo ensangrentado clavado en la pared, había un papel amarillento con el logo de la Fiscalía Nacional y un párrafo del extenso texto destacado con amarillo:
“… considerando la
falta de antecedentes respecto de las acusaciones formuladas en contra del
señor Raimundo Andrés Olea Rosas y no habiéndose presentado evidencia que
compruebe su presunta culpabilidad, este juzgado se ve imposibilitado de dictar
ningún tipo de sentencia en su contra, debiendo desestimar toda acusación en
contra del imputado…”
Un extraño sentimiento de libertad hinchó mi pecho. Era como si acabara de quitarme un enorme peso de encima. Miré los cadáveres frene a mí y ningún atisbo de tristeza o misericordia llegó hasta mi corazón. Al contrario, solo sentía felicidad. Felicidad y un gigantesco alivio.
No me tomé la molestia de pensar en el futuro ni en lo que ocurriría cuando se descubriera lo que había pasado. Salí de la sala y partí a casa con la tranquilidad de saber que ese grupo de degenerados ya no existía, que alguien se había encargado de cobrarles todo el mal que podían haber hecho en sus vidas.
La pesadilla había terminado al fin. Solo podía agradecer en silencio a la persona que acabó con el infierno que se había apoderado de ese lugar y sentirme afortunado de escapar de ese calvario.
Por primera vez en mucho tiempo, emprendí el camino a casa con una sonrisa.
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