El Camino de la Venganza: Justa Sentencia


La jornada de aquel día lunes había sido inusualmente agobiante. Una serie de casos de asesinatos en las calles colmaban los tribunales de periodistas y curiosos que querían conocer los detalles de los misteriosos ajusticiamientos de presuntos traficantes y pederastas que fueron encontrados sin vida bajo circunstancias increíbles.

Por todas partes circulaba el rumor de un personaje enigmático que algunos describían como un robot, otros como un astronauta del futuro y, los más fantasiosos, como un personaje salido de alguna de las recientes y exitosas películas de superhéroes. No había total acuerdo entre los distintos y escasos testigos de si se trataba de un hombre o una mujer, pero la mayoría de las declaraciones apuntaban a un ser de aspecto femenino, aunque con una fuerza y agilidad muy por sobre lo normal.

Y esa batahola llevó a duplicar la presencia policial en el juzgado y redoblar los turnos de todos los funcionarios del tribunal. Por esta razón, recién a las seis de la tarde el juez Ignacio Leiva se dirigía al estacionamiento para abordar su vehículo y emprender el camino a casa.

Leiva, un sujeto bajo, de escasa y bien peinada cabellera, llevaba un maletín lleno de documentos y caminaba con paso ágil por las piedrecillas que resonaban bajo sus zapatos a esas horas de la tarde. El sol ya comenzaba a descender por el horizonte, pero el calor del día se negaba a retirarse y Leiva se tomó la libertad de aflojarse la corbata y desabotonar el cuello de la camisa. A sus cuarenta y siete años, poco le importaba mantener la imagen de formalidad que debía proyectar en los juicios una vez que terminaba su jornada. Si bien debía seguir atento a cualquier llamada mientras durase su turno, el estar de servicio no significaba que no pudiese tomarse un respiro de la etiqueta y seriedad de su trabajo. Después de cinco años en el puesto y diecisiete años de carrera, ya se sentía en la libertad de llegar a la casa, ponerse ropa cómoda y tomarse una merecida cerveza para aplacar el calor. La mayoría de las causas que ameritaban que lo llamaran fuera de las horas normales de trabajo eran tramitables por teléfono. En muy raras ocasiones había tenido que asistir en persona a tribunales. A lo más debía citar al fiscal de turno en casos muy puntuales. Por lo demás, solo debía mantener el celular encendido, a mano y a todo volumen para evitar no escuchar las llamadas.

Esa tarde tenía previsto jugar un partido de tenis con su hijo en el club que estaba a la vuelta de la esquina de su casa y luego tener una cena romántica con su esposa. Se trataba de una costumbre que instauraron en cuanto se casaron: al menos una vez al mes dedicarse el tiempo para cenar como en sus años de noviazgo, lo que, con el transcurrir de los años, quedó fijado para el primer lunes de cada mes.

Llevaba el maletín lleno de documentos solo por la imagen que mantenía frente a los demás funcionarios. Ellos lo veían como un hombre muy profesional y trabajólico, algo que a él le gustaba. Lo que no sabían era que rara vez, solo cuando era muy necesario, revisaba esos papeles en su casa. Al principio de su carrera así lo hacía, pero después aprendió que no existía nada tan urgente como para llevar la oficina a su hogar. Todo podía esperar.

Una mujer pasó junto a él mientras buscaba las llaves del auto entre las cosas que llevaba en su bolsillo, pero no alcanzó a fijarse en ella a pesar de que lo saludó con un desabrido “buenas tardes”. Siguió su camino y fue directo al maletero, antes de rodear el precioso deportivo negro que se dio el lujo de comprar a principios de año, y acomodarse detrás del volante.

Entonces se percató del sobre que había en el parabrisas.

Dio una mirada a los alrededores y luego descendió con cautela. En más de alguna oportunidad se había dado que alguien quisiera amedrentar a un juez, fiscal o abogado con algún tipo de artefacto explosivo o algo que simulara serlo, por lo que se alejó inmediatamente del auto y llamó a gritos a los gendarmes de guardia para que realizaran el procedimiento. A partir de los últimos intentos de atentado, cada juzgado contaba con personal especialista en la desactivación de explosivos, los que se activaban de inmediato en caso de una emergencia.

En cosa de minutos, se vio rodeado de uniformados y presenció el operativo en el que dos hombres se acercaron protegidos con trajes especiales y ocultos detrás de un escudo a periciar el sobre.

Para su sorpresa, solo contenía documentos y fotografías, sin trazas de explosivos ni rastro alguno de sustancias químicas peligrosas.

Y, en medio de todo el procedimiento, Leiva alcanzó a ver algo que le inquietó.

—Gracias, gracias —se excusó con los gendarmes, evidentemente nervioso—. Olvidé que me traerían una encomienda. Como estaba ocupado, pedí que lo dejaran en mi auto. Disculpen por la falsa alarma, pero tengo tanto trabajo pendiente que ando con la cabeza en las nubes. Perdón.

Llegó hasta el oficial que tenía el sobre en sus manos y se lo solicitó con una sonrisa forzada.

—Usted conoce el procedimiento —le contestó el gendarme—. Todo paquete o sobre sospechoso deber ser aislado hasta que lo examine la policía.

—Ya le dije, no es un sobre sospechoso —el juez se veía cada vez más alterado—. Son unas fotografías familiares que pedí. Si quiere, revíselo. Ella es mi esposa.

El gendarme había visto ya las fotos mientras revisaba el contenido del sobre, pero de todas maneras le pareció sospechosa la reacción del juez. Sin embargo, para evitarse los papeleos y trámites que debía hacer para informar el procedimiento, prefirió entregárselo y retirar a su gente.

—Para la próxima vez, tenga más cuidado con las falsas alarmas.

—Lo tendré —Leiva tomó el sobre y se despidió con un gesto forzado—. Muchas gracias y disculpen.

Subió al vehículo y esperó a que los oficiales se fueran para encender el motor y salir a la calle. Fue acelerando a medida que se alejaba de los tribunales, sin darse cuenta de que ya excedía por mucho el límite de velocidad. Recién se detuvo casi dos kilómetros más adelante, cuando alcanzó a frenar para no pasarse un semáforo en rojo.

Solo entonces se obligó a calmarse. Miró el asiento del copiloto, donde había dejado el sobre, y no pudo resistirse a darle una mirada a los papeles que estaban en su interior.

Lo primero que vio fue la fotografía de una mujer, aquella que le dijo al gendarme que era su esposa, pero que en realidad era Blanca, la amante con la que llevaba una relación clandestina desde hacía cuatro años.

Claro que no había solo una. Eran cinco fotos, en todas ellas aparecían los dos, en el auto, en un motel, en un restaurante, abrazados, besándose, caminando de la mano. Se notaba que había sido vigilado por bastante tiempo sin siquiera darse cuenta.

Una serie de bocinazos le hicieron volver su atención al tráfico. Ya tenía luz verde y tiró el sobre al asiento del copiloto y aceleró para cruzar lo más rápido posible. Su casa estaba a poco más de media hora desde donde se encontraba, pero su prisa no era por llegar, si no que por hallar un lugar donde estacionarse y darle una mirada más detallada al resto de papeles.

Mientras conducía, su cabeza no dejaba de pensar en el asunto. No había recibido ninguna amenaza desde que aceptó la protección de Ernesto Castañeda, uno de los adinerados e influyentes empresarios de la ciudad que tenía otros intereses además de sus negocios lícitos y que pagaba muy bien por mantener a sus empleados fuera de la cárcel.

—Usted preocúpese de que su gente no se meta con la mía y yo me encargaré de que nadie lo moleste —le dijo la única vez que se reunieron para hablar de “negocios”.

Esa noche bebieron hasta tarde en uno de los más lujosos bares de la ciudad y terminaron por fijar un monto no negociable que llegaría a abultar mes a mes la cuenta bancaria del juez.

Pero esto era señal de que algo andaba mal. Ahora entendía que la ola de asesinatos de delincuentes y traficantes no había sido más que un mal presagio de lo que podía estar ocurriendo. Que alguien se atreviera a golpear de esa manera a los empleados de uno de los hombres más poderosos de la ciudad era una muy mala señal. Tal vez sería recomendable informar de inmediato a Castañeda para que tomara las precauciones pertinentes.

Un poco más adelante encontró un lugar donde detenerse. Eran dos calzos destinados a los clientes de una tienda que a esas horas estaba cerrada, por lo que ni siquiera se molestó de ubicarse de forma correcta entre las líneas marcadas en el suelo y detuvo su vehículo. Dio un nuevo vistazo al sobre y una horrible acidez empezó a subirle por la garganta mientras se decidía a revisar bien su contenido antes de tomar una decisión.

Y lo que encontró fue todavía peor.

Además de las fotos, había estadísticas bancarias de sus ingresos durante los últimos doce meses. Se trataba de un exhaustivo seguimiento de cada uno de los movimientos que se realizaron desde y hacia su cuenta, con un completo detalle que incluía a las entidades emisoras y receptoras de cada uno de los montos. No solo eso, la persona que se había encargado de buscar esa información se dio el trabajo de destacar a cada empresa o particular que tuviera alguna relación con Castañeda. No se necesitaba ser muy inquisitivo para darse cuenta del evidente vínculo entre ellos y que Leiva era incapaz de justificar.

Pero todavía quedaba más.

Otra serie de documentos incluían la copia de una carta de agradecimiento del Obispado Metropolitano, en donde se le agradecía por la discreción y la cooperación frente a las acusaciones de abusos sexuales contra el padre Raimundo Olea. Él recordaba bien el día que recibió esa carta y no necesitó volver a leerla para saber que las líneas que continuaban se referían al uso de las influencias del obispo para conseguirle un puesto como Ministro de la Corte Suprema cuando llegara el momento. En ella también se explicaba que el sacerdote en cuestión sería reasignado para evitar futuros problemas.

Junto a la carta estaba el acta de Tribunales que daba por cerrado el caso por falta de pruebas contundentes y una lista de cada una de las víctimas que acusaban al padre Olea de las más despreciables aberraciones. Eran doce jóvenes en total, de entre once y diecisiete años, entre quienes aparecía resaltado el nombre de la única víctima fatal asociada al caso.

También aparecía destacada su firma al pie del documento.

Tragó saliva y pasó a la siguiente hoja. Lo que vio le heló la sangre.

 

“Sacerdote acusado de abusos sexuales es encontrado muerto en su capilla”.

 

Se trataba de la portada de hace dos días de un conocido periódico nacional. Bajo la imagen de la capilla acordonada por la policía, se podía leer que se cree que Raimundo Olea y dos hombres que todavía no han sido identificados fueron asesinados en represalia por los presuntos abusos cometidos por el sacerdote.

Releyó cada uno de los papeles antes de volver a meterlos en el sobre y luego se desmoronó sobre el volante. No había ninguna nota con demandas de dinero, por lo que descartó que se tratara de un soborno y eso lo inquietó todavía más. Se sentía vigilado y acorralado, por completo en las manos de alguien que sabía demasiado y que no había hecho más que demostrárselo.

Un grupo de gente pasó por la calle y prefirió salir de ahí. Este misterioso y siniestro personaje podía ser cualquiera. No se sentiría seguro hasta llegar a su hogar.

Arrancó el motor y partió hacia su casa. Tenía que llamar a Castañeda para pedirle ayuda. Él era la única persona que podía darle una solución, aunque sospechaba que eso traería un costo asociado.

Debía llamar también a Blanca para asegurarse de que no fuera ella quien hubiera hablado con alguien acerca de lo que pasaba entre ambos. Le sacaría la verdad a la fuerza si era necesario y si resultaba que en verdad esto era su culpa, entonces…

Sacudió la cabeza. Estaba metido hasta el cuello en la mierda y tenía que pensar muy bien qué hacer o no haría más que hundirse por completo.

Llegó frente a su casa y se cercioró de que no hubiera nadie en los alrededores antes de bajarse a abrir el portón. El motor que lo accionaba a distancia llevaba días descompuesto y soltó una maldición por no haberse preocupado de repararlo antes.

Dio una nueva mirada en ambas direcciones de la calle y volvió a subir al auto. Apenas metió primera, un estridente ringtone le hizo dar un brinco y casi le sacó el corazón por la boca del susto.

—¿Qué mierda…?

El sonido no cesaba y escuchó con cuidado hasta localizarlo en la guantera. Se trataba de un teléfono celular negro, sin la menor marca y que mostraba en pantalla que estaba recibiendo la llamada de un número desconocido.

Dudó durante largos segundos hasta que la llamada se cortó. Recién entonces tomó el aparato entre sus manos, con tanto cuidado como si se tratara de una delgada lámina de cristal.

Y otra llamada entró de inmediato.

Esta vez, en un acto de falsa valentía, contestó.

—¿Quién cresta eres? —gruñó.

—Juez Leiva —la voz al otro lado de la línea sonaba distorsionada y a él se le antojó con tintes metálicos—. Su trabajo es hacer cumplir la ley, pero ha preferido el beneficio propio por sobre su deber. ¿Tiene algo que decir al respecto?

—¡No sé quién mierda eres, pero lo que sea que estés planeando, yo…!

—Juez Leiva —le interrumpió la voz y él pudo distinguir un tono femenino detrás de los efectos que la disfrazaban—. Muchas personas fueron a tribunales a buscar justicia y no recibieron nada. Yo represento sus anhelos destrozados por hombres como usted y me encargaré de que tengan su merecida venganza.

Estuvo a punto de colgar y lanzar el teléfono por la ventana. Temblaba de rabia e impotencia y un horrible calor lo tenía sudando a mares.

Pero se revolvió en su asiento y optó por mostrarse más desafiante de lo que en verdad se sentía.

—¿Cómo harás eso? ¿Quieres dinero? No creas que voy a…

—Juez Leiva, volteé hacia atrás.

Todas las alertas se dispararon en su cabeza. El calor de su cuerpo se esfumó de inmediato y un gélido frío lo reemplazó. Tensó cada músculo de su cuerpo sin darse cuenta y sus ojos poco a poco se fueron hacia el espejo retrovisor. Contuvo la respiración mientras buscaba algo inusual detrás del auto, pero no encontró nada más que la calle vacía a esas horas. Con algo más de confianza, miró los espejos laterales para cerciorarse de que estaba en lo correcto.

—¡No te atrevas a jugar conmigo! —murmuró y entonces volteó.

Fue vagamente consciente de la fracción de segundos que transcurrió entre el momento en el que una bala atravesaba la luneta trasera y continuaba directo hacia su frente.

Murió sin darse cuenta de que su cabeza estallaba en pedazos e inundaba el interior del automóvil con su sangre.

 

Un kilómetro más hacia el sur, un Rolls Royce encendía los motores. Aquel era uno de los barrios más acomodados de la ciudad, por lo que un automóvil como ese no llamaba demasiado la atención. Sin embargo, su ubicación no era meramente casual. Obedecía a un completo estudio de los alrededores, de las calles más cercanas, de la afluencia de tráfico a esas horas y de las características de los residentes. Estaba todo calculado para asegurarse de que Luisa pudiera actuar con total discreción.

De esta manera pudo abrir el techo del vehículo para asomarse con el fusil que tenía preparado y conectado al sistema de puntería de la armadura mientras mantenía la comunicación abierta con el teléfono que implantó en el automóvil del juez Leiva. Efectuó el único disparo que necesitaba para abatir su objetivo antes de regresar a su asiento y preparar todo para regresar.

—Blanco eliminado —informó a la mansión—. Regresamos a casa.

Alfredo aceleró con suavidad el Rolls y emprendió el camino por la ruta trazada en el plan de extracción.

—Buen trabajo —respondió Alexander por el equipo de comunicaciones—. Vuelvan con cuidado.

—¿Nos estarás esperando con la cena lista? Estas misiones me dan hambre…

Como lo suponía, no hubo respuesta a su comentario. La única reacción a algo parecido a una sonrisa que habría podido esperar fue la mirada que le dedicó el mayordomo a través del espejo retrovisor.

—Nos vemos en la mansión —fue la última transmisión de Alexander—. Debemos estudiar el siguiente objetivo.

—Recibido. Nos vemos.

Las comunicaciones se cerraron cuando ellos ya enfilaban por la autopista en dirección a la mansión Eder. Luisa se quitó el casco de Astrea, lo dejó a un lado y se soltó el cabello. Disfrutó por unos instantes del alivio que le provocó desarmar la cola de caballo que tenía que usar por obligación para ajustarse el casco y luego se relajó en el asiento.

—Hoy también nos quedaremos trabajando hasta tarde, ¿no?

—Por su bien, espero que no mucho. Recuerde que mañana tiene una sesión fotográfica programada a eso de las nueve y el productor quedó de pasar a buscarla a las siete. Tendrá que apurar el trote matinal si no quiere atrasarse.

Luisa soltó un suspiro de resignación.

—Preferiría dedicarme solo a estas misiones. Modelar no es lo mío.

—La vida no siempre es justa, señorita —el mayordomo le dedicó una significativa mirada—. Usted debería saberlo mejor que nadie.

Ella captó el mensaje oculto en esas palabras y no volvió a protestar. Prefirió dejarse llevar por la suave música que sonaba en la radio y permitir que sus pensamientos volaran por la ventana del Rolls.

No volvieron a hablar hasta que llegaron a la mansión.

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