Aceitoso
—Dejaré de beber cuando te salga un lunar, Aceitoso —protestó el hombre con la ponzoña de siempre.
Y es que, después de treinta años juntos, todavía odiaba su voz artificial.
El robot volvió su cabeza de metal hacia la montaña que tenían al frente, sin que el amarillento brillo de sus ojos cambiara en lo más mínimo. En una de sus manos tenía la cerveza que su propietario le dio al finalizar las faenas de esa tarde. Como cada día, la abrieron al mismo tiempo y Aceitoso la mantuvo entre sus oxidados dedos hasta que el hombre bebió la suya por completo.
Así pasaban las cortas tardes magallánicas, después de lavar por horas arena del río Las Minas para encontrar apenas unos cuantos gramos de polvillo de oro y alguna ocasional y diminuta pepita. Mucho tiempo atrás, esta había sido una actividad que Tomás realizaba junto a su hijo, pero, desde que él y su esposa murieron durante la pandemia, su única compañía era el destartalado robot AF-18 que encontraron medio enterrado cerca del basural y que el pequeño se encargó de restaurar en sus tiempos libres después de clases.
Todo cambió a partir de esos días. El padre, devastado, se sumió en una profunda depresión que desembocó en el alcoholismo, mientras la ciudad crecía y se llenaba de todo tipo de androides y máquinas automatizadas que no hacían más que recordarle a su hijo fallecido y su ardiente afición por la robótica y la tecnología.
—En el futuro, todos tendremos uno. — Le dijo con entusiasmo un día en que jugaba con su anticuado robot—. Estarán en las casas y en el ejército, conducirán nuestros vehículos, trabajarán en los hospitales y fábricas por igual. Nos ayudarán en cada aspecto de la vida. ¡Será genial!
Ni esos robots médicos, ni las supercomputadoras de los laboratorios de las que tanto hablaba, lograron detener la rápida y letal tercera ola del coronavirus. El virus se lo llevó y Tomás quedó solo con el destartalado AF-18 que sería su herencia.
Porque, antes de ser hospitalizado, su hijo le pidió que cuidara de su robot hasta que él regresara.
Pero no regresó. Murió dos días después que su madre.
Cuando lo llamaron para darle la noticia, tomó una radical decisión: vendió la casa y la camioneta, y se mudó al refugio minero que construyó en su juventud, llevando solo al viejo AF-18 todo manchado por las muchas filtraciones en sus servomecanismos.
Por eso lo bautizó como Aceitoso.
—Mátame —dijo al robot una noche después de varias copas del whisky más barato que pudo encontrar, sobrepasado por la aversión al mundo tecnologizado que no hizo nada cuando lo perdió todo.
—Tomás Óliver, mi programación no me permite cumplir esa orden.
Le había gritado un montón de groserías y llegó a propinarle un puñetazo que casi le quebró la mano, antes de partir tambaleándose a la cama a dormir la borrachera.
Y el robot seguía ahí cuando despertó.
—Tomás Óliver, existe evidencia de que el consumo excesivo de alcohol está asociado a una serie de…
—Cállate y bebé algo. —Le dio su primera cerveza esa tarde.
—Tomás Óliver, mi sistema no está diseñado para consumir ningún tipo de alimento o bebida.
—Entonces ve y tírate al río.
—Tomás Óliver, mi programación me impide provocar mi propia destrucción.
Recordaba haber estado a punto de estallar cuando tomó una lata para él.
—¿Podrías abrirla y tenerla en tu maldita mano hasta que yo me termine la mía? Después, si quieres, la vacías por ahí.
El robot no protestó. Abrió la cerveza y se quedó con los ojos brillantes perdidos entre los árboles nevados.
—Siéntate. —Señaló uno de los troncos que usaba como banca—. Me molesta verte parado igual que una horrible estatua.
—Tomás Óliver, estoy programado con múltiples funciones. Podría…
—¡Solo siéntate! —Le interrumpió con un gruñido y el robot obedeció sin chistar.
Con el paso del tiempo y las sucesivas actualizaciones que recibía cada vez que lo acompañaba a la ciudad —en medio de los cerros no había conexión a internet—, su vocabulario fue haciéndose menos rígido y su comportamiento menos servicial. Aprendió a entablar conversaciones coloquiales o permanecer en un absoluto silencio cuando era preciso. Por otro lado, comenzó a preocuparse más por la salud de su dueño. Ya no hacía comentarios educativos sobre sus hábitos de vida, pero sí se encargaba de mantener la estufa a leña encendida, de ayudarle a llegar a la cama cada vez que el alcohol aturdía sus piernas y de siempre tener un estofado de conejo o una sopa caliente. Era un buen chef y hacía milagros con lo que fuera que encontrara en el bosque.
Él mismo se preocupaba de su mantenimiento. Tomás solo debía comprar las herramientas que necesitaba y Aceitoso hacía el resto. El robot nunca solicitó ayuda para nada.
Pasaron así veinticinco largos años, hasta que un día al hombre se le ocurrió adentrarse en el bosque. Estaba cansado de partirse la espalda lavando arena y decidió buscar suerte entre los cerros. Después de horas caminando, el detector de metales encontró algo en una pedregosa ladera desnuda. Tomás raspó un poco la roca y contuvo su entusiasmo hasta que Aceitoso la examinara con más cuidado.
—Tomás Óliver —afirmó el robot—, has encontrado un filón de oro.
El hombre dio un grito de alegría y de inmediato se pusieron a cavar hasta dejar al descubierto la vena dorada que asomaba desde las entrañas de la montaña, pocas horas antes de que llegara la larga noche austral.
Pero la alegría no duró mucho.
Desde su cabaña fueron testigos del rápido avance de la tecnología en Punta Arenas. Vieron el ir y venir de las cada vez más numerosas máquinas que no tardaron en reemplazar grúas, aplanadoras, camiones y excavadoras por los gigantescos robots multipropósito que levantaban edificios y construían carreteras como quien hornea un pastel.
Y no pasó mucho para que empezaran a expandirse río arriba.
Tres sujetos de traje llegaron una tarde en un imponente vehículo autopiloteado. Se presentaron como empleados de OBCE, la empresa constructora más grande que operaba en la ciudad. Traían un sencillo mensaje: tenían el permiso municipal para construir un condominio de edificios en la ribera del río, por lo que, al dar una vuelta por el terreno, se encontraron con la humilde cabaña y partieron de inmediato a notificar a sus dueños que debían hacer desalojo del lugar.
—Estas tierras pertenecen al Estado, señor Óliver —dijo, después de las presentaciones, el que llevaba la voz cantante—. Me temo que tendrá que irse.
Él no recordaba con exactitud lo que respondió, pero de seguro aquel ejecutivo nunca imaginó todos los insultos que un hombre podía pronunciar en una sola exhalación. Los dos sujetos se retiraron horrorizados por su exabrupto, no sin antes advertirle que tenían todas las herramientas legales para sacarlo de ahí, así que pronto tendría noticias de ellos.
A la mañana siguiente, Tomas fue a la ciudad a comprar una escopeta de doble cañón y seis cajas de munición. Pagó todo con un par de pepitas de oro para evitar el papeleo de la inscripción y obtención de permisos legales para poseerla. Así, cuando otros representantes de OBCE llegaron a eso del mediodía, salió a recibirlos con ella en la mano y todo diálogo terminó de inmediato.
Pasaron meses sin que volvieran a saber de ellos y Tomás llegó a pensar que habían desistido. Hasta que vio a los construbot ―así llamaban a esas cosas―, empezar a trabajar en las cercanías.
Con sus inmensas garras de metal talaron cientos de árboles y usaron sus poderosas palas mecánicas para arrancar la maleza del terreno. Estaban construyendo una nueva autopista urbana que serviría de enlace entre la zona sur de la ciudad y el aeropuerto. Ese era el primer paso antes de iniciar la construcción de un gigantesco proyecto habitacional.
Por suerte, se toparon con una serie de humedales y la férrea resistencia de grupos ambientalistas que los defendieron con uñas y dientes durante cinco años, hasta lograr que modificaran las proyecciones originales para afectar lo menos posible esos delicados ecosistemas.
Pero llegó el día en que dos robots policiales, mucho más avanzados y de modales más toscos que Aceitoso, se presentaron en la cabaña.
―Señor Óliver, se le ordena hacer desalojo de esta propiedad dentro de tres días hábiles a contar de la fecha de su notificación. ―Le entregaron un papel con el timbre de la Gobernación Provincial y luego se retiraron en la sofisticada tanqueta que usaban como patrulla.
EL hombre tiró la orden de desalojo al fuego sin siquiera leerla. Mientras la veía arder, una explosiva mezcla de rabia e impotencia formó un nudo en su garganta, hasta que un súbito dolor punzante estalló con tanta fuerza en su pecho que la vista se le nubló y las piernas flaquearon.
―Tomás Óliver. ―Aceitoso le ayudó a llegar a una silla―. Al parecer estás sufriendo un infarto. Debes sentarte y mantener la calma. Solicitaré una ambulancia.
―¡Espera…! ―gruñó entre dientes―. Espera.
―Tomás Óliver, desde mi última actualización, mis funciones de primeros auxilios fueron reemplazadas por el procedimiento de emergencia estándar que consiste en dar el más rápido y oportuno aviso a…
―¡Cierra la boca y ven acá!
Cada nueva punzada de dolor era más fuerte que la anterior y se aterró cuando sus pulmones comenzaron a negarse a hacer su trabajo.
Aceitoso estaba parado justo frente a él.
―Tomás Óliver, según las leyes de la robótica…
―¡Me importan un carajo tus leyes! ―gritó con un hilo de voz y reunió sus últimas energías para levantar la cabeza y mirar al robot a los ojos―. Escucha, maldita máquina... Sé que tu programación no te dejará entenderlo… He esperado este momento… desde que perdí a mi familia… No puedes… negármelo… Pero sí hay algo… que quiero que hagas… Dile a tu estúpido… procesador… que te pido esto… como un último servicio.
Aceitoso escuchó en silencio y el breve debate en su cerebro artificial por decidir si obedecer a su propietario o respetar las leyes cargadas en su memoria fue suficiente para que ocurriera lo inevitable.
Tomás perdió el conocimiento unos minutos después, cuando el robot corría cargando su cuerpo agonizante hacia el hospital.
Sin embargo, Aceitoso se detuvo antes de llegar al límite de la ciudad.
Ya no tenía sentido seguir su camino.
Al cumplirse el plazo legal para el desalojo, dos oficiales robot llegaron a la cabaña y la encontraron vacía. Su antiguo morador había desaparecido sin llevarse nada y los oficiales dieron cuenta de la situación sin que nadie se preocupara por ello.
Una semana después, los construbots de OBCE comenzaron los trabajos en aquel sector del río. En cosa de meses levantaron doce lujosos edificios, con plazas de juegos y amplios caminos. Un hermoso puente de doble vía unía las calles interiores con la pomposa autopista urbana que recorría la ciudad de extremo a extremo.
Gruesos y altos muros separaron al condominio de los bosques de la que alguna vez fuera la Reserva Forestal Magallanes, la que restringió por completo el acceso al público desde su entrada norte, así que pasaron muchos años antes de que algún atrevido excursionista decidiera seguir el cauce del río Las Minas hacia su nacimiento entre los cerros que lo rodeaban.
Y pasó todavía más tiempo antes de que alguien encontrara a un oxidado y antiguo robot a medio devorar por la hierba y el clima. Nunca nadie supo que ese obsoleto AF-18 se adentró en el bosque cargando el cadáver de su dueño, para luego enterrarlo justo a los pies de la veta de oro que ellos mismos encontraron. No hubo ningún testigo de su andar lento y apesadumbrado entre la densa floresta, ni del largo instante que se quedó contemplando la improvisada tumba, como si su cerebro computarizado estuviera recitando una sentida plegaria. Tampoco lo vieron ascender por la ladera del cerro e ingeniárselas para provocar un alud que sepultara para siempre al hombre al que había servido por tanto tiempo y a su soñado descubrimiento entre las montañas. Nadie presenció su pausado descenso hacia el lugar en el que se sentó a esperar que su vieja batería se agotara.
En medio del bosque, ese AF-18 había experimentado por primera vez un conflicto con su programación debido a una decisión libre y espontánea: influenciado por su último dueño, optó por enfrentar el término de su vida útil a pesar de que sus directrices indicaban que era imperativo recargar sus celdas de poder.
Simplemente quería dejar de existir.
Allí, oculto por la selva magallánica, se extinguió el primer atisbo de consciencia de un cerebro artificial, sin registros que pudieran dar cuenta de lo que había pasado a las orillas de ese río, donde un robot, por mero capricho del destino, experimentó unos sentimientos muy humanos: el apego, la pérdida y el amargo vacío de la soledad.
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