Capítulo 1 de Sumer
Quintero es un pueblo apacible, de hermosas playas y extensos
campos dunares. Su principal fuente de ingresos proviene del turismo y cada año
son miles los veraneantes que acuden a esta localidad costera para escapar del
calor capitalino, lo que cuadriplica su población durante los meses de
diciembre a febrero y trae beneficios económicos a pequeños y medianos
comerciantes.
En su
territorio, a orillas de la playa El Durazno y a dos cuadras del centro de la
ciudad, se encuentra una de las unidades más poderosas de la Fuerza Aérea, el
Regimiento de Infantería y Fuerzas Especiales, asentado en la Base Aérea de la
ciudad. Su misión principal contempla el entrenamiento de las tripulaciones de
defensa antiaérea, defensa terrestre de bases y operaciones especiales, además
de la instrucción de los jóvenes ciudadanos que año a año se acuartelan para
realizar el servicio militar obligatorio.
Desde mil
novecientos veintiuno que la base aérea ha existido en perfecta armonía con la
comuna que la alberga, cuando aún pertenecía a la Armada, lo que se vio
acrecentado con el nacimiento de la Fuerza Aérea en mil novecientos treinta y
la llegada de los primeros y potentes hidroaviones que la convirtieron en una
de las más relevantes de Sudamérica. No obstante, el auge de esta base comenzó
en dos mil cuatro, cuando se instauró el Proyecto Ícaro, el que consistía en la
ampliación de la vieja pista de aterrizaje, la construcción de modernos
hangares y la remodelación de las instalaciones que recibirían al nuevo
regimiento y su moderno material de combate, en su nueva faceta de ser la mayor
unidad de combate terrestre de la institución.
Desde dos
mil diez, la base cuenta con sistemas de misiles Nasam, potentes baterías
Oerlikon, misiles “hombre portado”, dos escuadrones de UAV[1],
tres compañías de Infantería de Aviación y una unidad táctica de Comandos,
todos ellos con capacidades que les permiten desplegarse a cualquier teatro de
operaciones en cuanto se les ordene, ya sea en apoyo a la comunidad, como ocurrió
en el terremoto de ese año o en caso de un hipotético conflicto bélico.
El
sargento Diego Poblete llevaba toda su carrera trabajando en Quintero. Nacido
en Pirque, a los diecisiete años
entró a la Escuela de Suboficiales y, dos años más tarde, ya se encontraba al
mando de una escuadra de soldados. Desde entonces había hecho distintos cursos
de especialización, hasta que fue designado como operador del misil Mistral
III, el nuevo misil “hombre portado” adquirido por la Fuerza Aérea cuando hizo
la compra de los aviones F-22 a Estados Unidos. Era un hombre de mediana
estatura, de hombros anchos, pelo muy corto, ojos diminutos que apenas dejaban
ver su color café y nariz achatada por su afición al boxeo.
En base
al proceso de modernización que llevaron a cabo las Fuerzas Armadas chilenas a
partir de dos mil doce, participó en el primer curso de Integración de Tropas
de Infantería que se desarrolló en Georgia, Estados Unidos, en el 75°
Regimiento Ranger. A este curso acudió personal de las tres ramas de la defensa
nacional con el propósito de unificar criterios, tácticas y entrenamientos
conducentes a mantener unas fuerzas cohesionadas capaces de operar en todo
tiempo y en cualquier zona, bajo el mando de la mayor autoridad castrense,
independiente de la rama a la que perteneciera.
Mucho se
criticó el enorme gasto en que incurrió el Ministerio de Defensa para realizar
todos estos procesos de compra de material y entrenamiento militar, pero el
común de la población desconocía los planes bélicos que Perú escondía tras su
demanda en la Corte Internacional. Estos datos fueron provistos al gobierno de
Chile por gentileza de la Agencia de Inteligencia norteamericana, debido a los
recientes acuerdos económicos con Estados Unidos, lo que creaba estrechos lazos
entre ambos países y que peligraban ante cualquier posible conflicto.
Debido a
la potencial amenaza de los vecinos del norte, a finales de dos mil trece,
Chile movilizó a sus tropas a la frontera alrededor de un mes antes de que se
dictara el fallo limítrofe, y permanecieron en su lugar casi dos meses después.
En ese prolongado periodo, cada cierto tiempo surgían pequeñas
escaramuzas en que fuerzas de uno u otro bando cedían ante la provocación de
sus enemigos y los delgados hilos que sostenían la paz entre las dos naciones
se veían al borde del colapso.
Al fin,
el veintiocho de febrero de dos mil catorce, las aguas de la guerra se calmaron,
las tropas pudieron regresar a casa y el sargento Poblete volvió a sus
actividades de instrucción en la Base Aérea de Quintero sin que nadie de la
población se diera cuenta de lo cerca que estuvo la tercera guerra entre
chilenos y peruanos.
Desde
entonces, los días transcurrían con la misma tranquilidad de siempre en el
Regimiento. Los soldados del año dos mil quince estaban en sus trámites para
licenciarse del servicio militar, mientras que ciento treinta jóvenes se
acuartelaban para dar inicio a su proceso de instrucción dos mil dieciséis, el
que comenzaba el lunes cuatro de marzo.
Como cada
año, el sargento Poblete era el encargado de recibir a la nueva camada de
ciudadanos para darles las primeras instrucciones antes de llevarlos a la
sencilla, pero simbólica ceremonia de ingreso.
―Muchos
de ustedes jamás salieron de sus casas ―repetía las mismas palabras que le dijo
al contingente anterior en ese mismo lugar un año atrás―. Aquí descubrirán que
la cama no se hace sola, que la ropa no aparece doblada por arte de magia en
sus closets y que no hay nada en el mundo como la comida de mamá.
Paseó la
vista por la desordenada fila que tenía ante él. Pudo ver la determinación en
muchos y también la incertidumbre en varios. De esos muchachos, era probable
que unos diez pidieran la baja en esa misma semana, otros diez lo harían a
mitad de mes y quizás diez más lo hicieran en la cuarta o quinta semana. Eso
era lo que decían las estadísticas. Y las estadísticas, rara vez se
equivocaban.
―Sus
instructores estaremos con ustedes durante todo este proceso. Desde que se
levanten hasta que se duerman ―contuvo las ganas de reprender a un ciudadano
que estaba mirando para otro lado mientras él hablaba. Ya llegaría el momento
para ello―, desde el lunes hasta el domingo. Si necesitan algo, a nosotros es a
los primeros a los que tienen que avisarles. Si se sienten mal, nosotros somos
los primeros que debemos saber. Cualquier cosa que les pase, nos tienen que
decir a nosotros. Desde ahora somos sus padres, sicólogos, consejeros y hasta
nos encargaremos de cuidar a sus novias mientras ustedes estén acá.
Algunas
risas, antes causaba más gracia con esos comentarios. Le echaba la culpa a que
los jóvenes de ahora comprendían todo de manera más fácil si les llegaba a
través de las redes sociales en vez de palabras directas a sus oídos.
Lo mismo
pasaba con los cabos.
Miró a su
alrededor. En total eran doce instructores bajo su mando. Dos cabos primeros,
un cabo segundo y nueve cabos recién egresados, de los cuales había dos
mujeres.
“Una de
las peores ocurrencias del mando”.
Bajo el
punto de vista de Poblete, la rígida formación militar se había ido perdiendo
con el ingreso de las mujeres a la Fuerza Aérea en dos mil diez. Todo tuvo que
adaptarse a ellas, desde las instalaciones hasta los procedimientos operativos.
Después de pasar años con enormes y cómodas salas de baño, ahora todas ellas
habían sido divididas en dos, lo que redujo de forma notable los espacios,
aunque no así los usuarios. Del mismo modo, veía como limitante el hecho de que
el personal femenino no podía levantar ni transportar más de veinte kilos
debido a la denominada “ley del saco”, lo que hacía que los hombres debieran,
no sólo cargar su propio equipo, sino que también el que sus compañeras no
pudieran llevar. Sin contar que, si una de ellas quedaba embarazada, se perdía
por casi dos años y causaba un aumento en la carga de trabajo para los
desdichados que tuvieran la mala suerte de laburar en la misma oficina.
Se negaba
a reconocer que las dos cabos que trabajaban con él eran las que más se
esmeraban en la instrucción, además de llevar el orden de los procedimientos
administrativos y logísticos de la Escuadrilla de Soldados. Para Poblete, ellas
sólo cumplían con las labores que les fueron asignadas.
Después
de pasar casi una hora enseñándole a ese montón de civiles los ejercicios
básicos para su primera formación militar, apareció el capitán Ríos, el
superior directo de Poblete.
Ambos se
conocían desde hacía años. Coincidieron en el curso Mistral y también en el
despliegue a la frontera con Perú, donde estuvieron botados tres meses en el
desierto a la espera de que un Mig-29 tuviera la brillante idea de cruzar hacia
Arica. Por eso el capitán solía llamarlo simplemente Diego y tenía tal grado de
confianza que en una u otra borrachera de fin de semana terminaban cantando a
coro en el karaoke de la Bola Ocho, el pub al que iban todos los solteros de la
base cuando se encontraban de franco.
―¿Cómo van,
Diego?
―Sin
novedad, mi capitán. Estamos afinando los últimos detalles.
―En media
hora más nos vamos.
Poblete
consultó su reloj. Eran las nueve con treinta de la mañana y la instrucción iba
de acuerdo a lo programado. Sólo faltaba enseñarles a los ciudadanos a marchar
al ritmo de la música. Para ello, el cabo menos antiguo se había conseguido un
bombo con el cual marcarles el paso. Una vez que lograran marchar al mismo
compás, estarían listos para la ceremonia.
―A su
orden, mi capitán ―contestó, saludando con la mano en la visera.
El día
pasó volando, como todos los primeros días de instrucción. Después de la
ceremonia de ingreso, en la que los parientes de los ciudadanos tuvieron cinco
minutos para despedirse de ellos, llorar, abrazarse y desearse suerte, se
dirigieron con todo el contingente al pabellón de dormitorios, donde se les
entregó sus uniformes y todo el cargo correspondiente a cada uno de ellos,
desde las calcetas hasta el uniforme de salida. Posteriormente fueron a
almorzar al casino de soldados, a la primera degustación de la mano de la “Tía
Lucía”, la cocinera de turno, quien los recibió con un desabrido plato de
fideos con carne al jugo. Más tarde continuaron con el corte de pelo. A pesar
de los años, a Diego aún le divertía ver la cara de los ciudadanos cuando
salían de la peluquería pelados al “cero”.
Ese día
cenaron temprano y a las nueve de la noche hicieron la retreta. Sólo un par de
cabos se quedó controlando que los ciudadanos se acostaran en silencio,
mientras los demás se reunían en la sala de instructores para planificar las
actividades del día siguiente.
El
capitán estaba sentado en uno de los escritorios, taza de café en mano, a la
espera de que iniciara el briefing. Había dejado la
boina a un lado y la luz se reflejaba en su avanzada calvicie.
―Permiso,
mi capitán ―dijo Poblete y su superior le indicó que procediera. El capitán no
era mucho de mantener las formalidades, pero Diego prefería ceñirse a la
doctrina, a pesar de la confianza que se tenían. En la cantina podía tutearlo,
en el Bola Ocho podía tratarlo con improperios, pero no en el trabajo―. Según
horario, mañana los ciudadanos tienen su primer trote. Recuerden que esos
muchachos acaban de entrar y lo más probable es que más de uno no haya trotado
jamás en su vida, así que hay que tener cuidado con eso. Quiero que vengan
mínimo cuatro personas para que los apuren en la diana y los controlen durante
el recorrido. Desde ya comiencen a exigirles disciplina y háganlos cantar en
los desplazamientos. Aprovechemos de adelantar algunas clases de canto y así
esas horas las podemos usar para las materias en las que estén más débiles. Así
que, ¿voluntarios para el trote?
La
primera en levantar la mano fue la cabo Santibáñez. No debía tener más de
veintiún años, era alta y delgada, de nariz respingada y ojos azules. Siempre
le estaba coqueteando a Poblete y, aunque en más de alguna ocasión se sintió al
borde de caer en la tentación, prefería evitarla. Las cabos no traían más que
problemas y él ya no estaba en edad de estar metido en líos.
Con algo
de duda, se le unieron los cabos Silva, los únicos gemelos que Diego conocía en
la Fuerza Aérea, y también el cabo segundo Bastías.
―Mañana,
después de las ocho, empezamos las clases de inducción y de ahí ya no paramos
hasta fines de abril ―terminó Poblete―. Así que aprovechen hoy para descansar,
que se nos viene pesado el mes.
Una vez
terminada la reunión el capitán y el sargento se quedaron hablando un rato.
―Me quedó
dando vueltas lo que me dijiste ayer ―inquirió Ríos―. ¿De verdad lo vas a
hacer?
Ambos
habían encendido un cigarrillo. El capitán fumaba uno traído de sus vacaciones
en Colombia, el sargento un Pall Mall comprado en el bazar de la esquina.
―Sí. Voy
a aprovechar de entrenar ahora que empiece la campaña.
―¿Y tu
ojo está bien?
―Está al
cien por ciento. No hay problema.
Años
atrás, antes del curso Mistral, Diego Poblete era un destacado boxeador amateur
que dominaba los cuadriláteros desde Valparaíso a Maitencillo. Entrenaba y
peleaba en sus tiempo libres, esforzándose al máximo por no perder la forma que
ganó en sus años de liceo, antes de enrolarse en la Fuerza Aérea. Con toda esa
dedicación, llegó a estar a una pelea de convertirse en retador al título de
peso pesado, cuando un certero gancho le causó un desprendimiento de retina del
ojo derecho. Después de operarse y una vez pasado el tiempo de recuperación, se
encontró con tanto trabajo atrasado que comenzó a quedarse sin tiempo para
entrenar, hasta que perdió la oportunidad de llegar al campeonato y su anhelo
de gloria se esfumó por completo.
Ahora, a
las puertas de los treintaicinco años, sentía que tenía mucho más que ganar que
lo que se arriesgaba a perder, así que, después de darle vueltas al asunto, se
decidió a volver a pelear.
―¿Estás
seguro que no es la crisis de los treinta? ―preguntó el capitán, a modo de
broma―. ¿No te estará afectando la edad?
―Recuerda
que tú tienes dos años más que yo, así que no hables payasadas.
―Sí, pero
yo no ando haciendo tonteras de niño de veinte.
Ambos
rieron, se dieron un fuerte apretón de manos y cada uno partió a su dormitorio.
Ríos vivía en el pabellón de oficiales solteros, un antiguo hotel donado a la
Fuerza Aérea que quedaba justo al frente de la base. Poblete se fue a la villa
de los solteros, una población construida especialmente para el personal de
dotación del Regimiento, en el que por cada casa vivían cuatro personas, cada
uno con su propia pieza equipada con baño.
Pero
Poblete no compartía la casa con nadie. Era el de mayor grado de la villa y,
después de las últimas destinaciones, era el único que quedaba en esa casa.
Algo que para él le era de lo más insignificante. Incluso se sentía más cómodo
así, viviendo a sus anchas sin tener que mirarle la cara a nadie.
Apenas
llegó a su pieza, se acostó. Ya tenía planificado el entrenamiento y eso
consideraba levantarse muy temprano a trotar antes que los soldados y después
alcanzar a usar el gimnasio con tranquilidad. No le importaba realizar algunos
sacrificios con tal de recuperar su forma física y volver a combatir.
Cerró los
ojos y fue como si el despertador hubiera sonado de inmediato. Vio la hora del
celular y le costó convencerse de que ya eran las cuatro treinta de la mañana,
la hora en que tenía que levantarse. Se obligó a salir de la cama, prepararse
un café con una barra de cereal, llenar una botella con agua y calzarse su ropa
deportiva para salir a correr. Antes lo hacía con música, pero como no trotaba
desde hacía tiempo, prefería escuchar su propio cuerpo, por lo menos durante la
primera semana.
Salió de
la casa a las cinco, tomó el camino perimetral hacia la losa de operaciones y
de ahí viró a la derecha hasta encaminarse a la pista. Pensaba recorrer por
completo los tres mil quinientos metros de asfalto, ida y vuelta, luego pasar a
buscar la botella con agua que dejó en la cocina, una toalla de mano y partir a
hacer una hora de pesas. En total, serían casi dos horas de ejercicios
matinales, lo suficiente para recordarle a su cuerpo lo que era entrenar de
verdad.
Llegó al
cabezal norte de la pista y giró hacia el sur. La acostumbrada neblina matinal
le impedía ver más allá de cinco metros, pero eso era lo de menos. Se guiaría
por las líneas pintadas en el asfalto y así evitaría salirse del camino o
chocar de forma accidental con una de las muchas luces que demarcaban la pista
y que se encendían cuando se aproximaba una aeronave.
Se sorprendió
al ver que apenas llevaba un cuarto del trayecto y sus rodillas le dolían como
si estuviera acabando un maratón. Respiraba con dificultad y sentía los hombros
pesados.
―¡Cómo
tan débil! ―se criticó a sí mismo y se ordenó no parar hasta terminar el circuito
planeado.
El
recorrido hacia el extremo sur de la pista le pareció eterno y, cuando al fin
estuvo ahí, se vio obligado a detenerse a recuperar el aliento.
―¡Creo…
que sí… estoy… viejo! ―murmuró, jadeando.
Miró a su
alrededor y se alegró de estar solo, sin que nadie pudiera ver su patético
fracaso. Casi seiscientos metros más al norte, había un centinela que de seguro
estaba acurrucado dentro de su caseta, ajeno a todo lo que ocurría en la
oscuridad de la noche. No había testigos que pudieran decir que el sargento
Poblete apenas corrió unos insignificantes tres kilómetros y medio y ahora
estaba pensando en devolverse caminando con el corazón en la mano.
Arrastrando
los pies, se acomodó para iniciar el retorno, pero algo le hizo detenerse. Una
sensación extraña, como el vacío en las entrañas que provoca el despegue brusco
de un avión.
Miró en
todas direcciones, pero no había nada, ni siquiera uno de los muchos perros
vagos que poblaban la base. Sólo estaba él, él y esa desagradable sensación de que…
En una
milésima de segundo, su cuerpo reaccionó como si estuviera ante un inminente
peligro que desde la oscuridad saltaba hacia su nuca con los afilados dientes
listos para romperle el pescuezo. Todos los bellos de su piel se erizaron y un
escalofrío recorrió su espalda. En el curso con los Rangers se le enseñó a
reaccionar casi de manera instintiva ante cualquier amenaza, pero esto que lo
atacaba era tan rápido que no fue capaz de mover un solo dedo.
Simplemente
sintió que algo lo rodeaba y de pronto se desmayó.
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