Las Hermanas Exploradoras y la Búsqueda de las Joyas de la Reina Nieves

 


Las hermanas Navarrete vivían muchas aventuras juntas. Ya fuera durante un fin de semana o apenas salieran del colegio, se embarcaban en fantásticos viajes imaginarios que las llevaban por destinos exóticos, a través de tierras mágicas, llenas de aventuras y misterios.

Laura, la menor, era la más intrépida y valiente, mientras que Sofía se encargaba de planificar todo lo que pudieran necesitar para cada uno de sus viajes. Juntas formaban un tan buen equipo que eran imparables frente a cualquier peligro.

Una mañana de domingo, bajaron caminando desde el Cerro Mirador con la misión de encontrar las hermosas joyas perdidas de la Reina de las Nieves y volver a casa, sanas y salvas, antes del almuerzo. Así que partieron muy temprano, poco después de que el sol apareciera en el Estrecho de Magallanes.

Habían encontrado un mapa que los ladrones de las joyas olvidaron en su escape del Castillo Helado y partieron sin dudarlo apenas la hermosa reina les explicó del robo que había sufrido. De seguro ocultarían su botín para buscarlo después, cuando ya no corrieran peligro de ser detenidos por el delito que habían cometido, pero no contaban con que su mapa llegara a las manos de las niñas.

—No se preocupe, Su Majestad —contestaron al mismo tiempo—. Traeremos de vuelta cada una de sus hermosas joyas.

Bajaron en un trineo hasta el primer río que debían cruzar. Sus aguas infestadas de cocodrilos no fueron impedimento para que tomaran un bote y remaran con fuerza hasta llegar al otro lado. Allí descubrieron un enorme desierto con grandes dunas que debieron subir y bajar mientras el viento les llenaba la cara de arena y el calor las sofocaba. Apenas encontraron un pequeño oasis llenaron sus cantimploras, recuperaron sus fuerzas y partieron de nuevo hacia su destino.

Encontraron un segundo río y esta vez no había ningún bote cerca. Miraron las aguas y se dieron cuenta de que muchas pirañas andaban de un lado a otro esperando a que se acercaran para devorarlas.

—¡Si tan solo se fueran a dormir la siesta! —suspiró Laura, desilusionada.

Eso le dio una gran idea a Sofía.

—¡Nosotras las podemos hacer dormir! —dijo con entusiasmo.

Las dos se sentaron en una piedra junto al agua y entonaron una linda canción de cuna que su papá les cantaba cuando eran pequeñas.

 

“Descansa, mi niña, no llores más,

Todo muy bien va a estar.

Cierra tus ojos y duerme ya.

Anda a descansar”.

 

Sin poder resistirse a su dulce voz, las pirañas empezaron a bostezar, mecidas por el oleaje de las aguas, hasta que un sueño insoportable se apoderó de ellas y se pusieron a dormir en el fondo del río.

—¡Nademos! —dijo Laura y se apuró en saltar al agua, seguida de Sofía.

Cruzaron a toda velocidad y entraron corriendo a una oscura selva, sin darse cuenta de que muchos ojos siniestros las observaban desde las sombras. Todo parecía ir muy bien hasta que una flecha pasó silbando por encima de ellas y se dieron cuenta de que un grupo de indios encoge-cabezas intentaban atraparlas. Corrieron tan rápido como sus piernas se lo permitieron, pero llegaron de frente hasta un enorme precipicio que era atravesado por un viejo y maltrecho puente colgante. Sin pensarlo dos veces, pasaron a toda carrera por las añosas tablas y los indios intentaron seguirlas. No obstante, las ruinosas cuerdas que lo sostenían empezaron a deshilacharse y los indios gritaron horrorizados al ver que terminarían cortándose antes de que alcanzaran a cruzar.

—¡Hay que ayudarlos! —dijo Laura, asustada.

Sofía agarró el bolso “siempre listo” que llevaba en su mochila, sacó el hilo y la aguja y cosió con rapidez las destartaladas cuerdas.

—¡Apúrense! —les gritó a los indios—. ¡No aguantará mucho!

Ellos no dudaron ni un segundo y corrieron hasta donde estaba. Para agradecerles por salvarlos de una enorme caída, ofrecieron ser sus guías por el resto del camino y ayudarles a regresar cuando hubieran encontrado las joyas.

—Muchas gracias, pero seguiremos solas —respondieron con una alegre sonrisa, para luego proseguir con su camino.

La selva se terminó después de unas horas de caminata y se vieron frente a las frías aguas del Estrecho de Magallanes. El mapa indicaba que debían llegar hasta el reloj del Muelle Prat y esperar a que alguien les dijera por dónde continuar, así que se sentaron pacientemente sobre una roca, tiritando de frío y atentas a su alrededor, hasta que vieron que una ballena se asomó a la costa, levantó su enorme cola y, con un suave movimiento, les señaló hacia el norte.

—¡Gracias, señora ballena! —dijo Laura, haciéndole señas con la mano, mientras el hermoso cetáceo lanzaba chorros de agua hacia el cielo como despedida.

Recorrieron estrechos senderos entre precipicios y bosques, hasta encontrar un hermoso prado en el que había una pileta de aguas transparentes. Allí, un enorme indio patagón les contó que unos hombres tiraron grandes sacos al agua y luego salieron corriendo. Sofía pensó que podía tratarse de los ladrones y le dijo a su hermana que fueran a averiguar, por lo que las dos se sumergieron en las heladas aguas y ¡bingo!, se trataba de las joyas de la Reina de las Nieves.

—Muchas gracias, señor indio —las dos abrazaron al patagón que custodiaba esas tierras y le preguntaron por el mejor camino para regresar.

—Suban por este cerro —dijo él, señalando hacia el oeste—, y no tendrán que entrar a la selva de nuevo. Pero tengan cuidado, porque los ladrones huyeron por ahí.

Se despidieron con un fuerte abrazo y partieron por las empinadas laderas hacia donde el indio les había indicado. No avanzaron mucho cuando descubrieron al grupo de ladrones espiándolas desde unas rocas. Eran seis hombres feos, despeinados y con cara de enojados, que empezaron a correr detrás de ella apenas se dieron cuenta de que los habían visto.

Las dos hermanas subieron a toda velocidad hacia un risco en el que se toparon con un grupo de soldados que acababan de instalar unos cañones para defender su posición en el cerro, y les pidieron ayuda de inmediato. Los uniformados se encargaron de detener y apresar a los malhechores antes de que pudieran escapar, y los dejaron a todos juntos amarrados a un grueso coigüe, sin hacer caso a sus reproches y maldiciones.

—Vayan con cuidado, niñas —les dijo el capitán del pequeño ejército—. Hay muchos indios por estos lados.

—Estaremos bien —contestó Laura, con su siempre alegre sonrisa.

Anduvieron un par de horas más y llegaron al mismo puente viejo y destartalado que cruzaron en el camino de ida. Su sorpresa fue enorme cuando vieron a los indios encoge-cabeza esperándolas para mostrarles que habían aprendido a coser, tal como lo había hecho Sofía, y que ahora el puente era firme y seguro como en sus mejores tiempos.

—Nosotros podemos ir y venir sin problemas gracias a ustedes, pequeñas niñas. En recompensa, las ayudaremos a llegar a sus casas —dijo el jefe.

Así que las acompañaron el resto del viaje, usando sus propias canoas para cruzar los ríos que les cortaban el paso. Las pirañas despertaron justo cuando navegaban sobre sus aguas, pero habían dormido tan bien que estaban contentas y saltaban felices al lado de la canoa, sin intenciones de atacar al grupo de viajeros.

—Gracias por todo —dijo Sofía cuando terminaron de cruzar el segundo río y todos se despidieron con cariño de las niñas.

Ya agotadas por la larga travesía, emprendieron el último tramo de la ruta hasta llegar al palacio de la Reina de las Nieves, quien se puso muy contenta al recibir sus joyas de vuelta y a las dos pequeñas a salvo.

—Ahora, lávense las manos para que almorcemos —les dijo con su infinito amor.

La fantasía había terminado y era momento de regresar a la vida diaria, así lo comprendieron las niñas y partieron corriendo al baño para sentarse a la mesa en familia y disfrutar de lo que quedaba de la tarde de aquel entretenido domingo. El lunes tenían que volver al colegio, pero estaban seguras de que más aventuras vendrían en el futuro, porque, juntas, cualquier viaje podía convertirse en una historia fascinante.

Toda la magia estaba en su imaginación.


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