El Último Vuelo del Pegasus, capítulo final

 

Lee la decimotercera parte aquí

Paul Haldeman no daba crédito a lo que veían sus ojos. Intentaba convencerse a sí mismo que se trataba de algún tipo de alucinación provocada por los medicamentos que Gamboa le había administrado, pero su desesperación fue aumentando a medida que los sentidos le indicaban que en verdad estaba paralizado y que todo lo que observaba a su alrededor en realidad estaba pasando en esos momentos.

Aunque no era capaz de comprenderlo.

Ya no se encontraba en la camilla del área médica del Pegasus. En su lugar, estaba tendido sobre una tibia superficie rugosa que se ajustaba a cada una de las curvaturas de su cuerpo y que parecía adaptarse a sus limitados movimientos, estando en todo momento pegada a su piel. Suponía que se trataba de una capa adherente que impedía que se levantara, sosteniéndolo con tanta fuerza que a duras penas conseguía mover la cabeza para mirar qué estaba pasando.

Así fue como descubrió, horrorizado, que estaba desnudo y que varios cables de distintos grosores estaban clavados al muñón de su pierna amputada.

No sentía ni el más mínimo dolor, pero la impresión hizo subir un alarido de terror por su garganta sin que llegara a salir de su boca. Los músculos de su mandíbula no se movieron en lo absoluto y no pudo más que emitir un ahogado quejido lastimero. Quiso descubrir qué eran esos cables y trató con desesperación de seguir con su vista hacia donde provenían, sin lograr ver más allá de la camilla.

Entonces prestó atención al resto del panorama.

Se encontraba en un ambiente vaporoso, rodeado de extrañas formas multicolores que emitían suaves destellos en todas direcciones. Tuvo la impresión de estar flotando dentro de una nube y, al no poder moverse, la incertidumbre agudizó el terror que le carcomía.

De pronto, un extraño estremecimiento le hizo fijar su atención en la pierna mutilada. Los cables que estaban conectados a su carne empezaron a desprenderse con rapidez y coordinación, replegándose hacia el costado de la superficie en la que permanecía acostado, sin hacer el menor ruido. Tampoco sintió dolor cuando eso ocurrió, pero contuvo la respiración con angustia al ver que la sangre brotaba a borbotones de los agujeros que quedaron marcados en su piel.

En ese momento, ante su asombro, el muñón de su pierna comenzó a inflamarse y deformarse de manera horrible, llenándose de impactantes burbujas que se formaban debajo de su piel.

No podía gritar ni moverse y, desesperado, solo pudo emitir unos quejidos entrecortados mientras seguía con la vista fija en su extremidad.

Pero quedó en un completo silencio cuando la masa informe en que se había convertido su pierna estalló con un desagradable ruido acuoso y de ella emergió de un solo golpe toda la zona que había perdido, desde el área de la amputación hasta la punta del pie.

Paul Haldeman no daba crédito a lo que acababa de ocurrir. Un sinfín de emociones y sentimientos se agolparon en su pecho, sin poder hacer nada más que bufar y emitir sollozos sofocados por la inusual parálisis que le impedía abrir los labios. Un torrente de lágrimas brotó de sus ojos y, luego de un tiempo, dejó de luchar y se abandonó a sí mismo sobre el armazón que lo sostenía, permitiendo que el llanto emocionado aflorara en todo su esplendor.

Pasó un largo rato antes de que percibiera movimientos con el rabillo del ojo. Rendido al sopor de las lágrimas, no reaccionó al ver que alguien emergía desde las sombras y se acercaba a él.

UN ser de largos y delgados brazos, con un traje dorado ceñido a la perfección a su estilizado cuerpo, llegó a su lado. No sintió temor ni asombro al darse cuenta de su cráneo alargado y desprovisto de cualquier tipo de vello corporal. No había rastros de cabello, cejas, bigotes ni barbas en ese rostro limpio, claro y tan terso como el mármol. Los ojos de aquel ser eran grandes y alargados, de un completo color azul, sin que pudiera distinguirse el iris o la pupila. Por lo demás, era un rostro humano, de pómulos y rasgos bien definidos, aunque era evidente que no se trataba de un hombre ni nada proveniente de la Tierra.

Y Paul Haldeman fue sintiéndose atraído por el profundo azul de sus ojos, como si se tratara de un pozo sin fin al que era empujado por una fuerza incomprensible e imparable.

Entonces, su conciencia fue bombardeada por una larga secuencia de imágenes que en un principio se agolparon en su cabeza sin que pudiera darle sentido. A medida que fue adaptándose a esta especie de memoria inducida, la vorágine de recuerdos, porque eso era lo que estaba viendo, empezó a ordenarse hasta que pudo comprender el mensaje que ese ser le estaba transmitiendo.

En una rápida, aunque ordenada sucesión de hechos, vio a más de estos seres desembarcar en la Tierra primigenia con un impresionante arsenal científico orientado a emular la vida como ellos la conocían. Los vio inyectar muestras de su propio ADN en las aguas que recién comenzaban a abrirse paso sobre la superficie terrestre y regresar periódicamente a revisar el fruto de su experimento. Los vio volver cuando diversos seres vivos emergieron en variadas y singulares formas, de entre los cuales escogieron a una especie en particular para alterar su composición genética y obligarla a un salto evolutivo que la diferenciaría de los demás. Mucho tiempo después, gracias a esta intervención, surgieron los primeros primates y entre ellos tomaron una pareja, macho y hembra, la trasladaron a un ambiente aislado del resto del planeta, donde fueron sometidos a una serie de estímulos orientados a potenciar sus habilidades cognitivas y usaron sus avanzados sistemas de manipulación genética para impulsarlos todavía más allá.

Se sintieron satisfechos al observar que sus creaciones alcanzaban un nivel intelectual superior y desarrollaban la consciencia de su existencia.

Acababa de nacer la especia humana.

Decidieron seguir supervisando el progreso de esta nueva raza de forma periódica y apenas unas centurias después descubrieron que tenían cierta tendencia a la crueldad. Vieron con horror que sus creaciones eran capaces de asesinar a sus semejantes sin la menor contemplación.

Con la intención de castigarlos y hacerles ver lo que los diferenciaba del resto de las criaturas, los expulsaron del ambiente que habían construido para ellos. Esperaban que la experiencia de conocer la realidad de su naturaleza les ayudara a enmendar el rumbo, pero no fue así. Los humanos se agruparon en clanes cada vez más numerosos y los conflictos entre ellos se acrecentaron a medida que sus incipientes civilizaciones progresaban. Hartos de esta situación, llegaron a la conclusión de que deberían reiniciar su experimento. Bombardearon dos de las ciudades en las que sus habitantes estaban por completo fuera de control, pero se dieron cuenta que aquello no sería suficiente, así que seleccionaron a una pareja de cada una de las especies que ya poblaban la Tierra, las protegieron dentro de una gigantesca fortaleza flotante que las mantendría en un estado de hibernación programada y usaron su tecnología para irradiar la atmósfera y provocar abominables tormentas que envolvieron por completo el globo.

Las inundaciones no se hicieron esperar y solo las especies más aptas sobrevivieron a los cuarenta días y cuarenta noches en que las aguas cubrieron hasta las montañas más elevadas.

En cuanto estimaron que era buen momento para continuar, abrieron la fortaleza y permitieron que los especímenes almacenados en ella volvieran a poblar la Tierra. En un principio, la humanidad pareció enmendar el rumbo, pero la irrupción de poderosos imperios que competían por dominar a las naciones más débiles terminó por convencerlos de que la única manera de cambiar la mentalidad salvaje de los hombres era mostrarles la verdadera “humanidad” como un sentimiento que unía a cada miembro de su especie.

De esta forma, fabricaron un embrión sintético, idéntico en forma y funcionalidad al de los humanos y, después de un común acuerdo, uno de ellos se ofreció como voluntario para un revolucionario experimento que muchos se negaron a permitir, pero que terminaron por aceptar como necesario y heroico.

Este científico se sometió a un proceso de degeneración celular para convertir su cuerpo y material genético en la infusión vital que permitiría que el embrión sintético cobrara vida. La única medida que tomaron para garantizar su existencia en caso de que algo fallara, fue enlazar su mente al cerebro artificial de la computadora del laboratorio, lo que además permitiría que cada una de sus vivencias fuera almacenada en la extensa librería cuántica de la nave.

Así, una hembra fue seleccionada por su compatibilidad genética y se le implantó el embrión en su útero. Al cabo del tiempo normal de gestación, nació un varón que se desarrolló de forma natural hasta que su consciencia fue activada por las directrices instauradas en su código genético, lo que hizo que se revelará ante los demás como un ser dotado de poderes milagrosos, predicando a todo aquel que quisiera escucharle sobre el sentido de la existencia del hombre: avanzar como especie en el conocimiento y comprensión de su propia vida y el universo que los rodea, para unirse algún día a sus creadores en la titánica tarea de poblar el cosmos.

Su desilusión fue enorme al ver que los humanos lo tomaban como una amenaza y terminaban ejecutándolo de forma pública.

Esta fue la gota que rebalsó el vaso y el acuerdo de destruir por completo a esta raza belicosa solo fue frenado al aparecer ciertos individuos que interpretaron el mensaje que quisieron entregarles como la única clave para la salvación de la humanidad.

Y, en vista de la misericordia, el arrepentimiento y la piedad de estos hombres, optaron por alejarse y dejarlos seguir adelante sin volver a interferir hasta que alcanzaran un estado evolutivo óptimo o al menos cercano a lo que esperaban.

Dos mil años después, ver que ya eran capaces de alcanzar el cuarto planeta del sistema solar les hizo pensar que al fin estaban listos.

Así se encontraron con el Pegasus y decidieron someter a su tripulación a una serie de pruebas orientadas a determinar su nivel de desarrollo y capacidad de enfrentarse a la adversidad. No fue hasta que se dieron cuenta de que estaban dispuestos a tomar una camino que los llevaría directo a la aniquilación que optaron por tomar cartas en el asunto y revelarse ante ellos.

Para su tristeza, la tripulación respondió con agresividad y ellos mismos se descubrieron proclives a la ira y la venganza, lo que los llenó de temores y alentó la idea de intentar una vez más reencausar a la humanidad.

Esta vez, el escogido para aquella tarea sería un humano: él.

Gracias a su avanzada tecnología, lograron poner a salvo el área médica del Pegasus justo antes de que el motor de antimateria estallara. Varios de los científicos que abordaron la nave fallecieron entre las llamas, pero conseguir rescatar a Paul Handelman era una inesperada recompensa que les ofrecía una nueva oportunidad.

El haber regenerado su pierna amputada era una simple muestra de lo que podían hacer si aceptaba colaborar con ellos.

Y Paul, movido por todo lo que había visto en su cabeza, aceptó.

En ese momento, el ser que le había mostrado la historia olvidada de la humanidad hizo descender un delgado cable desde alguna parte, el que serpenteó caprichosamente hasta tocar la frente de Handelman.

Le bastó una mirada a esos enigmáticos ojos azules para comprender que estaba siendo sometido a un proceso en el que su ADN sería bombardeado con una muestra del código genético de esa raza de científicos espaciales.

Un insoportable sueño lo inundó de inmediato. Sin ser consciente de los cambios que se sucedían en su interior, fue trasladado a la única cápsula de rescate que quedó del Pegasus, una que los mismos científicos se dieron el trabajo de reconstruir y acondicionar para enviar a Paul Handelman de nuevo a la Tierra.

Solo que ya no era un humano normal.

La pequeña nave fue disparada hacia el espacio por un propulsor alienígena que la dotó del empuje necesario para alcanzar su destino dentro de cuarenta y cinco días terrestres, ante la expectación mundial de los medios alertados por la NASA sobre el contacto con lo que parecía ser la única cápsula de rescate sobreviviente del presunto desastre del Pegasus en suelos marcianos.

La prensa internacional cubrió por varios días las noticias relacionadas con el curso del vehículo que transportaba al hasta ahora único miembro de la tripulación en regresar a la Tierra, el que seguía sin responder a las transmisiones desesperadas que intentaban averiguar su real estado de salud, aunque las lecturas emitidas por la cápsula indicaban que se encontraba en un tipo de coma inducido.

Los esfuerzos de varias naciones se enfocaron en determinar el lugar en el que la nave haría su entrada a la atmósfera, confiando en que los sistemas de blindaje térmico, desaceleración y aterrizaje evitaran un desastre todavía mayor.

Un enorme dispositivo de seguridad se desplegó en medio del Pacífico, a más de tres mil kilómetros de las costas del Perú, donde la cápsula de rescate finalmente amarizó. Buques y helicópteros de distintas nacionalidades custodiaron la zona y se encargaron de proveer de todos los medios necesarios para la extracción de su ocupante y su inmediata atención médica, mientras que las fuerzas navales de los Estados Unidos armaron todo un dispositivo de seguridad en un radio de veinte kilómetros con la intención de impedir el acercamiento de curiosos o de cualquiera que pudiera afectar de alguna manera la operación más mediática del momento.

Cuando la nave entró a la atmósfera, los ojos del mundo entero observaron con atención su descenso, desde el momento en que fue visible, hasta que desplegó los paracaídas y terminó por entrar en el agua.

La sorpresa de los espectadores en sus hogares y en especial de quienes estaban presentes en el lugar, fue mayúscula cuando la cápsula se abrió y Paul Handelman salió desnudo de ella y por sus propios medios, sin ningún daño aparente y gozando de un excelente estado de salud. De todas formas, el operativo de evacuación se puso en marcha y fue extraído con rapidez en una lancha, mientras otras embarcaciones tractaban la nave hacia un buque carguero de la armada norteamericana.

Tres días después, la NASA citó a una conferencia de prensa para confirmar que el Pegasus y toda su tripulación lograron llegar sin contratiempos a Marte, que el motor de antimateria funcionó como se esperaba durante el trayecto de ida, pero que, debido a un imprevisto cambio en las condiciones climáticas marcianas, se produjo una falla catastrófica que causó la destrucción completa de la nave y la muerte de toda su tripulación, excepto de Paul Haldeman, el ingeniero a cargo del motor, quien alcanzó a abordar una cápsula de rescate e iniciar el sistema de eyección y retorno programado.

Una ola de preguntas se suscitó en cuanto el vocero terminó sus palabras, pero se silenciaron en el momento en el que le cedió la palabra al único sobreviviente de la misión.

Paul Haldeman, vestido con el buzo azul de la NASA, se aproximó a los micrófonos con un impresionante aire de seguridad. Sin siquiera inmutarse por los muchos flashes que lo bombardearon desde que se levantó del asiento en el que aguardaba su turno de hablar frente a los periodistas, hasta que se acomodó detrás del podio con las insignias de las agencias espaciales que participaron del proyecto, se tomó el tiempo para mirar a todos y cada uno de los presentes, antes de fijar su mirada en la cámara que transmitía en directo a todo el mundo lo que ocurría en esa amplia sala de prensa.

Y, antes de pronunciar palabra alguna, esbozó una enigmática sonrisa que nadie fue capaz de interpretar.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Iniciativa seamos seguidores

La Última Bala

Y así nació Réquiem de los Cielos