La Golondrina y la Semilla del Calafate
Una de estas golondrinas se hizo amiga de un frondoso arbusto de calafate lleno de flores que soportaban con firmeza los fuertes vientos magallánicos. Como los días en esa época del año se hacían más largos, pasaban horas y horas charlando sobre lo que la golondrina había visto en las tierras que visitó durante el invierno, hasta que el calafate le permitió posarse en sus ramas sin que las afiladas espinas le hicieran daño. De esta manera, la amistad entre ambos se hizo cada vez más fuerte y, cuando llegó el momento de que asomaran los primeros frutos de la temporada, el arbusto permitió a su amiga alada que comiera de ellos con el compromiso de que le ayudara a esparcir sus semillas por toda la pampa.
La golondrina aceptó y comió en abundancia durante lo que restaba de primavera y todo el verano, llevando a los futuros descendientes del calafate a todos los rincones de esa fría tierra. Sin embargo, el invierno se acercaba y la pequeña ave debía migrar otra vez hacia las cálidas tierras del norte, por lo que se presentó ante su amigo para despedirse. Él, triste por la inevitable separación, le entregó el último fruto que había germinado, uno que guardó celosamente entre su tupido ramaje, para que nadie más pudiera comerlo. La golondrina lo aceptó, muy agradecida, y le prometió conservarlo hasta llegar a su destino y encontrar un lugar donde pudiera sembrarlo y verlo crecer. Así, tendría a su amigo en el sur y a un hijo de él en el norte.
El calafate se emocionó ante la generosidad de la golondrina y le pidió que cada vez que regresara al sur le trajera noticias de su pequeño brote. El ave estuvo de acuerdo y, luego de un instante en que juntos contemplaron los tonos multicolores con los que el otoño comenzaba a pintar los bosques de ñirres, coigües y lengas, se despidieron hasta que la primavera regresara a la Patagonia.
La golondrina se unió al resto de su bandada y emprendió el largo vuelo hacia el norte, mucho más allá de las Torres del Paine, pasando por sobre los canales e islas de Chiloé para alcanzar el valle de Santiago y continuar su viaje por horas y horas. Siguieron en ordenada formación por el desierto de Atacama y alcanzaron el Titicaca sin perder el aliento. Se internaron en la selva peruana y siguieron su travesía hasta alcanzar la cordillera central de Colombia y detenerse al fin en la cima del Cerro de Guadalupe, donde se permitieron descansar y disfrutar de la vista de La Gran Bogotá.
Agotada, la golondrina se internó en secreto entre los bosques de quimulá, arrayanes y cordoncillos, donde florecía una familia de orquídeas que nadie más conocía y que se mantenía oculta del resto del mundo en una pequeña quebrada en medio de los cerros. Ahí había anidado la familia de la golondrina mucho tiempo atrás, por lo que ellas la conocían desde que era un pequeño polluelo. Y, al verla, la recibieron con alegría después de su larga ausencia.
Entonces, la avecilla les mostró el fruto que había traído desde el sur y les comentó sobre su amistad con el arbusto de calafate, a quien le prometió sembrar la semilla cuando terminara su viaje.
La familia de orquídeas estuvo de acuerdo y, con el consentimiento del resto de los habitantes de aquel jardín secreto, permitió que la golondrina escarbara un pequeño agujero donde depositó el fruto ya convertido en semilla y lo cubrió con una capa de la fértil tierra del bosque.
Gracias al generoso clima bogotano, la pequeña semilla germinó al cabo de unas semanas, siempre bajo los atentos cuidados de la golondrina, quien, llena de alegría, la vio crecer hasta convertirse en una diminuta planta que apenas sobresalía por encima del pasto y la hierba.
Las orquídeas se acercaron a verla y acompañaron al pequeño calafate en su desarrollo, entregándole mucho afecto y acogiéndolo como uno más de la familia, hasta que al fin aparecieron sus primeras flores doradas a mediados de agosto, cuando la bandada de golondrinas comenzaba los preparativos para regresar al sur del continente.
El calafate, ya convertido en un arbustito lleno de ramas firmes y hojas verdes, le pidió entonces al ave que la trajo desde el extremo más alejado del continente, que tomara su primer fruto y lo llevara a su padre. La golondrina, con la misma emoción con la que lo recibió a él un año atrás, lo tomó entre sus patitas y, sabiendo que su amigo del sur se pondría muy feliz, levantó el vuelo y se unió al resto de la bandada para iniciar el viaje en búsqueda de la primavera patagónica.
Desde el aire dio una última mirada al jardín secreto que crecía en medio del bosque, donde una plantita traída desde miles de kilómetros de distancia había sido acogida por las hermosas orquídeas, quienes, al igual que ella, le abrieron las puertas de su corazón.
Y cada año, hasta que la golondrina estuvo ya muy vieja para volar, padre e hijo se enviaban el último de sus frutos de la temporada y las semillas germinaban en uno y otro lado del continente, dando luz a arbustos cada vez más hermosos y de flores cada vez más doradas.
Y el jardín secreto, en el que calafates y orquídeas vivían en completa armonía y felicidad, construyó un mullido nido para que la golondrina pudiera descansar cuando sus alas ya no fueran capaces de llevarla a surcar los cielos.
En ese lugar, en un bosque al que nadie más sabía llegar, un bosque en el que convergía lo mejor de dos tierras tan distantes y similares a la vez, la pequeña avecilla emprendió su último vuelo en compañía de sus tan queridas amigas. Un vuelo que la llevó a un cielo lleno de orquídeas y calafates, donde siempre era primavera y los cielos estaban llenos de flores doradas como los rayos del sol y del suave color rosa de la amistad.
Que bello cuento!! Linda forma de unir dos tierras tan distantes y de inigualable belleza. Bella forma de recrear la amistad y el nacimiento de nuevos vínculos en tierras lejanas.
ResponderBorrarMuchas gracias por tus palabras.
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