Tras las Sombras - Capítulo VII
“Me están operando”, dedujo ante lo evidente, “debo estar muy mal”.
Recordó lo ocurrido y no supo si dar gracias o no por estar vivo, después de la locura de las horas precedentes a que recibiera el disparo. La explicación irracional que su cerebro le ofrecía a la serie de circunstancias que lo llevaron a ese momento infame, le parecía demasiado cruel y descabellada como para tomarla como real, pero no encontraba nada más a qué atribuirle esa cadena de hechos desquiciados que lo empujaron a su actual situación. Los rostros preocupados y sudorosos de los doctores que lo atendían bastaban para deducir que estaba a un paso de la tumba.
Y eso fue, después de todo, lo que hizo que el temor volviera a él.
En un principio acarició la muerte como una salida rápida y limpia a un día que se había transformado en una horrible pesadilla, pero ahora que bastaba un pequeño empujón para que abandonara la vida, un terror abrumador sacudió cada fibra de su ser.
Sin embargo, eso no fue lo peor.
Mientras luchaba por hacer que su cuerpo se sacudiera de la modorra para mantenerse lo más consciente posible, las sombras que proyectaba el aparataje quirúrgico que tenía frente a sus ojos empezaron a moverse como si tuvieran vida propia. Bascuñán entendió que la oscuridad que salió de ese departamento seguía tras él y ahora estaba indefenso y por completo a su merced.
Movió con desesperación sus ojos para intentar hacer contacto visual con algún paramédico, en un esfuerzo desesperado por tratar de pedir ayuda. Pero todos estaban tan concentrados en sus tareas que le fue imposible conseguir que alguien se diera cuenta de su silencioso llamado de auxilio. Por último, quiso escuchar lo que hablaban, para estar atento lo que decían y a sus reacciones ante algo fuera de lo habitual, no obstante, las expresiones de sus rostros indicaban que, para ellos, no ocurría nada extraordinario.
Por un momento pasó por su mente la idea de que estaba sufriendo alucinaciones bajo el efecto de la anestesia, hasta que las sombras crecieron por toda la sala y luego se concentraron en un único punto, donde comenzaron a tomar la forma siniestra de ese ser oscuro que lo acosaba y que sonreía, a pesar de que no podía verle el rostro.
Forzó al máximo sus músculos para que reaccionaran, sin lograr despertar a su cuerpo del sueño obligado al que estaba sometido. La sombra se regocijó con su angustia y Bascuñán sintió que toda la sala era arrastrada hacia ella, incluyendo la camilla en la que lo operaban. Era como si ese ser oscuro estuviera engulléndolo todo hasta hacerlo desaparecer.
Y lo que vio cuando estuvo a punto de ser absorbido por las tinieblas, terminó de desgarrar su alma.
Su hermano, el hombre que lo tomó de rehén cuando era un niño, su esposa y su pequeña hija, y la mujer del Metro, estaban colgados de cruces de madera a la orilla de un ardiente lago de fuego. Sus cuerpos, desnudos y martirizados por cientos de heridas sangrantes, se quemaban por el fuerte calor, mientras que el sujeto del hospital, aquel que hizo que los últimos días de vida de su hermano fueran los peores, sonreía como un desquiciado al darse cuenta de que él los observaba.
—¡Me los traje a todos! —gritó con un alarido frenético y luego se puso a reír— ¡Le di mi cuerpo y él tomó los de tu familia! ¡Todos vamos a arder!
Por otro lado, Gloria, la misma mujer que él vio hacerse pedazos entre los rieles del tren subterráneo, lloraba de manera lastimosa y balbuceaba palabras sin sentido que Bascuñán no alcanzaba a comprender.
Y su esposa se debatía con furia para liberarse de los clavos de metal que la mantenían anclada a la cruz, para ir en ayuda de su bebé, la que no demostraba ni el menor signo de vida.
Bascuñán intentó gritar, pero en ese instante las sombras lo abandonaron y lo empujaron de vuelta hacia donde se encontraba, quedando a solo un par de metros de la silueta oscura que lo observaba desde un rincón.
Una fuerza titánica brotó desde lo más hondo de su ser para obligar a su cuerpo a sacudirse la anestesia y luchar por librarse de las ataduras que lo aferraban contra la camilla, bajo el asombro de paramédicos y doctores que trataban por todos los medios de obligarlo a recostarse. Pero Bascuñán se sacudía con salvajismo y pronto logró zafarse de sus amarras, empujar a una enfermera hasta sacarla de su camino y ponerse de pie a pesar de lo tambaleante de sus piernas.
Entonces se dio cuenta de que no eran simples doctores contra los que luchaba. Eran seres extraños y repulsivos que lo observaban con ojos demoniacos que brillaban con un fulgor rojizo detrás de las mascarillas. Y no eran sus manos las que intentaban detenerlo, sino unas garras escamosas que le arañaban la piel hasta hacerle sangrar.
Lanzó golpes a diestra y siniestra, enroscó su cuerpo como un gato acorralado para defenderse de esos monstruos jadeantes que buscaban apoderarse de él, se quitó las agujas y mangueras que tenía conectadas en sus brazos y la mascarilla que le tapaba la mitad de la cara, y salió corriendo de forma desaforada hacia la puerta más cercana que encontró. Jadeaba y se inclinaba de un lado a otro mientras atravesaba un pasillo cada vez más frío y oscuro, rebotando de una pared a otra.
Se detuvo para recuperar un poco el aliento y apoyó un hombro contra el muro para sostenerse. El aire parecía volverse espeso al entrar por su garganta y cada vez le costaba más trabajo respirar, además de que lo atravesaba un intenso dolor pulsante desde la parte alta de la espalda, poco más abajo del hombro derecho, donde la bala debía haber causado tanto daño en sus tejidos y huesos que ya apenas podía levantar el brazo.
Y lo peor era que la delgada bata de tela que llevaba puesta dejaba al descubierto el cálido avance de la sangre desde la herida hacia su cadera, pasando por la nalga derecha para luego comenzar a recorrer el muslo y alcanzar el pie. Bajó la mirada y se horrorizó al ver que el líquido rojizo empezaba a manchar el pulcro piso embaldosado del pasillo y zigzagueaba hasta formar un pequeño riachuelo.
Al ver tanta sangre, una desagradable sensación de nauseas amenazó con hacerle desfallecer, por lo que apremió a su cuerpo a dar un último esfuerzo para mantenerse con vida el tiempo suficiente para escapar de ese gélido lugar. Sin embargo, al volver a mirar al frente, se topó con más de esos seres vestidos con uniformes de paramédicos o enfermeras que clavaron sus ojos hambrientos en él, como si acabaran de encontrar carne fresca con la cual saciar su apetito infernal. Bascuñán, tambaleante y todo, cargó con furia contra ellos para abrirse camino entre garras y dientes que intentaban detenerle y hacerle caer. La tela de su efímera bata se desgarró en el forcejeo y tuvo que seguir corriendo sin más vestimentas que la sangre que ya tapaba toda su espalda.
Llegó hasta una intersección en la que debió decidir si tomar el camino de la derecha o el de la izquierda, donde ambos se perdían en la cegadora luz que los iluminaba. Escogió el de su diestra, pero al poco andar se detuvo.
Estaba afuera de la sala en la que su hermano había sido hospitalizado cuando eran niños, en el instante justo en que un hombre desquiciado sostenía a un pequeño José Bascuñán por el cuello y le apuntaba con una pistola en la cabeza. Poco más allá estaba su madre implorándole al bandido que bajara el arma y no le hiciera daño a su hijo, mientras que por sus espaldas aparecían dos carabineros para intentar detenerlo.
Frente a sus ojos pasó exactamente lo que recordaba, pero ahora desde un punto de vista por completo ajeno. Se sentía como un mero espectador de su vida, por mucho que reconocía esa escena dentro de un recuerdo propio, entretanto que las cosas seguían su curso hasta el instante en que el hombre enloquecido lo dejaba en libertad y se preparaba para volarse los sesos, no sin antes decir su macabro mensaje de despedida:
—Dios no nos cuida, para Él no existimos. Solo el diablo vive entre nosotros, pero está aquí para vernos arder. No lo olvides nunca, pequeñín.
Eso fue lo que dijo antes de soltarlo y colocarse la pistola en la cabeza. Luego agregó:
—¡Te doy mi cuerpo!
El estruendo del disparo, la nube sanguinolenta que quedó impregnada en la pared, el cuerpo sin vida de ese demente que tuvo la mala suerte de encontrar en su camino, todo ocurrió de la manera exacta en que él lo recordaba, pero ahora podía ver detalles que en ese momento escaparon a su limitada atención.
La escena se congeló ante sus ojos y el tiempo quedó a su disposición para que pudiera observar con detenimiento a cada una de las personas que participaban de esa macabra situación. Los policías atónitos, su madre horrorizada y él…
Riendo.
Lo que veía no concordaba con lo que estaba guardado en su memoria. En las pesadillas, en los recuerdos, solo había miedo, un miedo proverbial como el que nunca había sentido hasta ese entonces, pero ahora, al contemplar el rostro de ese pequeño que alguna vez fue, no veía en su cara más que regocijo, una extraña expresión de goce con el espectáculo que estaba contemplando.
Y, para su terror, ese muchacho lo miró directo a la cara, con uno ojos salvajes e igual de enloquecidos que los del sujeto que yacía muerto a tan solo unos pasos de él.
—¿No lo entiendes? —le dijo con un inquietante tono infantil que le erizó los vellos de la nuca—. Tu cuerpo, él lo quiere.
Con el corazón a punto de saltarle por la boca, retrocedió para escapar de ese pequeño ser que le aterrorizaba, pero sus pies desnudos chapotearon en un desagradable líquido viscoso que le obligó a mirar el suelo.
Y descubrir que se trataba de sangre.
El pasillo completo se había transformado en un inmundo río de sangre en el que estaba metido hasta las pantorrillas. Coágulos asquerosos se pegaban a sus piernas y las náuseas volvieron con más fuerza a revolver su estómago. Se tambaleó al borde del desmayo y tuvo que afirmarse contra una pared para no caer, pero todo fue peor al comprobar que los muros y el techo también estaban cubiertos de sangre y grumos oscuros se deslizaban por ellos hasta unirse al cada vez mayor cause que inundaba el pasillo.
Tenía que salir de ahí antes que se cortara el delgado hilo que sostenía su cordura.
Dio media vuelta con mucho más trabajo del que esperaba. La sangre se coagulaba a su alrededor y succionaba sus pies como si estuviera metido en medio de un lodazal. Sin embargo, se las arregló para llegar de vuelta al pasillo por el cual venía y, en cuanto lo alcanzó y miró atrás, volvió a encontrarse con un hospital común y corriente. No había el menor rastro de sangre ni de la horrible escena escapada de su memoria. Solo las frías y desnudas paredes que lo rodeaban.
Pero la inquietante sensación de que algo terrible lo acechaba lo calaba hasta los huesos. Avanzó con todos los sentidos alertas para reaccionar, paso a paso de la forma en que lo haría si se internara en un campo minado. Llegó otra vez a la intersección y miró a uno y otro lado para cerciorarse de que todos habían desaparecido, antes de tomar el camino de la izquierda con la esperanza de no encontrarse con otra horrible sorpresa.
Las luces de ese lado del hospital eran mucho más débiles que las de la otra ala y las sombras parecían ganar terreno a medida que Bascuñán seguía su camino. Al fondo pudo ver que había una ancha puerta de doble hoja con una ventana en cada una de ellas por donde entraba la tenue luz del sol. Esa debía ser la salida y si llegaba hasta ella podría escapar de ese lugar de pesadillas.
Sintió que las piernas recuperaban su vigor y poco a poco empezó a apurar el paso hasta que emprendió una lastimosa carrera. El dolor del hombro se había magnificado y ya abarcaba gran parte de la espalda y el pecho, y tuvo que sostener su brazo derecho con la otra mano para evitar que el balanceo involuntario le causara más daño.
Aunque un leve halo de esperanza le alentaba a ignorar todo el sufrimiento hasta cruzar la puerta que ya estaba a poco más de cinco pasos de él.
Usó el peso de su cuerpo y cargó con el hombro sano para abrir la puerta y lanzarse al exterior, pero, en cuento cruzó el umbral, el terror volvió a invadirlo.
No estaba afuera de ningún hospital, sino que, de su casa, en el instante mismo en que su auto robado, con su esposa y su hija en el interior, se estrellaba con brutal violencia contra un poste.
—¡No otra vez!
Rompió en llanto y la desesperación de volver a vivir el día más fatídico de su vida hizo que casi se arrancara el cabello a tirones con la única mano que podía mover. Sentía que su corazón era estrujado por una cruel garra que lo atenazaba y se clavaba en su carne para hacerlo sangrar hasta la última gota. Apenas pudo sentir una cálida luz que lo alcanzaba por un costado y acariciaba con tibieza su mejilla. Bascuñán estaba vació y no podía sentir nada más que el dolor de la pérdida que lo acongojaba desde el momento en que el destino le arrebató a sus dos seres más queridos.
Sin darse cuenta de sus acciones, retrocedió hasta que su espalda chocó con la puerta y esta cedió tras él para dejarle entrar al pasillo del que había salido. Caminó unos cuantos pasos más, aún sin volverse, y dejó que la oscuridad que se apoderaba de todo también bañara su cuerpo y lo hundiera dentro de sus fauces. Casi no le importó ver que en las paredes empezaban a aparecer discos sanguinolentos en los que se dibujaba la cabeza del macho cabrío dentro de una estrella invertida de cinco puntas.
En un momento en que su cordura ya no fue capaz de soportar más las pesadillas que lo atormentaban, dio la vuelta sobre sus talones y se encontró de frente con ese oscuro ser hecho de sombras que lo perseguía desde que entró al departamento de Gloria. La silueta de un hombre alto y siniestro estaba a poco menos de dos pasos de Bascuñán, pero él no podía distinguir ningún rastro de su cara más que la oscuridad que parecía manar desde su interior.
De todas formas, supo que estaba sonriendo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con un susurro desesperado, ya sin fuerzas.
La sombra no se movió en lo más mínimo ni emitió el menor ruido. No era necesario, ya que sus intenciones estaban claras desde un principio y el detective se dio cuenta de que todos los hechos fueron planeados para traerlo a este momento en que su alma se había quebrado y ya no tenía la voluntad de resistirse.
Levantó la mirada, pero el miedo implacable le obligó a bajar la cabeza ante ese poderoso y despiadado ser, y luego pronunció las palabras que sellaron su destino y condenaron su alma para siempre.
—Te doy mi cuerpo.
En ese instante, todo se volvió oscuridad.
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