Tras las Sombras - Capítulo VI


Lo primero que hizo al cruzar la puerta fue buscar el interruptor para encender la luz. Lo encontró en la pared de su izquierda e hizo un gesto de desagrado al poner sus manos en él y sentir que estaba cubierto de algo pegajoso. Pero lo importante era iluminar el lugar, aunque no supo si eso mejoró en algo el lóbrego ambiente dentro del departamento.

La oscuridad se fue para dar paso a un panorama bastante desolador. Lejos de todo lo que podía esperar, aquel lugar estaba convertido en una pocilga llena de basura, rayados, recortes de revistas para adultos en las paredes y un fétido olor que lo abarcaba todo.

Bascuñán se tapó la nariz con la mano libre y empezó a avanzar con la pistola lista para disparar si fuera necesario. Caminaba con cuidado, casi de puntillas entre la inmundicia que tenía a sus pies, con los sentidos despiertos al máximo ante una desagradable sensación de estar al borde de un peligro inminente.

Revisó con la vista los muebles desordenados y polvorientos sin encontrar nada que llamara su atención. Aún no estaba seguro de lo que buscaba, pero su instinto le decía que en cuanto lo viera lo sabría, por lo que cruzó lentamente los metros que lo separaban de lo que parecía ser el único dormitorio del departamento, obviando la cocina y el baño. La puerta de la habitación estaba abierta por completo y Bascuñán sintió que si había algún peligro en aquel lugar, estaría ahí adentro.

Recurriendo a su entrenamiento policial, entró de un salto y pegó la espalda a la pared más próxima para poder tener una visual completa de todo su entorno, con la empuñadura de la pistola tan apretada que le llegaban a doler las manos, sin dejar que eso fuera impedimento para mantener la guardia.

Sin embargo, no había nada más que las lúgubres sombras que ondulaban sobre la cama y el asqueroso desastre encima y alrededor de ella. Una nauseabunda mezcla de basura y preservativos usados desparramados por todas partes.

Siempre alerta, Bascuñán trató de registrar hasta el último detalle de la habitación antes de abandonar la seguridad que la pared le ofrecía a su espalda. Miró debajo de la cama, con la casi infantil seguridad de que ahí había un monstruo listo para saltar sobre él, pero un destello de cordura le indicó que era imposible que alguien cupiera en ese espacio tan pequeño.

Se esforzó por calmarse un poco. A pesar de lo disparado que estaba su pulso, bajó el arma y se recompuso lo mejor que pudo. Tenía toda una escena que analizar, una escena extraña y maloliente que a simple vista no arrojaba ninguna luz sobre sus inquietudes y, sobre todo, no le ayudaba en nada a encontrar lo que ni él sabía que había ido a buscar. Tendría que darse el tiempo para revisar por completo el departamento y así lograr entender lo ocurrido en el metro durante la mañana.

Pero ¿por dónde empezar?

No era un caso propiamente tal. Nadie se lo había asignado, no existían indicios de que se tratara de un crimen ni tenía más pistas que los últimos segundos de vida de la mujer y el extraño papel que sacó de su billetera.

Sin contar el episodio inexplicable que vivió en su primera visita a ese inquietante lugar.

De todos modos, Bascuñán sentía que estaba ligado a lo sucedido y que, si lograba comprender lo que gatilló ese horrible suicidio, encontraría un poco de sentido a los hechos trágicos que marcaron su vida y que resucitaban cada noche mientras él se embriagaba en la soledad de su hogar.

Fue entonces cuando notó lo del techo.

En primera instancia no pudo distinguir de qué se trataba el manchón oscuro que estaba justo sobre la cama de la difunta, pero en cuanto se acercó, se quedó boquiabierto al descubrir que era exactamente el mismo dibujo que la mujer llevaba entre sus pertenencias, aunque del tamaño de una pizza familiar y sin la inscripción en latín bajo él.

Lo que le hizo estremecer fuer darse cuenta de que parecía estar hecho de sangre.

De seguro sus colegas criminalistas tomaron una muestra de esa macabra tinta para poder analizarla en los laboratorios y era probable que a estas alturas ya tuvieran una identificación positiva de a quién pertenecía, pero Bascuñán no necesitó ningún tipo de prueba para asumir que se trataba de la malograda Gloria Andrade.

—¿Qué mierda hicieron aquí? —no pudo evitar preguntarse en voz alta.

Y de pronto lo sorprendió la oscuridad, como si se tratara de una densa niebla que apareció de improviso en la habitación y volvió todo negro.

Salvo el dibujo del techo.

La circunferencia que rodeaba la cabeza del macho cabrío empezó a supurar sangre ante los atónitos ojos de Bascuñán. El detective, presa del más absoluto pavor, cayó de espaldas al piso y se golpeó con fuerza la cabeza contra el velador que estaba a su lado, pero fue incapaz de sentir el menor dolor. Todo su ser estaba concentrado en el dibujo que comenzaba a deformarse mientras delgadas líneas sanguinolentas se extendían a lo largo y ancho del techo y goteaban sobre el ya inmundo piso.

Y los ojos del macho cabrío empezaron a brillar al mismo tiempo que un sordo zumbido se levantaba desde todas partes.

Bascuñán no era capaz de mover un solo músculo. Estaba aterrado por completo y ni sus brazos ni sus piernas encontraban la fuerza para ayudarle a ponerse de pie. Sentía que la cabeza le iba a explotar por el zumbido cada vez más insoportable y ni siquiera se daba cuenta de que estaba gritando con desesperación.

Hasta que un tenue rayo de luz le mostró la salida por la cual escapar de ese lugar demencial.

Las fuerzas volvieron de improviso a su cuerpo y apenas fue conciente de que se puso de pie y echó a correr por el departamento para llegar al pasillo. El débil halo de luz que le señalaba el camino iba siendo devorado por las sombras que trataban de cerrarle el paso y, en un momento de desesperación, Bascuñán recurrió a unas lejanas palabras que pensaba que estaban enterradas en lo más hondo de su corazón.

—¡Ayúdame, Dios!

Y, cuando ya sentía que estaba perdido, se lanzó hacia adelante como si tratara de zambullirse en la poca luz que quedaba y que apenas hacía visible el pasillo del edificio, con lo que logró salir a tumbos del departamento y rodar por el piso hasta chocar con la pared de enfrente.

Apenas logró detener su alocada carrera, volvió a levantar su arma y apuntó hacia aquello que lo perseguía, con el dedo listo para presionar el disparador.

Pero la imagen de la enorme y oscura silueta de un hombre encapuchado lo dejó paralizado del miedo y solo la desesperación le ayudó a levantarse cuando ese ser empezó a acercarse a la puerta.

Entonces se abalanzó como un demente escaleras abajo para salir lo más rápido posible del edificio y dejar todo atrás. Corría angustiado, sintiendo que era perseguido por esa oscuridad de la que intentaba escapar, pero que parecía estar en todas partes. Ni siquiera se detuvo ante la atónita mirada del conserje de turno, el que salió de la comodidad de su caseta para verlo pasar hecho un rayo frente a sus ojos, sin hacerle caso a sus intentos por detenerlo.

En su prisa por huir, no encontró la salida del condominio y saltó como pudo la pared que lo separaba de la calle. Al caer al otro lado y mirar hacia el interior vio que la silueta oscura que lo perseguía estaba a pocos metros de él, mirándolo con maligna satisfacción. Retomó la carrera y en su atolondrado escape enredó sus piernas y cayó hacia atrás con torpeza. En medio de su pavor, tuvo el control suficiente de sí mismo para apuntar su arma contra la sombra y disparar en cuanto la tuviera cerca.

Pero la sombra no estaba.

Se levantó con cautela, revisó los alrededores con los nervios a punto de estallar y comprobó que nadie lo seguía. Solo pasaban por ahí los vehículos que transitaban por la calle y uno que otro transeúnte que lo miraba con desconfianza y temor, para luego cruzar hacia la vereda de enfrente o devolverse por donde venían.

Bascuñán comenzó a retroceder, siempre apuntando su arma a todas partes, a la vez que trataba de definir hacia dónde ir. Estaba tan desorientado y confundido que era incapaz de reconocer el lugar en el que se encontraba y nada más atinaba a caminar hacia atrás, temeroso de que la silueta oscura apareciera tras él en cuanto le diera la espalda.

Sin embargo, cuando estimó que ya había puesto una distancia prudente entre él y su perseguidor, dio media vuelta y emprendió la carrera para alejarse del lugar. Sentía que era el momento oportuno, que no tendría otra chance para escapar y no estaba dispuesto a desaprovecharla. Corrió a toda velocidad, sin prestarle importancia a las protestas de sus músculos por el enorme esfuerzo al que eran sometidos. Y, mientras corría, veía que las sombras a su alrededor comenzaban a bailar de manera siniestra y a tomar formas extrañas, como de rostros desfigurados que se reían de él o lo miraban con gestos amenazantes, al mismo tiempo que modificaban los alrededores para confundirlo aún más.

Llegó a una esquina que no fue capaz de reconocer y atinó a doblar por ella hacia la derecha, donde impactó de lleno con algo que lo hizo rebotar hacia atrás y aterrizar sobre su trasero.

Se trataba de la oscura silueta de ese ser del que intentaba escapar.

Al filo de la cordura, apuntó su arma casi de manera refleja y efectuó dos disparos contra su perseguidor, el que se desplomó de espaldas al recibir los impactos. En ese momento la oscuridad a su alrededor se esfumó y la calle volvió a aparecer reconocible para Bascuñán. La luz del alumbrado público le permitió ver que estaba a un costado de la caletera de Américo Vespucio, tirado en medio de la vereda, a unos pocos pasos de un semáforo en el que varios automóviles estaban detenidos y sus ocupantes lo miraban con ojos desorbitados desde el interior antes de proseguir su camino.

—¡Suelta la pistola, hijo de perra! —gritó alguien tras él y recién entonces Bascuñán notó que aún sostenía su arma humeante entre las manos.

Pero eso no era lo peor.

Delante de él, un hombre estaba tendido inmóvil en el suelo. Un hombre que vestía una familiar chaqueta azul con letras amarillas que tenía una mancha oscura a la altura del torso, la que se hacía cada vez más grande.

—¡Te dije que sueltes la pistola o te mato aquí mismo, desgraciado!

Su cerebro intentaba procesar lo que estaba pasando, pero se negaba a asimilar la escabrosa deducción a la que lo llevaba. No entendía cómo podía haber sucedido aquello, en qué treta del destino había caído.

—Yo… —intento hablar, sin que las palabras salieran con claridad de su boca.

—¡Cállate y suelta la pistola! —volvió a gritar el hombre que estaba detrás de él—. ¡No lo repetiré!

No podía comprenderlo, todo su ser se negaba a aceptar lo que estaba pasando. Se sentía tan confundido que las lágrimas de impotencia rodaban descontroladas por sus mejillas. Necesitaba encontrar una explicación para su mente aturdida y, movido por la turbación que se había apoderado de él, trató de girarse hacia la persona que estaba detrás suyo sin darse cuenta de que aún tenía la pistola entre las manos.

Fue ligeramente consciente del golpe que recibió en la espalda y que lo empujó para un costado con tanta fuerza que cada fibra de su cuerpo se sintió sacudida por una descarga de electricidad. Comenzó a caer hacia un lado y cuando quedó tendido cuan largo era sobre el frío suelo, un calorcito desagradable se desparramó entre sus omóplatos.

Le habían disparado y sentía que pronto se desmayaría, por más que trataba de mantenerse consciente para comprender lo ocurrido y hacer algo por el detective al que él mismo le disparó poco antes. En medio de un estado de incómoda somnolencia vio al otro policía acercársele, patear lejos el arma que escapó de sus manos y apuntarle un instante con la suya propia mientras lo insultaba con furia. Cuando ese hombre se cercioró de que lo había dejado por completo abatido, caminó hacia su compañero, siempre con el cañón de su pistola mirando a Bascuñán, y lo examinó con una mano para intentar determinar la gravedad de su situación.

Miró con impotencia la desesperación de aquel detective al comprobar que su colega no reaccionaba y lo escuchó llamar a gritos por su celular para pedir ayuda. La culpa y la vergüenza estrujaron su alma en los últimos instantes de consciencia antes de abandonarse a la oscuridad del desvanecimiento. Imaginó que quizás estaba a punto de morir y por un breve momento agradeció que todo terminara de esa manera tan abrupta y sencilla para él.

Sin embargo, en el momento justo en que sus ojos comenzaban a cerrarse, la oscura silueta salida del departamento de aquella mujer apareció ante él y un inmenso terror se clavó en su alma al caer en la cuenta de que le estaba sonriendo.

Capítulo V                                                                                                             Capítulo VII

Comentarios

Entradas más populares de este blog

La Última Bala

Iniciativa seamos seguidores

La Vida de Isabella