Tras las Sombras - Capítulo V


El resto del día se transformó en un difuso caminar por calles que a duras penas reconocía y entre gente a la que ni siquiera le había visto los rostros. Solo tenía un vago recuerdo de haber salido del condominio y pasar frente al conserje sin ser capaz de darle una respuesta a sus incesantes preguntas. Era como si flotara en un mundo por completo ajeno al que vivía hasta el lejano ayer.

Lo único que lo devolvió a la realidad, fueron las luces azules de las balizas que estaban en las afueras de su casa.

Cuando bajó del Metro en San José de la Estrella, caminó como un sonámbulo hacia su hogar, apenas consciente de las brillantes luces poco usuales que divisaba a lo lejos. No fue hasta que cruzó la calle en la que se había establecido un restaurant de sushi un par de meses atrás, que logró reaccionar y darse cuenta de que dos camionetas de la PDI estaban estacionadas afuera del portón de su casa.

—Riquelme —dedujo.

Eso confirmaba que habían detectado sus huellas en las pertenencias de la mujer del Metro y, después de haber apagado el celular, lo más lógico es que se hubiera transformado en sospechoso de encubrimiento ante los ojos del subcomisario.

Aunque se notaba que escogió mal a sus hombres y envió a un par de novatos que no encontraron nada mejor que anunciar su llegada con todas las luces encendidas.

Su cerebro se despertó de inmediato y comenzó a trabajar a toda máquina, lo que logró ahuyentar de momento las impresiones sufridas en esa tarde. Tenía que analizar sus pocas opciones y decidir de una vez lo que iba a hacer. El hecho de haber faltado al trabajo esa mañana, salir sin su auto, dejar sus huellas regadas por todas partes en la ropa de la suicida y luego desaparecer por completo, eran motivo suficiente para ser considerado potencialmente culpable de un posible homicidio.

Sin duda, lo mejor sería acercarse a los detectives para dejar que hicieran su trabajo y ayudarles a esclarecer las cosas, pero, si lo hacía, lo alejarían del caso. Sin contar con que podía pasar más de un día encarcelado. Además, mientras más indagaba, más conexiones siniestras encontraba entre el suicidio de esa mujer y lo que le ocurrió a su familia.

Así que decidió que tenía que terminar de esclarecer el asunto por sí mismo y luego daría todas las explicaciones que fueran necesarias.

Dio media vuelta sobre sus propios pasos para dirigirse otra vez a la estación del Metro, pero entonces aparecieron dos hombres que lo agarraron por los brazos y le impidieron seguir su camino.

—No sé qué hiciste, José —reconoció la voz de Vega, uno de los detectives de la Brigada de Homicidios—, pero vas a tener que venir con nosotros.

Los dos se conocían desde hacía más de diez años y cuando Bascuñán perdió a su familia, Vega fue uno de los pocos que se mantuvo por mucho tiempo atento a ayudarle en cualquier cosa que necesitara. Solo se distanciaron un poco cuando cada uno fue destinado a departamentos distintos, en diferentes puntos de la capital.

—Daniel, no puedes llevarme, estoy metido en algo importante —trató de persuadirle.

La gente pasaba alrededor de ellos y muy pocos miraban con curiosidad lo que parecía ser el abrazo de tres muy buenos amigos o de un trío de borrachos que trataba de mantener el equilibrio.

—Imagino que es algo importante, porque llegó una orden de arresto en tu contra por obstrucción —respondió Vega—. Tienes mucho que explicar, viejo amigo.

Miró a sus dos captores. El otro detective era un tipo joven de no más de treinta años, que lo miraba casi con resentimiento. Bascuñán lo entendía. No había nada más desagradable que detener a un detective que se sintió atraído por el lado oscuro de su trabajo y terminó convirtiéndose en lo que se supone que debía combatir.

Quizás algún día podría darle una disculpa por lo que estaba por hacer.

—Entrégame tu arma y tu placa —le ordenó Vega—. Con calma y sin intentar nada. No te metas en más problemas.

Le dieron la libertad suficiente para que pudiera mover sus manos y buscar entre su ropa lo que le pedían y fue ese el momento propicio para escapar.

En un movimiento relámpago, lanzó un feroz cabezazo contra el rostro de Vega, zafó por completo el brazo que él le tenía retenido y de inmediato dirigió un certero puñetazo hacia el cuello del otro detective, el que ya empuñaba su arma de servicio, pero que se vio inundado de un fuerte dolor que le hizo tambalear. Sin perder tiempo, Bascuñán volvió al ataque sobre Vega y usó su propia arma para darle un culatazo en la nuca y tirarlo de bruces al suelo. Entonces apuntó en la cabeza al compañero de su amigo.

—Lo siento, socio, y de verdad espero que todo esto valga la pena.

Y con otro feroz culatazo lo dejó nocaut, ante la mirada estupefacta de los transeúntes que se hacían a un lado, aterrorizados.

Entonces comenzó a correr como un loco para poner la mayor distancia posible con ellos, saliendo directo a Vicuña Mackenna y donde se mezcló con la gente. Corrió hacia el norte, hasta José Miguel Carrera, donde cruzó la avenida principal y se escabulló entre los pasajes de las poblaciones y condominios que proliferaron en esa zona durante los últimos años. Ya más alejado de la multitud, guardó el arma que aún llevaba entre sus manos y se detuvo un tiempo para recobrar el aliento. Su cuerpo le recordaba que ya no estaba en edad para un despliegue físico como ese y un leve mareo se burló de su miseria.

En ese momento se dio cuenta de que acababa de sepultar su carrera de policía.

Trató de componerse lo mejor que pudo. Se secó el sudor de la frente, se arregló la ropa y… se dio cuenta de que no llevaba su placa. De seguro se había caído en el forcejeo con los otros dos detectives.

—¡Mierda! —pateó una lata de cerveza que estaba tirada en el suelo y la mandó dando botes hasta el medio de la calle.

Ahora debía pensar qué hacer a contar de ese momento. Sin su identificación policial y apenas con lo que llevaba puesto, no tenía muchas opciones para continuar la investigación. Además, era casi seguro que la gente de Riquelme ya había encontrado la dirección de la suicida y probablemente ya tendrían periciado su departamento, si es que no habían pasado por algo parecido a lo que le ocurrió a él.

Lo que fuera que aquello hubiera sido.

Pero debía seguir moviéndose para no ser localizado por sus colegas. Lo primero era deshacerse de su aparato celular. Era lógico que intentarían localizarlo por él, así que lo sacó de su bolsillo, lo abrió para sacar la batería y el chip, y lanzó cada parte lo más lejos que pudo. Luego, cogió su billetera y comprobó que apenas tenía unos diez mil pesos, lo que en la actualidad era el equivalente a estar arruinado.

—¡Mierda! —exclamó una vez más.

Tomó una gran bocanada de aire para tratar de aclarar sus ideas y luego echó a andar hacia donde le llevaran sus pasos. Lo importante era mantenerse alejado de las calles y avenidas principales, para poder llegar con tranquilidad a…

¿Dónde?

En realidad, no sabía qué hacer. Tenía un montón de cabos sin atar que parecían conducirlo absolutamente a nada más que su ruina personal. Ahora que lo pensaba, estaba dejándose llevar por nada más que un impulso, una súbita obsesión por cosas que no comprendía. Santiago estaba lleno de gente desesperada y algunas de ellas llegaban a un punto en sus vidas en las que la única opción frente a sus ojos era el suicidio. Era algo común, casi cotidiano. Más de uno de ellos se habría dejado llevar por alguna oscura creencia que lo empujó a apurar su final, esos credos estrafalarios en los que adoraban símbolos como las estrellas, animales o dioses sacados de religiones olvidadas. No era nada extraordinario en el mundo de hoy que una mujer estuviera en un raro transe y llevara un dibujo de esos en su ropa. Que aquello coincidiera con las calamidades que le habían ocurrido a él, era solo cosa del azar.

Se cruzó con una pareja que caminaba tranquilamente de la mano y, al llegar a la siguiente esquina, dobló a la derecha, para seguir sumido en sus pensamientos.

Si bien, en los últimos años el país se había visto sacudido por casos emblemáticos de sectas religiosas envueltas en horribles casos de asesinato, como el de la “Secta de Colliguay” y el estremecedor ritual en el que su líder quemó a su pequeño hijo para salvarse del fin del mundo, se trataba de un suceso más común que lo que se llegaba a conocer a través de la prensa. La policía estaba acostumbrada a lidiar con dementes de ese tipo y sus locos seguidores, desde el auge de estas agrupaciones a mediados de los setenta.

Era probable que esa tal Gloria hubiera sido introducida a un grupo como aquel y sus desquiciados ritos, cargados de drogas alucinógenas, fueran el detonante de su actitud suicida.

Pero de ahí a lo que ocurrió en su departamento…

De seguro había muchas claves dentro de esas cuatro paredes que pudieran llevarlo a saber lo que en realidad ocurrió y desentrañar el significado del misterioso dibujo que llevaba en el bolsillo de su pantalón y aquella extraña frase que lo remontaba a un pasado doloroso.

Tenía que volver ahí a toda costa.

Serpenteó por algunas otras calles, avanzando siempre hacia el norte para alcanzar una avenida o calle más transitada que le permitiera encontrar locomoción. Sin embargo, a medio camino recordó que no tenía dinero para movilizarse ni su placa para hacer uso de su beneficio como policía.

No le quedaba otra que actuar de una forma que no le agradaba en lo absoluto.

Siguió caminando hasta que al fin alcanzó avenida Trinidad y se mantuvo en las sombras, con la espalda pegada al muro de una casa de esquina, para observar con detenimiento el tráfico vehicular y esperar su oportunidad, la que se le presentó casi media hora después, cuando un taxi encendió sus luces de emergencia y se detuvo frente a él para dejar descender a una pareja de pasajeros.

Bascuñán se aproximó trotando al vehículo y le hizo señas para que lo esperara. Una vez que estuvo sentado en la parte de atrás, el conductor le preguntó su destino.

—Cerca del Metro Macul —respondió con la sonrisa más amable que pudo esbozar—. Yo le indicaré por dónde.

El conductor, un tipo muy delgado, de rostro afilado como un hacha, se removió algo de entre medio de los dientes, puso en funcionamiento el taxímetro y se unió al disparatado transito capitalino.

—Usted no es de por acá, ¿cierto? —preguntó al cabo de un instante, mirándolo a través del espejo retrovisor. En la radio sonaba una canción de Arjona y Bascuñán agradeció que no se tratara de “Historia de Taxi”.

—La verdad, es que no —mintió—. Solo ando de paso.

—¿Vacaciones?

—¡Ojalá!

El conductor le dedicó una sonrisa socarrona y siguió conduciendo por distintas calles hasta llegar a Américo Vespucio y avanzar hacia donde Bascuñán le había señalado, mientras el detective miraba con atención los alrededores para determinar qué tan cerca se encontraban del destino que traía en mente. Cuando ya se ubicó, decidió que debía actuar.

—Es en esa esquina —dijo entonces.

El conductor se orilló, encendió las intermitentes del vehículo y echó una mirada al taxímetro para ver cuánto era lo que debía cobrar por el viaje. En tanto, Bascuñán había descendido por el lado del conductor y se acercó a la ventanilla, la que estaba abierta.

—Lo siento, amigo —puso el cañón de su pistola en la sien del chofer—, pero tengo que pedirte que te vayas. Esta vez no habrá paga.

El hombre se quedó petrificado al sentir el frío metal en un costado de su cabeza. De inmediato levantó las manos y trató de decir algo, aunque las palabras se trabaron en su boca.

—No te preocupes —le tranquilizó Bascuñán—, no voy a robarte nada. Pero necesito que te vayas y no hagas ninguna pregunta, ¿comprendido?

El conductor lo miró con desconfianza, sin apenas girar la cabeza, aunque al cabo de un segundo terminó por asentir en silencio.

—Bien —sonrió satisfecho el detective.

Un instante después, el vehículo proseguía su marcha y Bascuñán caminaba con sigilo hacia la parte posterior del condominio, estudiando el muro exterior que rodeaba al complejo de edificios. Recordó que había a lo menos doce cámaras de televisión que el conserje de turno podía revisar desde su cómoda caseta, así que debía actuar con cuidado. Era probable que Riquelme se hubiera encargado de dar instrucciones precisas a esos hombres para que no le permitieran acercarse a los departamentos, por lo que no podría usar la entrada principal.

Pero tampoco tenía mucho tiempo.

Lo mejor era moverse rápido, así que rondó unos minutos los límites del condominio para escoger el sector menos transitado a esas horas. Cuando ya tuvo la certeza de que nadie lo veía, se encaramó como pudo para pasar sobre el muro y caer lo mejor posible al otro lado, justo en los estacionamientos posteriores del edificio más alejado.

Maldijo el pasar de los años y la casi inexistente agilidad de la que gozaba en sus tiempos en la Escuela de Investigaciones, mientras se reponía del aterrizaje forzoso sobre el húmedo pasto recién regado.

Se sacudió un poco la ropa y se apresuró a parapetarse detrás de una Chevrolet Tracker que estaba estacionada a pocos pasos de él. Verificó que nadie lo hubiera visto y trató infructuosamente de ubicar la cámara de vigilancia en los postes más cercanos, pero terminó por desistir, arreglarse lo mejor posible y echar a andar hacia su objetivo.

Rodeó con cautela los edificios, tratando de actuar de forma natural a pesar de los manchones de pasto en sus rodillas. Si se topaba con alguien, esperaba no llamar la atención y confiaba en pasar inadvertido por la gran cantidad de personas que debían habitar el condominio. De lo contrario, no tendría otra opción más que usar algún tipo de medida disuasiva para evitar ser detenido o levantar la alerta sobre los vecinos.

Así que caminó a paso decidido, como si siempre hubiera vivido en ese lugar, y entró al edificio que había visitado aquella misma mañana. Subió las eternas escaleras y cuando al fin estuvo parado frente al departamento que iba a visitar, cayó en un detalle no menor que le paralizó las piernas.

En la mañana estaba todo iluminado y de todos modos adentró parecía estar lleno de las más oscuras tinieblas. ¿Qué podía pasar ahora que era de noche?

Tragó saliva y examinó la puerta de madera cruzada de cintas amarillas puestas por sus colegas después de que ellos estuvieran ahí. Bascuñán se preguntó si es que algún otro detective había visto y sentido lo que él, y qué habrían encontrado adentro, pero su imaginación no pudo darle una respuesta a ninguna de sus preguntas. Y él seguía ahí, con la vista perdida en los recuerdos de esa mañana y en la incertidumbre de no saber qué esperaba encontrar o, lo que es peor, qué había ido a averiguar.

Empuñó la pistola y pasó bala, dejándola sin seguro en caso de cualquier eventualidad. No le importó en lo más mínimo que algún vecino pudiera verlo, él solo tenía en mente entrar a ese departamento y descubrir lo que estaba pasando. Algo en su interior le repetía que todo lo que le había ocurrido en la vida era una preparación para este momento trascendental en el que se enfrentaba a ciegas a lo desconocido.

Tomó una profunda bocanada de aire y se dio un par de golpes en los muslos para mostrarles que él mandaba y que debían obedecer su voluntad, por mucho que se negaran a entrar a la oscuridad que tenía ante sus ojos. El miedo, frío e implacable, le recorrió la espina para recordarle lo terrible que había sido su experiencia de la mañana, pero reunió todas sus fuerzas para no dejarse intimidar por él y las filosas agujas que punzaban su alma.

Apretó con fuerza la empuñadura de la pistola y en ese momento notó que sudaba a mares, una transpiración fría que bañaba todo su cuerpo y comenzaba a empaparle la ropa.

Estiró un brazo tembloroso y le dio un empujón a la puerta, la que cedió con un quejumbroso chirrido hasta abrirse por completo. Entonces, con cuidado de no pasar a llevar las cintas de seguridad, se adentró de nuevo en ese departamento.


Capítulo IV                                                                                                             Capítulo VI

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