Tras las Sombras - Capítulo III


 

Antes de que los equipos de emergencia llegaran al lugar del incidente, Bascuñán ya había tomado nota en su celular de todos los aspectos que consideraba relevantes para la eventual investigación del caso. Desde la extraña actitud de la mujer, su forma de moverse, la fluctuación de emociones reflejadas en su rostro, su inusual vestimenta y, sobre todo, lo que encontró en ella.

El abrigo de gabardina había quedado tirado en medio del andén, a casi exactos cinco pasos de la línea que marcaba la zona de seguridad tras la que los pasajeros debían esperar la llegada del tren. El inspector sabía que no debía tocar nada para no alterar la evidencia, pero presentía que había algo demasiado extraño en este caso y que era probable que alguna pista pudiera obtener de ese horrible abrigo. Una pista que lo llamaba casi por su nombre para invitarlo a encontrarla.

Así que, contra todo procedimiento, se aproximó a paso decidido a la arrugada prenda que descansaba en el suelo y se detuvo ante ella. Sin preocuparse por sus propias huellas dactilares y el lío administrativo en el que se vería envuelto cuando los del laboratorio las descubrieran, levantó el abrigo y comenzó a revisar sus bolsillos, empezando por el interior, al lado izquierdo.

Y su presentimiento no le falló.

Sus dedos encontraron de inmediato una deslucida billetera de cuero que alguna vez fue roja, pero que ahora estaba casi por completo descascarada. Era de esas grandes y voluminosas que suelen usar las mujeres, con muchos compartimientos para colocar cuantas tarjetas, papeles y documentos se les ocurriera. En su cubierta aún quedaban los restos de Mickey Mouse sosteniendo un ramillete de flores delante de una enamorada Minnie que se retorcía coqueta ante su eterno prometido.

Palpó el resto de la dura tela para ver si encontraba otra cosa, pero no había nada más, ni siquiera una tarjeta Bip! o un puñado de monedas. Solo esa avejentada billetera.

Dejó el abrigo en el suelo y se dedicó a investigar lo que acababa de encontrar, cuidando de no manipularla de manera innecesaria ni de usar más que dos dedos de cada mano para abrirla y buscar entre sus cosas algo que pudiera ayudarle a esclarecer lo ocurrido.

En la billetera había un montón de calendarios desactualizados, de tarjetas de presentación de distintos servicios, recibos de giros desde cajeros automáticos, boletas y tarjetas de crédito. Aunque también había una cédula de identidad.

Ansioso por saber si correspondía a la infortunada mujer o si pertenecía a alguien más y era otro cabo suelto que necesitaba atención, se la llevó frente a los ojos para examinarla con detención. El nombre que aparecía en el documento era Gloria Andrade Ibacache, nacida el seis de febrero de 1979 en San Bernardo. Se trataba de una joven de pelo crespo, mirada coquetona y una sonrisa radiante que apenas se asemejaba al rostro del cadáver que estaba esparcido entre las ruedas del tren. Aunque era ella, no había dudas.

Se preocupó de grabarse su nombre y de memorizar cada detalle de su rostro, y, antes de dejar el documento en el mismo lugar en el que lo encontró, revisó si su profesión aparecía detallada en el reverso de la identificación. Luego buscó en los otros compartimientos de la billetera y se detuvo en uno en particular, uno del que extrajo una tarjeta con el nombre de la víctima impreso en el centro, presentándola con letras doradas como periodista del departamento de crónica de un afamado periódico capitalino.

Eso confirmaba la identidad de la fallecida y daba nuevas luces sobre dónde buscar.

Su curiosidad iba en aumento, en especial por lo simple que estaba resultando obtener información que solía ser esquiva en la mayoría de los casos de suicidio que tenían este aire tan público y espectacular. Por lo general, había que esperar unas horas y hasta días para encontrar una nota de suicidio, un mensaje en Facebook o un padre o madre desconsolada en busca de un ser querido desaparecido.

Era como si le hubieran dejado un rastro de enormes migajas a la espera de que las encontrara y siguiera hacia las profundidades de un oscuro bosque.

José lo sabía. Su intuición le decía a gritos que no continuara escarbando en este tétrico asunto, pero su curiosidad lo llenaba de ansiedad y lo empujaba a seguir adelante, saltándose todos los pasos y protocolos que su profesión exigía al momento de enfrentar una situación como en la que estaba.

Así que terminó por sacar todos los papeles de la billetera, desplegarlos en el suelo, al lado del abrigo, y ponerse a estudiarlos uno a uno, leyendo lo más rápido que sus ojos le permitían, pues la llegada de sus colegas era inminente y los guardias de seguridad del Metro ya empezaban a acercarse y pronto lo importunarían con sus preguntas.

Oyó el eco de pasos desde las escaleras de acceso al andén y en cuanto levantó la vista se topó con un hombre alto y delgado, de pelo corto y enormes gafas, que caminaba hacia él como si nadara dentro de una ancha camisa y un pantalón de tela que apenas lograba sujetar con el cinturón. Venía seguido por dos de los guardias del andén.

Debía tratarse del encargado de la estación y lo más lógico es que fuera a pedirle algún tipo de explicación sobre lo que había ocurrido. Tenía que deshacerse pronto de él, para no perder tiempo y…

Al volverse para mirar el papel arrugado que tenía entre sus manos, se encontró con algo que heló su sangre. Apenas podía distinguir la silueta del dibujo, desfigurada por sus muchos dobleces, pero bastó divisar algunas líneas para que su cerebro asociara aquello con una imagen que había visto mucho tiempo atrás.

Se apresuró a guardar el papel en el bolsillo de sus pantalones, devolver todos los documentos a la billetera y dejarla en el abrigo, para ponerse de pie como un resorte y sacar su placa policial e identificarse.

—Inspector José Bascuñán, de la PDI —le dijo al recién llegado, casi refregándole la placa en la cara.

—Hay un caos afuera —el tono de sus palabras resumía la aflicción de su rostro mientras hablaba—. Apenas pudimos cerrar las puertas y contener a la gente. Está empezando a llegar la prensa y todavía no aparece ni un solo carabinero. ¡Yo…!

—Muy bien —le interrumpió con sequedad—, empecemos por eso. ¿Quién es usted?

El hombre se arregló la ropa, en un acto involuntario de sus nerviosas manos, luego se acomodó las gafas y respiró hondo para recuperar algo de la compostura perdida, mientras que los guardias que lo acompañaban permanecían inmutables a sus espaldas.

—Mi nombre es Guillermo Flores y soy el supervisor de esta estación —se presentó con voz temblorosa.

—Bueno, señor Flores, una mujer acaba de cometer suicidio en su estación y ahora se encuentra regada entre las ruedas de esa máquina que usted ve ahí.

El hombrecillo palideció y volvió a acomodarse las gafas. Perlillas de sudor brotaban de su frente y Bascuñán temió que en cualquier momento le vomitara encima.

—Los peritos vienen en camino y es necesario que, hasta que lleguen, usted y su gente se aseguren de mantener la estación cerrada —se apresuró a recuperar su atención—. La prensa va a empezar a acosarlo en cuanto asome su cabeza, así que le recomiendo que mientras tanto no se exponga y espere a que los especialistas le entreguen la versión oficial de los hechos, ¿está claro?

Guillermo asintió con la cabeza. Sus ojos se habían ido hacia el tren detenido y permanecían pegados en él, imaginando el desastre que se ocultaba bajo su pesado armazón.

—Le solicitarán también las grabaciones de las cámaras de seguridad, para que empiece a recopilar la información.

—Sí…, comprendo… —respondió desde algún lado de su turbación.

—Ahora, le pediré que salga, que reúna al conductor del tren y a los operadores de las cámaras en su oficina, y espere a que… —la vibración de su celular lo interrumpió—. Nada, creo que ya llegaron.

Contestó la llamada y escuchó la voz del subcomisario Riquelme, el hombre a cargo de los peritos forenses.

—¿Sigues en la estación, Bascuñán? —preguntó con su acostumbrado tono autoritario.

—Sí, estoy con el supervisor de Metro.

—Ok. Nosotros estamos a dos cuadras, así que necesito que nos esperes en el acceso principal para no perder tiempo y que nos dejen pasar apenas lleguemos, ¿entendido?

—Voy de inmediato.

La llamada se cortó y José supo que le quedaban pocos segundos para cumplir la orden que había recibido, si no quería desatar la ira del “Búfalo” Riquelme.

—Señor Flores, vaya a hacer lo que le pedí y mande a uno de estos dos hombres para que me acompañen, por favor.

Aún turbado, Guillermo no fue capaz de contestar y los guardias que le secundaban intercambiaron una mirada con la que decidieron cuál de los dos acompañaría al inspector y cuál se encargaría de guiar al supervisor a su propia oficina.

Ya en las escaleras de acceso a la estación, apenas tuvo el tiempo de indicarle al guardia a su lado que gestionara la apertura de las puertas, cuando media docena de hombres con las características chaquetas azules de la PDI se abrieron paso entre la multitud para bajar a la entrada de la estación del tren subterráneo.

Tras un breve intercambio de palabras con los guardias que custodiaban el acceso y que tardaban una eternidad en dar con la llave del candado, el personal especializado en criminología forense finalmente pudo ingresar.

—¿Dónde es el asunto? —preguntó Riquelme, sin siquiera molestarse en detener su marcha para saludar a Bascuñán.

Todos concordaban en que ese hombre tenía el cuerpo de un luchador, un fisicoculturista o una mezcla entre Hulk y la Mole, pero en tamaño “chileno”. A duras penas debía estar por sobre el metro con setenta, pero lo que le faltaba en altura lo compensaba con una espalda ancha y maciza, un cuello enorme y unas extremidades que parecían estar a punto de reventar por el exceso de musculatura, lo que intimidaba a cualquiera que se le parara en frente. Además, poseía una voz ronca y áspera y una mirada insolente y altanera que transmitía la misma potencia física que su cuerpo.

Quienes lo conocían mejor, contaban que, en sus tiempos de juventud, cuando era un enclenque muchachito de dieciocho años, se vio envuelto en una riña discotequera y terminó hospitalizado con varias fracturas producto de la golpiza que cinco hombres le propinaron por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, sin que nadie pagara por tal acto de violencia. Después de estar dos semanas internado y tres meses en rehabilitación, descubrió que esos sujetos vivían a pocas cuadras de la casa de su mejor amigo en ese entonces y, con ese conocimiento en su memoria, se inscribió en un gimnasio, donde comenzó a practicar artes marciales mixtas.

Tres años más tarde y con varios kilos más, se las arregló para coincidir en la misma fiesta a la que asistirían sus atacantes, esperó a que llegaran y se lanzó sobre ellos sin mediar provocación alguna. A puño limpio se cobró venganza esa noche, bajo los vítores y aplausos de aquellos que conocían el prontuario delictivo de sus víctimas y que lo elevaron a la categoría de héroe de la población en la que vivían.

Fue en ese momento en el que decidió convertirse en policía y así impartir justicia bajo el amparo de la ley. Aunque más tarde su interés en las labores de la PDI decantó en el área forense y se internó tanto en la materia que cambió las misiones de campo por el estudio científico de la escena de un crimen. Él mismo se consideraba el cerebro detrás de los ojos, manos y oídos de los detectives, al mando de la entidad encargada de unir todas las piezas del rompecabezas para llegar a la conclusión final y definitiva de un caso.

Bascuñán lo siguió por los pasillos de la estación hasta llegar al andén, donde le explicó lo sucedido con todos los detalles que estimaba conveniente informar.

Omitió por completo lo del papel que guardaba en el bolsillo y cómo dio con él.

—Ya, desde aquí seguimos nosotros —dijo Riquelme en cuanto llegó al lado del abrigo—. Ve a tu unidad y encárgate de enviarme un informe escrito a mi oficina. Lo quiero antes de las diecisiete horas, ¿está claro?

—Como el agua.

Sin esperar alguna otra instrucción, Bascuñán se alejó de la escena y subió por las escaleras del Metro hacia la salida de Serafín Zamora, donde tuvo que lidiar con la gente que se acumulaba a la espera de una explicación sobre el repentino cierre de la estación y al acoso periodístico que cayó sobre él en cuanto salió a la superficie y del que apenas pudo librarse.

Caminó de un lado para otro, dándole vueltas en su cabeza a lo que había pasado y los detalles que se esforzó por memorizar. Era seguro que Riquelme y su gente descubrirían los mismos datos en cosa de minutos, pero también se darían cuenta de que él manipuló la evidencia y eso se traduciría en un llamado de atención o algo más drástico.

Sin embargo, José Bascuñán seguía pensando que este caso era algo que le correspondía investigar a él.

Sacó de su bolsillo el papel que extrajo de la billetera de la víctima y lo estudió con cuidado. Tenía un dibujo hecho con tinta roja y tuvo que contener un remezón al volver a posar los ojos sobre él. No obstante, había algo más, una breve leyenda escrita con el mismo color, pero en un idioma que le daba un significado incluso más escalofriante que el que podía imaginar.


“Tradidero corpus meum.”


No se necesitaba ser muy culto para comprender que se trataba de una frase en latín como aquellas que se ven en los emblemas de instituciones ligadas a diferentes áreas de la ciencia o la milicia. Pero José necesitaba comprender el significado.

Se detuvo a la sombra de un árbol a pensar con un poco más de cuidado los hechos. Estaba casi seguro de que esa frase y el dibujo que la encabezaba estaban íntimamente relacionados con la muerte de esa mujer. Si lograba traducirla, podría echar nuevas luces sobre lo sucedido, pero el problema era cómo. No imaginaba a nadie con los conocimientos suficientes de latín para traducir esas tres palabras, a pesar de que se había hecho de contactos que dominaban bastantes idiomas y que siempre estaban dispuestos a ayudarlo si lo requería.

En ese momento pasó una idea fugaz por su cabeza y rápidamente tomó sentido para él. En la sociedad actual, quienes con más seguridad podían saber y usar algo de latín eran los sacerdotes católicos. Recordaba haber leído o escuchado en alguna parte que durante su formación sacerdotal debían estudiar diversos temas que no solo abarcaban la espiritualidad ni los conocimientos teológicos y filosóficos de la religión, sino que también debían dominar en cierto modo el latín.

Necesitaba hallar a un sacerdote y buscó entre las personas que pasaban a su alrededor a alguien que llevara el distintivo alzacuello que usan los sacerdotes bajo sus camisas, pero no encontró a nadie.

De pronto lo asustó la repentina vibración de su celular, producto de un mensaje promocional de una compañía telefónica.

—¡Qué idiota soy! —expresó mientras miraba el aparato.

“En la actualidad, el que no quiera saber algo es por flojo”, dijo una vez en una distendida conversación posterior a una noche de juerga y alcohol. En esa oportunidad discutía con sus amigos sobre el mal uso que la gente le daba al internet móvil y al fácil acceso a la información que representaba un teléfono celular. Bastaba con entrar al buscador, escribir la materia que se deseaba conocer y en no más de un segundo tendría miles de páginas con la información necesaria para aclarar cualquier duda.

Incluso para traducir una frase en latín.

Descartó el mensaje que aparecía en pantalla, pinchó el ícono del navegador y luego escribió traductor, esperó un instante a que se abriera la ventana, dio un rápido vistazo a la hoja que tenía en la otra mano y tecleó la frase en la barra del buscador.

Pulsó enter y una fracción de segundo después tenía la traducción que necesitaba.


“Doy mi cuerpo.”


No comprendió de inmediato las implicancias o el significado que esa frase podía tener en el suicidio de aquella mujer, pero luego de que su vista pasara una y otra vez hacia el dibujo y viceversa, sus entrañas se revolvieron en su interior y una feroz punzada de terror le hizo tambalear al recordar la visceral sensación que lo paralizó cuando intentó detener el camino de la difunta hacia su muerte.

—¡No puede ser! —susurró entre dientes.

Trató con todas sus fuerzas de no tambalearse y caer al suelo ante las conclusiones a las que lo estaba llevando su imaginación. Se empeñaba en sobreponer su parte racional al análisis que su acelerado cerebro hacía sobre lo que había visto y sentido aquella mañana. La extraña forma de andar de la mujer, las expresiones de su rostro, pero, en especial, el miedo desolador que le impidió detener la tragedia, concordaban a la perfección con el oscuro significado que su mente le estaba dando al papel que seguía entre sus manos mientras recordaba momentos lejanos de su vida.

José había nacido en un ambiente religioso, rodeado de imágenes y símbolos que lo acompañaron durante su crecimiento, mientras su madre se dedicaba a instruirlo de la misma conservadora manera en la que la criaron a ella. Era por eso que él y Jaime, su hermano menor, acompañaban sagradamente a su progenitora a la iglesia cada domingo y en todas las fiestas religiosas. Hasta ese entonces, el pequeño José tenía una fe ciega en el Dios que lo había creado todo y que se llevó a su padre a los pocos meses de que naciera su hermano, víctima de un cáncer fulminante.

Sin embargo, su fe se tambaleó después de que la muerte vino a llevarse también a Jaime dos días antes de que cumpliera diez años.

José, de apenas quince, debió soportar el lento deterioro de su compañero de aventuras y amigo del alma mientras la fatal leucemia lo consumía poco a poco. La madre de ambos trataba de mantenerse fuerte y le repetía una y otra vez que Dios no iba a llevarse a su hijito pequeño, que esta era solo una prueba de fe para la familia, una prueba de la que saldrían adelante si se mostraban unidos y sumisos ante Él.

Pero el cuerpo de Jaime no toleró los tratamientos y, debilitado por su enfermedad, terminó falleciendo en el mismo hospital en el que pasó los últimos días de su vida.

La fe de José estuvo a punto de derrumbarse en ese momento, sostenida en el delgado pilar que descansaba sobre los hombros de su madre, pero el niño no había terminado de sobreponerse a un hecho tan doloroso como la muerte de un hermano, cuando otro suceso traumático terminó por sacudir los cimientos de su espiritualidad.

Mientras lloraba desconsolado en el pasillo fuera de la sala en la que los doctores terminaban de desconectar a Jaime de las máquinas que lo mantuvieron vivo los casi dos meses en espera de un donante de médula que nunca llegó, escuchó un griterío proveniente de la sala de estar y el estruendo de cosas metálicas al caer contra el suelo. Picado por la curiosidad, caminó pegado a la pared, con el mayor sigilo posible, para ver qué pasaba. Y fue entonces que vio a un hombre emerger de la nada, pasar de largo frente a sus ojos y luego volver hacia él para tomarlo por el cuello y usarlo como escudo protector.

José estaba tan asustado que apenas pudo darse cuenta de que el hombre estaba vestido con jeans y camisa y una esposa colgaba de su muñeca izquierda, mientras que con la otra mano sostenía un objeto que no alcanzó a identificar. No pudo reparar en que tenía toda la ropa manchada de sangre.

De inmediato aparecieron dos carabineros, uno con su arma en la mano y el otro con rastros de sangre en su rostro, gritándole al sujeto que soltara al niño y que se entregara sin luchar o tendrían que dispararle. Pero el tipo reía y gritaba igual que un loco y se burlaba de sus caras.

Las puertas de todas las habitaciones se abrieron ante el escándalo y la gente, doctores, enfermeros y los pacientes que podían caminar, salieron a mirar lo que pasaba, aunque la mayoría volvió a encerrarse de inmediato, entre estridentes gritos de pavor.

La única que no volvió a la sala fue la mamá de José.

—¡Mi hijo no, por favor! —gritó desesperada al ver a su pequeño debatiéndose para liberarse de su captor—. ¡Por favor!

El sujeto miró a la mujer y dio vuelta para quedar con la espalda pegada contra la pared, mirando a un lado y a otro para no perder de vista a sus perseguidores. José lloraba en silencio, aterrado y sofocado por el apretado abrazo del que era víctima, pensando que quizás había llegado el momento para partir a reencontrarse con su hermano, pues Dios no quería que estuvieran separados y lo había mandado a llamar.

—¡Lo siento, señora! —gritó el ladrón y se agachó para parapetarse detrás de José y efectuar un disparo contra los carabineros, quienes apenas lograron ponerse a cubierto en la intersección del pasillo.

Atontado por el estruendo, recién entonces José se dio cuenta de que el tipo estaba armado y el terror hizo que sus piernas temblaran. La cálida orina escapó de su vejiga sin que siquiera lo notara.

—¿Tienes miedo, pequeñín? —escuchó la voz agitada de su captor, quien le hablaba al oído en un odioso susurro que le hacía estremecer—. Deberías tenerlo, ¿te digo por qué? ¿Quieres saber un secreto?

José abrió bien los ojos y su corazón casi se paralizó cuando sintió que el sujeto posaba los labios sobre su oreja izquierda para que nadie más pudiera escuchar lo que tenía que decirle.

—Dios no nos cuida, para Él no existimos —susurró—. Solo el diablo vive entre nosotros, pero está aquí para vernos arder. No lo olvides nunca, pequeñín.

Sin decir nada más, lo tiró lejos de un empujón, llevó la pistola a su sien y pronunció unas palabras que se grabaron a fuego en la memoria del niño que era en ese entonces, pero que solo ahora cobraron sentido.

—¡Te doy mi cuerpo! —gritó a los cielos y se reventó la cabeza de un disparo ante la mirada estupefacta de José.

La misma mirada con la que años más tarde vio a su esposa y su hija morir en su propio auto.

La misma mirada con la que ahora había visto a una mujer saltar a la línea del tren.

Tenía la sensación de que un remolino lo absorbía hacia una oscuridad densa y casi palpable. Era como si los hechos más tristes y violentos de su vida tuvieran una siniestra relación que comenzaba a hacerse evidente y que estaba íntimamente ligada con el dibujo del papel que tenía en sus manos:


 


“Tradidero corpus meum.”


Enjugó con la manga una solitaria lágrima que rodó por su mejilla. Respiró hondo y luchó por calmarse y volver a la realidad. Los recuerdos se agolpaban en su cabeza para enrostrarle la fatalidad que le perseguía, pero José no pensaba dejarse vencer por ellos. Cuando perdió a su familia se vistió con un frío traje de indiferencia que blindó su corazón y le permitió seguir adelante de la mejor forma que pudo. Ahora debía hacer lo mismo, sobreponerse al miedo que quería instaurarse en su alma y llegar al final de este asunto. Sentía que si desenmarañaba este caso encontraría las respuestas a las preguntas que por tantos años lo atormentaban.

Encontraría al fin la paz.

No tenía tiempo que perder. Riquelme pronto encontraría sus huellas y ya no podría hacer nada. Tenía que moverse rápido.

Lo primero era saber más sobre la mujer del Metro. Y para ello buscó en internet la dirección del periódico en el que trabajaba y encaminó sus pasos hacia allá.

Capítulo II                                                                                                                 Capítulo IV


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