Tras las Sombras - Capítulo II
Saltó de la cama a eso de las ocho de la mañana. Las largas jornadas de los últimos días y la resaca por la borrachera finalmente le habían pasado la cuenta. Olvidó por completo colocar la alarma del despertador y tenía más de veinte llamadas perdidas en el celular, todas de gente de la brigada, quienes de seguro estaban preocupados por su ausencia en la oficina.
A duras penas, entre el mareo y el dolor de cabeza, salió corriendo al baño, se duchó con agua fría, se afeitó lo mejor que pudo, llamó a un colega para decirle que se había quedado dormido, que lo cubriera mientras llegaba, y se vistió tan rápido como solía hacerlo en sus años en la Escuela de Investigaciones.
Cruzó a paso veloz por la cocina y salió hacia el estacionamiento. Se subió a su automóvil y le dio contacto, pero el vehículo no encendió.
—¿Qué mierda te pasa? —gruñó con enfado, a la vez que giraba una y otra vez la llave.
De seguro se trataba del alternador, ya había tenido problemas con él el año pasado y, por simple despreocupación, no había comprado uno nuevo, y sabía que tarde o temprano iba a ocurrir aquello, aunque no esperaba que fuera en un momento tan malo como ese.
Entre quejas y maldiciones, bajó del vehículo y corrió a buscar la tarjeta Bip! que tenía en algún cajón del velador. No sabía si tenía carga suficiente para pagar un pasaje o no, pero no le quedaba otra opción más que acudir al siempre repudiado Transantiago, el sistema de transporte público de la capital, uno de los proyectos estrella del nuevo milenio, que resultó ser un fiasco del que el gobierno seguía dando explicaciones.
Ya cerca de las once de la mañana, José Bascuñán salió casi a la carrera de su casa y cubrió lo más rápido que pudo la distancia que lo separaba de Vicuña Mackena, para subir al trote por las escaleras de la estación del tren subterráneo que en ese sector circulaba por las vías construidas sobre los enormes pilares que la elevaban varios metros encima del nivel de la calle.
Decidió probar suerte y pasar directo a los torniquetes. En su calidad de oficial de policía, podía simplemente pedirle a un guardia que lo dejara pasar sin tener que pagar el pasaje, pero, para José, ese beneficio estaba de más. Él pensaba que era justo pagar como los demás pasajeros, a menos que estuviera en una verdadera situación de apremio en la que debiese pasar rápido y evitar las filas para llegar de manera expedita a su destino. Si bien ahora iba atrasado, esta no era ninguna situación tan apremiante como para hacer uso de dicha garantía.
Así que acercó la tarjeta al lector y vio con alivio que el torniquete le dejaba libre el paso. Eso quería decir que al menos contaba con la carga de dinero suficiente para pagar un pasaje.
Avanzó por el andén entre la interminable multitud que abordaba la Línea 4 del Metro y esperó con impaciencia a que el tren llegara a la estación para subir a uno de sus vagones en medio de empujones y tirones contra los siempre impacientes y poco amables usuarios del ferrocarril urbano.
Cuando el tren al fin avanzó, sintió que su acelerado pulso se calmaba un poco, aunque los efectos de la noche de alcohol volvían a latir con fuerza en sus sienes. Tenía la boca reseca y moría por un trago de fresca agua que aplacara la sed que le atormentaba. Para colmo, viajaba al medio del vagón, rodeado por gente que lo empujaba de uno a otro lado. A su izquierda, un hombre de terno y corbata luchaba por acomodarse entre las dos enormes maletas negras que cargaba, y, a su derecha, dos mujeres peleaban para avanzar con un coche, mientras un muchacho vestido de escolar le cedía su asiento a una tercera, la que llevaba a un bebé entre sus brazos.
A la siguiente estación, más gente se unió al amasijo de cuerpos que se mecía con el vaivén del carro y José sintió que se ahogaba entre ellos. Lo mismo ocurrió en las que seguían y cuando estaba a sólo una estación de descender del tren para efectuar el transbordo que lo llevaría a destino, su estómago se revolvió con violencia y el vómito intentó abrirse paso por su garganta.
Desesperado, levantó la cabeza para aprovechar la débil brisa de aire fresco que entraba por la escotilla de ventilación, pero en ese instante el tren entró a los andenes subterráneos y tuvo que cerrar los ojos para lograr controlar las ganas de salir corriendo por sobre la gente. Solo debía aguantar los interminables segundos que quedaban para que se escuchara por alto parlante “Estación Vicente Valdés, lugar de combinación con Línea 5” y que las puertas se abrieran y comenzara la feroz estampida de pasajeros hacia las escaleras que conectan uno con otro andén.
Pero todo fue peor de lo que esperaba.
Cuando al fin la gente comenzó a descender, el hombre de las maletas tropezó con alguien y cayó estrepitosamente con todo y carga, desparramándose sobre sus sorprendidos vecinos. Se armó un caos de brazos y piernas en el suelo que causó un infranqueable atochamiento y el ir y venir de empujones y tirones de quienes, como José, luchaban con desesperación por bajar del tren.
—Comienza el cierre de puertas —se oyó la voz pregrabada por los altoparlantes
Al borde de la histeria, el inspector Bascuñán empezó a luchar con más ahínco para pasar sobre las maletas del malogrado sujeto que aún no conseguía ponerse de pie. Con la frialdad e indiferencia propia del santiaguino, solo una persona le ayudaba a levantare, mientras que los demás pasajeros se preocupaban más de pasar por encima de él que por poner cuidado de no aplastarlo.
Y José seguía sin poder avanzar.
Con las esperanzas casi perdidas, decidió dar media vuelta para ir hacia la otra puerta, pero en su atolondrada huida, enredó la correa de su bolso de mano en el coche de la mujer que estaba a su lado y quedó atascado a medio camino, mientras la afectada le reprendía a gritos por su poco cuidado.
Sin tiempo ni ánimo para ponerse a discutir, se soltó con desesperación y se lanzó de bruces a la puerta del vagón, la que ya comenzaba a cerrarse sin que él pudiera interponerse entre ambas hojas automáticas.
Dio un puñetazo contra la lámina de vidrio que le impedía la salida, desconsolado y con una furia sorda que trataba de escapar de su pecho, masticando con amargura el dolor del impacto mientras veía cómo el tren dejaba atrás la estación en la que él debía haber bajado.
Dedicó una mirada de odio a todos los curiosos que observaban su frustrada tragedia y luego se abrió paso hacia la puerta del otro costado del carro, la que debería abrirse en la estación a la que estaba por llegar. Para su indignación, ahora no tuvo el menor problema para pasar entre la gente que tenía en su camino.
Para cuando el tren llegó a la estación Vicuña Mackenna y se indicó por alto parlantes que era la estación en la que se podía realizar el transbordo a la Línea 4A, José ya estaba en posición para salir, con la mente puesta en el recorrido que debía hacer para tomar el tren de vuelta a Vicente Valdez y proseguir su viaje. Consultó su reloj, no podía creer lo rápido que pasaba el tiempo ahora que iba atrasado. ¡Ya iban a ser las 10 de la mañana!
El tren se detuvo y apenas las puertas se abrieron lo suficiente como para dejarle el espacio para descender, salió a toda carrera, como un trombo que arrollaba a quien tuviera la mala suerte de ponérsele por delante. Tenía que sortear a la muchedumbre que se agolpaba para abordar el tren del que él ya había bajado, para luego mezclarse con el gentío que intentaba subirse al que ahora debía tomar.
Pero mientras pasaba a empellones por entre la gente, algo le llamó repentinamente la atención y le obligó a mirar hacia el costado más alejado del andén, más allá de las escaleras por las que seguía bajando una columna interminable de personas.
Sus ojos se posaron en una mujer que vestía un inusual abrigo de gabardina, con el pelo crespo y desordenado, y la vista fija en algún punto frente a ella.
En ese instante, José no supo por qué, pero un escalofrío recorrió su espalda y sintió que la inquietud rodeaba su corazón. La mujer del abrigo no había hecho ni el menor movimiento, sin embargo, algo en su actitud ausente disparó los sentidos del inspector. Era una posición anormalmente relajada para cualquier persona que intentara tomar el Metro a esas horas de la mañana.
Dejó de lado la prisa que llevaba y la frustración por el bochorno que acababa de sufrir. Su instinto de detective le decía con desesperación que algo iba a pasar, algo que de una u otra forma estaba ligado a esa extraña mujer. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso y expectante, su cerebro se negaba a actuar de una manera lógica y le gritaba que se dejara llevar por la intuición.
Y José Bascuñán decidió hacerle caso.
Aminoró la marcha y dio un largo rodeo para pasar desapercibido entre la multitud hasta ubicarse lo más cerca que pudo de la mujer, sin que ella notara su presencia. Disimulando su posición desde atrás de un grupo de bulliciosos escolares, el inspector Bascuñán tomo nota mental de todos los detalles que pudo memorizar, comenzando por el atípico abrigo de gabardina.
Era cierto que las mañanas estaban algo frescas en los últimos días, pero la temperatura mínima solía bordear los doce o quince grados, para luego subir con rapidez hasta alcanzar máximas de veintiuno o veintidós. El promedio de los capitalinos evitaba salir demasiado abrigado desde sus casas, pues el exceso de ropa se transformaba en una carga horas más tarde, cuando el calor comenzaba a hacerse notar. No podía negar, eso sí, que de todas formas algunas personas salían vestidas como para ir a la nieve, pero eran las menos. Además, la población femenina, siempre más atenta a la moda que la masculina, evitaba usar prendas fuera de temporada o que no combinara con el look que representaban, y, una mujer que apenas debía superar los treinta años, era poco probable que usara un abrigo que parecía haber sido sacado del guardarropas de su abuelo.
Otro detalle extraño, era la expresión de esa mujer. Daba la impresión de que estaba drogada, pero que el efecto de la droga que había consumido le producía una especie de tenso trance que la mantenía con la vista perdida en un punto delante de ella y las mandíbulas fuertemente apretadas, como si estuviera soportando alguna clase de dolor. Ello, sumado a su postura algo encorvada y los brazos laxos cayendo por sus costados, le daban un aire de total agotamiento físico, igual que si estuviera al borde del desmayo.
Por otra parte, muy pocas mujeres saldrían a la calle sin peinarse ni maquillarse, aunque fuera para comprar en el negocio de la esquina, y esta mujer llevaba el cabello suelto, con mechones desordenados que se encrespaban en todas direcciones, los ojos manchados con los restos del maquillaje del día anterior y los labios descoloridos y con huellas de labial en los alrededores de la boca. Parecía haberse pasado la mano sobre ellos, lo que era signo casi inequívoco de que había llorado.
Aunque, sin duda, lo más fuera de lo común era que iba descalza.
Con todos esos detalles en mente, José intentaba dilucidar el misterio que esa mujer representaba para él y el porqué de la súbita alarma que sentía al mirarla. Quizás, inducido por las actitudes de más de algún delincuente drogado que tuvo que encarar durante sus años en Investigaciones, esas actitudes indescifrables que los llevan de la calma a la más absoluta euforia y violencia en cuestión de segundos, sus pensamientos acostumbrados a la reacción rápida y adiestrados por años de estar en las calles le decían que esa mujer podía ser una bomba de tiempo que estaba a punto de estallar y lo mejor era que estuviera cerca de ella para evitar al máximo el daño colateral.
Así que cuando la vio salir un poco de su ensimismamiento y acercarse a la orilla del andén para abordar al tren que acababa de llegar, José se puso a solo un par de pasos de ella y subió en el mismo vagón.
La tenía tan cerca de él que su brazo derecho quedó pegado al izquierdo de ella. Pero la mujer no daba señales de que le importara. Simplemente permanecía con la mirada fija en el reflejo que le devolvía la puerta, ajena por completo a quienes le rodeaban.
José la estudiaba de reojo, atento al menor de sus movimientos. Le intrigaba demasiado la forma en que iba vestida y por un momento temió que llevara algún tipo de arma entre sus ropas y tuviera las intenciones de desatar una masacre de esas que tanto se ven en los Estados Unidos. La sociedad chilena tenía una extraña, casi siniestra propensión a imitar las barbaridades que cometen otras sociedades y ahora que cualquier cosa podía ser encontrada en internet, los jóvenes y los que ya no lo eran tanto, invertían gran parte de su tiempo en hacer estupideces al estilo Jack Ass, en admirar y emular la violencia de las pandillas americanas, o simplemente conseguir un instante de fama y mal entendida gloria a expensas de sus infortunadas víctimas.
Así que no pensaba quitarle los ojos de encima a esa extraña mujer.
Cuando el tren lo llevó de vuelta a la estación Vicente Valdés y las personas comenzaron a agolparse contra las puertas de salida de cada vagón, prestas a emprender la estampida humana que desbordaba escaleras y pasillos de cada andén, se mantuvo apegado a su objetivo, la que también mostraba intenciones de bajar junto a la masa de gente.
La siguió por entre el gentío cuando un mar de tacones y camisas repletó los accesos para el cambio de andén. Llegó a empujones a la combinación con la Línea 5, como un cazador tras su presa. Caminó con ella, no más separado que dos o tres peldaños de distancia. Dobló con ella por el andén y la siguió hasta que se detuvo en el extremo más alejado, casi a la altura de donde debía quedar la cabina del tren y donde muy pocos pasajeros se instalaban a esperar su turno para abordar.
Y fue ahí cuando supo que lo que fuera que estaba por pasar, iba a pasar en ese momento.
El drástico cambio en el rostro de la mujer fue la señal que estaba esperando para actuar, aunque no era lo que había imaginado. José esperaba un movimiento sospechoso de la mano al moverse por debajo de la ropa o unas miradas inquietas para encontrar un guardia que pudiera detenerle o a las víctimas sobre las que lanzaría su ataque. Cualquier cosa, menos la expresión de absoluto horror que se apoderó de ella.
De todas formas, su instinto le pedía que corriera a evitar la tragedia que estaba por suceder.
Convencido de que enfrentaba a una loca suicida potencialmente peligrosa, el inspector Bascuñán desenfundó su arma de servicio y empezó a avanzar con paso decidido hacia la sospechosa, manteniendo la pistola pegada a su pierna, aunque dispuesto a usarla si era necesario evitar que la mujer dañara a alguien más. Pensaba aproximarse hasta quedar a no más de unos pasos de ella y entonces identificarse como policía y ordenarle que no hiciera ni el menor de los movimientos.
Pero algo le hizo detenerse y lo dejó petrificado de miedo.
Era una sensación inexplicable, algo que lo sofocaba y aprisionaba su corazón como si una mano invisible acabara de entrar en su pecho y tratara de estrangularlo con sádica lentitud hasta hacerlo reventar. Se trataba de una especie de energía siniestra que se había cruzado en su camino y que le clavaba unas filosas garras revestidas en el más absoluto terror.
Congelado como una estatua, permaneció inmóvil mientras la mujer desabotonaba su abrigo y se acercaba paso a paso hacia el borde del andén, con los ojos desorbitados por un pavor que José ahora sentía, pero que no era capaz de comprender. A sus espaldas, vagamente pudo sentir el movimiento de la gente al prepararse para abordar el tren que ya entraba en la estación y la fría certeza de lo que estaba por ocurrir caló tan hondo en su alma que las fuerzas le fallaron y cayó de rodillas al suelo sin poder dominarse en lo absoluto.
Apenas tuvo el control suficiente para obligar a su cuerpo que mantuviera la vista sobre la mujer el tiempo necesario para verla saltar a las líneas del tren y desaparecer entre sus ruedas en medio de los alaridos despavoridos de las personas que atestiguaron tan atroz suicidio.
José Bascuñán sintió que el mundo se encogía a su alrededor y que una densa oscuridad revoloteaba sobre su cabeza igual que la burlona risa de un niño cruel que goza con el sufrimiento de su compañero más débil. El miedo que hacía tambalear su cordura aumentó hasta un pico casi insoportable y luego decayó por completo, desvaneciéndose con el aire.
Solo entonces recobró las fuerzas para ponerse de pie y abrirse paso entre la muchedumbre de curiosos que se agolpaban contra el tren para ver con detalle aquel macabro acontecimiento.
Tragó la densa y amarga saliva que se aglutinaba en su boca y después de toser reiteradas veces para aclarar la garganta, alzó la voz y levantó en alto su placa.
—¡Investigaciones de Chile! —gritó todo lo fuerte que pudo—. Les voy a pedir que se alejen de la zona, por favor. No pueden sacar fotos ni grabar con sus celulares. Acaba de ocurrir un accidente y hay que despejar el lugar para que los especialistas puedan hacer su trabajo. Guardias —señaló a los hombres contratados por Metro para dar seguridad al interior de sus instalaciones, dos regordetes que trotaban hacia él lo más aprisa que sus obesos cuerpos se los permitían—, necesito que aíslen el lugar y evacuen la estación de inmediato.
Los guardias se dispusieron a cumplir las órdenes de Bascuñán y comenzaron a hacer retroceder a la gente, mientras uno de ellos llamaba por su equipo de comunicaciones para solicitar apoyo.
José, en tanto, se volteó para mirar el tren y sacó su celular para dar aviso a sus superiores de lo ocurrido. No quería ni siquiera imaginar el amasijo sanguinolento que había quedado entre los rieles, así que fue lo más escueto posible.
—Una mujer se tiró a la línea del Metro —comunicó en el tiempo que le tomó llegar al borde del andén, justo a la puerta de la cabina del tren—. Aquí en Bellavista de la Florida. Ya mandé a evacuar. Apúrense.
El conductor del vehículo, visiblemente golpeado por lo que acababa de ocurrir, había descendido de la máquina y estaba arrodillado para mirar por debajo del enorme armatoste de fierro que él dirigía, con la insensata esperanza de encontrar con vida a la mujer que acababa de atropellar.
—Señor —le dijo José, hincándose a su lado—, no hay nada que usted pueda hacer. Necesito que evacúe junto a las demás personas, ¿ok?
El hombre le devolvió una lúgubre mirada, soltó un suspiro de resignación y echó a andar en silencio hacia las escaleras, donde fue escoltado por uno de los guardias que habían llegado al lugar.
Bascuñán, a solas en la escena de la tragedia, se agachó para mirar por el espacio entre el andén y el tren, y su corazón estuvo a punto de detenerse ante la impresión. Con un agudo grito que jamás habría imaginado que podía salir de su boca, cayó sentado en el suelo y se apresuró a alejarse lo más que pudo de la siniestra imagen que acababa de ver. Una imagen que quedó grabada a fuego en su memoria, tal como la de aquel fatídico día en que perdió a toda su familia.
Es que, por debajo del tren, había logrado ver una parte del destrozado rostro de la mujer, un trozo de carne en el que podía distinguirse con claridad un ojo y gran parte de su boca.
Y José Bascuñán podía jurar que ese pedazo de cara le estaba sonriendo.
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