Tras las Sombras - Capítulo I

 


Para José Bascuñán no era extraño toparse cada cierto tiempo con casos como en el que trabajaba aquella mañana. Era habitual en Chile que de pronto emergiera un sicópata asesino y en un par de malos días dejara un regadero de cadáveres a su paso hasta terminar siendo sorprendido por la policía o, en un arranque de su propia locura, sucumbir ante los impulsos suicidas que hacían que su sanguinaria carrera acabara tan rápido como había empezado.

La sociedad aún recordaba a sujetos emblemáticos, tan emblemáticos como los apodos con los que saltaron a la fama. Tal era el caso de “El Tila” en la Dehesa, “El Rambo” en Santiago Centro o “La Quintrala” y el sórdido primer homicidio por encargo en el Chile moderno. A ellos se sumaba una larga fila de etcéteras que podía remontarse a verdaderas leyendas como “El Chacal de Nahueltoro” y su melodramática condena a muerte que culminó en 1963 y trajo consigo el nacimiento de un verdadero culto alrededor de su imagen, lo que incluso se tradujo en la producción de una película sobre su vida.

Así que, cuando se vio enfrentado a la aparición del cadáver destrozado y abusado de una mujer en una de las tantas quebradas del sector del Arrayán, en la parte alta de la capital, supo que, si no era el primero de una serie de asesinatos sin razón aparente, pronto descubrirían más sucesos que terminarían por conectarse con él y llevarlos a un único culpable, otro loco deschavetado que decidió que era hora de dar rienda suelta a sus sádicas fantasías.

Las primeras pericias en el lugar de los hechos indicaban que la víctima, una mujer de veintisiete años, había sido arrojada desnuda desde el borde de la quebrada, muriendo por el impacto al rodar casi quince metros cuesta abajo hasta detenerse contra un robusto espino. Sin embargo, los especialistas no tardaron en descubrir marcas que evidenciaban que la mujer había muerto por estrangulamiento antes de ser lanzada por la escarpada ladera del cerro, muerte producida por una presión tan fuerte que terminó por romperle el cuello.

Lo curioso del caso era que también presentaba señales de haber tenido relaciones sexuales poco antes de su deceso, aunque no tenía signos de haber sido violentada de ninguna forma.

En resumen, la víctima tuvo relaciones con un conocido y, en cuanto terminaron, ese hombre sin rostro la mató de manera salvaje e inexplicable.

Pero la identidad del agresor no era la mayor incógnita en este caso.

—No tiene sentido —comentó uno de los detectives al llegar al lugar de los hechos y comenzar a levantar las primeras pericias.

En sus años dentro de las filas de la Policía de Investigaciones, José había aprendido a desconfiar de las primeras impresiones y no adelantar conclusiones antes de descartar todas las posibilidades. Así que, intrigado, decidió tomar nota mental de lo que ese perito tenía que decir.

—¿A qué te refieres? –-preguntó sin ocultar su interés.

—La pendiente de la quebrada no es muy pronunciada –se explicó el detective, señalando cerro arriba—, pero las heridas que presenta el cadáver son iguales a las producidas por una caída de gran altura. Si la hubieran tirado desde un auto o desde el costado del camino, sólo habría terminado con rasguños y hematomas, a lo más con alguna fractura, pero no tan reventada como quedó. Las lesiones que sufrió no concuerdan en ninguna circunstancia con el ángulo de caída.

José comprendía a lo que se refería el detective. Había visto muchos cadáveres en su carrera y para él también resultaban inexplicables las heridas de la víctima y donde fue encontrada. En primer lugar, tenía un severo traumatismo en el costado derecho de su cuerpo, traducido en múltiples fracturas en el brazo de ese lado, la casi explosión del tórax, la desarticulación de la cadera y la destrucción del cráneo con la consiguiente pérdida de masa encefálica y el ojo del mismo costado. Sólo había visto ese tipo de lesiones dos veces, la última de ellas fue cuando un desdichado sujeto decidió poner fin a su vida saltando del Costanera Center, el edificio más alto de Santiago.

El posterior informe del Servicio Médico Legal no hizo más que confirmar las dudas que tenía al respecto. La joven fue estrangulada y lanzada al vacío desde una gran altura.

Tal vez, posterior a ello fue abandonada en la quebrada, como un método de ocultar lo que en verdad había ocurrido.

La víctima se llamaba María Hernández y era una estudiante de ingeniería de la Universidad de Chile. Madre soltera de una pequeña de siete años, su entorno la describía como una muchacha tranquila, dedicada por completo a su familia y estudios, amable y siempre alegre. Vivía con su padre y su hija en un pequeño departamento de avenida Seminario y ninguno de sus conocidos sabía si mantenía algún tipo de relación sentimental al momento de su muerte, por lo que, a un día y medio de encontrar su cadáver, seguían sin poder apuntar sus dardos a ningún sospechoso.

Así que José decidió confiar en su instinto y dejarse llevar por una corazonada.

Frente a su computador, en las oficinas de la Brigada de Homicidios, allá en Ñuñoa, accedió a las últimas denuncias de desapariciones en el sector céntrico y oriental de la capital, poniendo especial atención a las mujeres extraviadas que estuvieran dentro del rango de edad de María. Ya pasaban de las dos de la tarde y, luego de ir en persona a la casa del papá de la víctima para tomar su declaración, pensó que si empezaba por ahí podía encontrar el hilo conductor que estaba buscando.

Mientras tanto, no podía sacarse de la cabeza la expresión demacrada de ese pobre hombre. El padre de María bordeaba la tercera edad, calvo y de lentes, con el rostro ajado por el paso de los años y la mirada vidriosa oculta detrás de un par de anteojos, lo recibió con el pesar que cabía de esperarse en cuanto se presentó ante su puerta. José conocía el dolor de esa persona, él mismo lo había experimentado años atrás y por eso pensaba que podía interpretar de mejor manera lo que pudiera obtener de sus declaraciones.

Sin embargo, sólo encontró desolación y un profundo vacío que le recordó los momentos siguientes al fatídico día en que él lo perdió todo.

—No se preocupe, señor —le dijo al despedirse, casi a las dos horas después—, estamos trabajando día y noche para dar con el asesino de su hija. La justicia tarda, pero le aseguro que llega.

El hombre lo miró con una cansada y amarga sonrisa en los labios, José pensó que debía ser la misma expresión que él puso cuando habían tratado de darle esperanzas.

—¿De qué me sirve que lo encuentren? —las lágrimas hicieron tambalear la voz de aquel hombre—. Eso no me devolverá a mi hija. No le devolverá su madre a mi nieta. No hay justicia que pueda traerla de vuelta.

No quiso discutir, no tenía sentido hacerlo. Solo le devolvió una sonrisa de disculpa y se fue de vuelta a su auto.

Y ahora, con los datos que tenía en la pantalla frente a sus ojos, comenzaba a creer que al fin iba por buen camino.

En los últimos seis meses, dieciséis mujeres habían sido reportadas como desaparecidas por sus familiares, siendo ocho de ellas encontradas a los pocos días, cinco entre una a siete semanas después de la denuncia y dos de las que aún se desconocía su paradero. Revisó caso a caso el reporte emitido por el Departamento de Búsqueda de Personas y sacó en limpio que la mayoría de ellas presentaba un lapso de amnesia que variaba entre un par de horas a varios días.

Pero eso no era lo único.

Casi todas ellas tenían marcas similares en sus cuerpos. Marcas asociadas a azotes, rasguños, mordidas, incluso rastros inequívocos de ataduras en manos, cuello, torso, caderas, rodillas y tobillos, además de diversas laceraciones, como perforaciones en los labios, mejillas, pezones y hasta en el clítoris, aunque un par también sufría fisuras anales. Todo evidenciaba que habían sido sometidas a verdaderas torturas sexuales de las que ninguna podía recordar nada en absoluto. Y, extrañamente, no quedó ningún registro de denuncia o constancia por parte de las víctimas.

Al consultar los demás datos entregados por los familiares de las desaparecidas y corroborar y comparar la información relacionada a sus rutinas diarias, horarios de transporte, lugares de trabajo o estudio, José se dio cuenta de que todas las víctimas seguían casi el mismo patrón de movimientos dentro de la capital. A distintas horas del día, las dieciséis mujeres debían pasar por el eje Providencia-Alameda, circulando entre el Salvador y Plaza Italia para tomar locomoción que las acercara a sus destinos.

Quien fuera el mal nacido que las secuestraba, lo más probable era que las abordara entre esas calles.

Consultó su reloj, ya iban a ser las ocho y sólo quedaban en las demás oficinas el personal de guardia. Todos los demás ya se habían ido a sus casas, a sus apacibles vidas, algo que él ya tenía olvidado.

Tomó su chaqueta y se guardó la placa y el arma de servicio entre las ropas. Revisó que tuviera las llaves del auto en los bolsillos del pantalón y decidió que estaba a tiempo de darse una vuelta por Providencia, para observar con mayor detalle el escenario en el que debía moverse el sujeto al que buscaba.

El tráfico a esas horas de la noche era un poco más expedito que los feroces atochamientos de las seis, por lo que no tuvo mayores inconvenientes en recorrer la zona y encontrar estacionamiento. Tenía que ir a pie para examinar desde una mejor perspectiva el área donde sospechaba que iniciaban las tórridas historias que dieron paso al homicidio en el Arrayán. Debía examinar el paisaje, las calles, los edificios, las personas que circulaban por esa concurrida arteria capitalina.

Empezó de oriente a poniente, primero por la calzada norte de Providencia, recorriendo el Parque Balmaceda desde Eliodoro Yáñez hasta la Plaza Italia, para posteriormente iniciar el camino de vuelta por el lado sur, partiendo desde General Bustamante hacia el este. Caminaba con su vieja libreta de apuntes en mano, tomando nota de las cosas que llamaban su atención o de datos que consideraba importantes.

Cuando llegó al punto en el que había comenzado su sutil investigación, miró todos los garabatos que estampó en su libreta, se la echó al bolsillo interno de la chaqueta y regresó al auto, enfilando rumbo hacia su solitaria casa.

Cruzó Vicuña Mackenna entre los alocados conductores que parecían echar carreras para ver quién alcanzaba a llegar más rápido al siguiente semáforo en rojo. Soportó estoico el habitual taco en el paradero catorce, frente a la municipalidad de La Florida, y cuando al fin dejó atrás Américo Vespucio, comenzó a relajarse, a sabiendas que se trataba de la tensa calma que solía preceder las tormentas de cada noche desde hace doce años.

Llegó a San José de la Estrella y dobló a la derecha, recorriendo las tres cuadras que lo separaban de la que era su casa. Como todos los días, dejó el auto mirando hacia el portón de acceso, sin detener el motor, y descendió de él, para quedarse un instante contemplando la construcción de un piso en la que había intentado formar una vida soñada. Había adquirido demasiado tarde el hábito de la precaución, pero aun así todas las tardes albergaba la vaga esperanza de que la historia volviera a repetirse y esta vez fuera su turno.

Cuando decidió que había esperado suficiente y que ya no pasaría nada, abrió el grueso portón de madera y luego volvió a su vehículo para estacionarlo debajo del techo de zinc que él mismo construyó en cuanto compró aquella casa.

Después de asegurarse de que el auto estaba cerrado y la alarma conectada, cerró el portón y entró por la puerta lateral, la que daba a la cocina. Encendió la luz y se quedó ahí un instante, imaginando lo que podría haber sido si las cosas hubieran ocurrido de otra manera. Pero la casa estaba vacía, lo único que había en su interior era ese ya acostumbrado olor a humedad producido por la falta de luz y ventilación.

Como todas las tardes, fue al refrigerador, sacó una lata de cerveza y partió a acomodarse en el sillón que tenía frente al televisor. Al pasar por la pared que separaba el living comedor de la cocina, se encontró de frente con el espejo de cuerpo entero que compró su esposa el día anterior a su muerte. La imagen de un sujeto de cuarenta y dos años, alto y delgado, aunque con la notoria barriga de un alcohólico, de cabellera cada vez más escasa y un bigote blanquecino debajo de su nariz achatada, le dedicó una despectiva mirada antes de seguir su camino y hundirse entre los polvorientos cojines de un sofá que llevaba años sin aspirar. El control remoto estaba en la mesa de centro frente a él, tal como lo había dejado en la mañana, y se estiró para agarrarlo y poner el noticiario, mientras escuchaba la lata de cerveza chirriar al abrirla.

El ritual era siempre el mismo, tomarse una lata y luego ir a buscar otra, apenas poniendo atención a lo que pasaba en el televisor. Después su cuerpo le pedía algo más fuerte, a medida que las pesadillas y el remordimiento resurgían del oscuro sótano de su corazón, y partía a buscar la botella de ron que siempre guardaba en la licorera. Cuando comenzó a beber, solía hacerlo con un poco de Coca-Cola y dos hielos, pero, después de tantos años, a veces lo bebía directo de la botella como si se tratara del más refrescante néctar.

Una hora después, apagaba el televisor y dejaba que los vaivenes de la borrachera lo guiaran hasta la cama, para seguir luchando con sus pesadillas.

En un principio, el alcohol lo adormecía y por lo menos le ayudaba a dormir, a pesar de que cuando sonaba el despertador debía hacer frente a la horrible resaca y a minutos interminables vaciando el estómago en el inodoro. Con el paso del tiempo, ya sólo conseguía que los sueños fueran menos vívidos.

Algo era algo.

Esa noche no fue distinta a las demás. Apenas se quitó la ropa y los zapatos y se dejó caer sobre la cama vestido únicamente con calzoncillos. Y en cuanto su cabeza tocó la almohada, las imágenes crueles y despiadadas de la noche en que perdió a su familia afloraron de su subconsciente y se apoderaron de José.

La pesadilla era siempre la misma: su mujer y su hija recién nacida lo esperaban en el auto mientras él se bajaba a abrir el portón del estacionamiento. Como siempre, dejaba el vehículo andando para no perder tiempo en apagarlo antes de bajarse y luego volver a encenderlo para hacerlo pasar. Su mujer ya había sacado a la bebé de su silla y la escuchaba hablarle mientras la sostenía entre sus brazos y la acurrucaba para calmar su llanto.

Entonces llegaba el dolor. Era como una secuencia repetida y estudiada en la que cada actor sabía lo que ocurrirá después y se preparaba para dejar que las cosas pasaran como decía el guion. Y lo primero era el dolor, un fuerte golpe en la nuca que le nublaba la vista y lo hacía caer al suelo entre los gritos horrorizados de su esposa y el llanto desesperado de su hija. No podía verlas, pero escuchaba los pasos apurados de sus atacantes, sus voces gritando, amenazando, ordenando. José apenas lograba encontrar la fuerza para desenfundar su arma de servicio e intentar hacer puntería a uno de los asaltantes.

Pero ya era demasiado tarde. Se llevaban su auto y a su familia en él.

Escuchó el chirriar de los neumáticos cuando su querido Mazda salía disparado en reversa y se metía en medio del tráfico, armando un verdadero caos en la pacífica San José de la Estrella, para luego, entre frenazos y bocinas, emprender la huida hacia el oeste.

José ya estaba en pie, tambaleante y luchando por enfocar bien. Apuntaba su arma hacia su propio vehículo, con el dedo en el disparador, listo para efectuar un tiro, a pesar del riesgo que correría su familia si es que su puntería no era tan certera como esperaba.

En el último segundo desistió y prefirió salir corriendo detrás del auto, en un vano intento de darle alcance antes de que desaparecieran de su vista.

Y fue en ese momento cuando se desató la tragedia.

Como si estuviera pasando en cámara lenta, vio el vehículo comenzar a zigzaguear y desviarse peligrosamente hacia la derecha para evitar un microbús que le cortaba el paso. Entonces escuchó el inconfundible tronar de un neumático al reventarse y, horrorizado, vio como el auto en el que viajaba su familia se estrellaba con brutal fuerza contra un poste.

En el sueño, intentaba correr más rápido para llegar a socorrer a su esposa y a su hija, pero la calle parecía alargarse con cada paso que daba y el vehículo se alejaba de su alcance en medio de un rojo río de sangre. Finalmente, sus piernas perdían fuerza y terminaba por caer de rodillas sobre un charco sanguinolento solo para encontrar que, de alguna manera, los cuerpos inertes de su familia flotaban debajo de él. Desesperado, luchaba por zambullirse para rescatarlas, manoteaba y maldecía el líquido carmesí que le mostraba los cadáveres de sus seres más queridos, sin permitirle ir hacia ellos.

La desesperación daba paso a la ira, a una furia sorda y salvaje que le poseía y que le obligaba a mirar a su alrededor hasta encontrar a los dos asaltantes que le habían quitado su tesoro más preciado. Ellos, unas sombras sin rostros, se burlaban de su dolor y luego echaban a correr mientras José los perseguía con su arma en la mano.

Y entonces abría fuego.

Veía a los dos antisociales caer bajo la lluvia de plomo que salía de su pistola. Reía como un loco mientras las balas destrozaban sus cuerpos y los convertían en amasijos de carne sanguinolenta. Pero al llegar hasta ellos, la cordura se perdía dentro de su cabeza y era reemplazada por una locura total, una cacofonía de pensamientos y emociones dispares que le taladraban el alma.

Porque los dos cuerpos que tenía ante él eran el de su esposa y el de su hija, ambas destrozadas contra el suelo.

Comentarios

  1. Guau, excelente capítulo! El nivel de las descripciones y análisis del cuerpo del Arrayán más lo sucedido al policia es impactante. Felicitaciones por ser capaz de lograr en el lector sentur la experiencia que relatas.

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