Tras las Sombras - Capítulo IV

 


Por esta vez, Bascuñán dejó de lado su poco gusto por usar la locomoción pública sin pagar e hizo parar el primer taxi que apareció, se identificó como funcionario de Investigaciones y le indicó la dirección que había encontrado en internet.

—Necesito que llegue lo antes posible, ¿entendido?

El taxista, no muy contento, asintió a regañadientes y se puso en marcha de acuerdo a las instrucciones del detective. En un santiamén llegaron al centro de Santiago y se internaron en sus populosas calles hasta dar con la dirección indicada. Bascuñán bajó apenas el auto se detuvo y lanzó un desabrido “gracias” sin siquiera preocuparse por si fue escuchado.

A paso vivo entró por la puerta principal del edificio y se fue directo al mesón en el que un añoso conserje saludaba y atendía a todo aquel que se le acercaba.

—Buenos días —levantó su placa al llegar frente al hombrecillo—, soy el detective Bascuñán y necesito hacerle unas preguntas.

El conserje se ajustó los lentes, revisó con detenimiento la identificación del detective y de inmediato afloraron sus nervios.

—¡Oh! —se acomodó en el asiento tras el mostrador en el que pasaba los días atendiendo a los visitantes que acudían al periódico—. Usted dirá en qué puedo ayudarle.

—Tengo que ubicar a una persona que me dijeron que trabaja aquí. Su nombre es Gloria Andrade, ¿la ubica?

—¿La señorita Gloria? Claro que sí —hizo una pausa y el inquieto tamborileo de sus dedos sobre un libro de anotaciones fue la señal de que su nerviosismo iba en aumento—. Aunque hoy no vino a trabajar. ¿Está metida en algún lío?

—Necesito verificar su dirección, asuntos de rutina. ¿Quién puede darme esa información? ¿Algún jefe de personal?

El anciano se frotó la barbilla con los dedos y volvió a acomodarse los lentes mientras pensaba.

—Déjeme hacer una llamada —contestó.

—Gracias.

Bascuñán vio al conserje levantar el teléfono que tenía en un costado del mostrador, marcar un par de números y esperar a que alguien respondiera al otro lado de la línea.

—Sí, buenos días —saludó a la persona que contestó—. Mire, resulta que aquí hay un detective… ¿cuál me dijo que era su nombre?

—Bascuñán, inspector Bascuñán.

—El inspector Bascuñán —confirmó—, necesita saber la dirección de Glorita. No, de Gloria Andrade, la del piso cuatro —hizo una pausa para escuchar lo que su interlocutor le respondía—. No, no sé. Hable mejor usted con él.

Le acercó el aparato con algo de timidez y luego se sentó en su banquillo como si se instalara en primera fila para escuchar lo que iban a hablar.

—Habla el inspector Bascuñán, ¿con quién tengo el gusto?

—Paolo Jorquera, supervisor del departamento de personal.

En ese instante comenzó a vibrar el celular en el bolsillo de Bascuñán y antes de verlo supo que se trataba de Riquelme. De seguro habían encontrado sus huellas en el abrigo.

—Necesito confirmar la dirección de la señorita Gloria Andrade —esperó a que la llamada se cortara y volvió a guardar el celular—. ¿Usted puede darme esa información?

El hombre al otro lado de la línea se lo pensó un poco antes de contestar y en ese breve lapso el celular de Bascuñán volvió a vibrar.

—La verdad, tengo esos datos, pero usted comprenderá que no puedo entregárselos a menos que traiga una orden judicial —respondió Jorquera—. ¿Trae una, detective?

Bascuñán le dio una mirada al atento conserje, mientras soportaba una nueva llamada entrante en su celular. Verificó que se trataba una vez más de Riquelme, antes de apagar el aparato.

—Sí —mintió—. Si le parece bien, subiré hasta su oficina para que hablemos con más calma.

—No se preocupe, voy para allá, tengo demasiado papeleo pendiente y mi oficina es un caos. Hablemos en el hall, hay un par de cómodos sillones por ahí.

—Ok, no hay problema.

Colgó y le devolvió el teléfono al conserje, el que no se había perdido una sola palabra de todo lo que dijo.

—Me pidió que suba —volvió a mentir y se colgó la placa del cuello para que quedara a la vista en medio de su pecho—. ¿Los ascensores están por ese lado?

—Sí —contestó el hombrecillo, ajustándose una vez más sus anteojos, no muy seguro de dejarlo ir o registrarlo en el libro de visitas primero.

—Es en el piso… ¿tres?

—Dos.

—¡Dos! Claro. Se me había olvidado —sonrió con exageración, ya echando a andar—. Gracias por su tiempo.

Echó a andar a los ascensores y aguardó junto a un par de personas a que uno de los aparatos llegara al primer piso. Esperaba que Jorquera se tomara algo de tiempo para bajar y no topárselo en el camino antes de conseguir lo que necesitaba, porque, al no tener una orden, no tenía manera de obligarle a que le diera ningún dato sobre alguien del periódico.

Mientras tanto, dio una rápida ojeada al directorio colgado de la pared y ubicó el departamento de Crónica.

Cuando al fin llegó el ascensor, presionó el botón para ir al piso cuarto y esperó a que las puertas de metal se cerraran. Las demás personas que subieron con él lo miraron con extrañeza, pero permanecieron en silencio los casi veinte segundos exactos que duró su viaje.

Bajó del aparato y se encontró con una larga habitación de un ancho pasillo central con escritorios a ambos lados y solo dos salas cerradas en su extremo más alejado. Un letrero colgante del techo rezaba Crónica. Dio un rápido vistazo sobre los muebles y quienes trabajaban ahí, para luego dirigirse hacia el fondo del ajetreado lugar, registrando todo con sus ojos inquietos, a la espera de encontrar algo que pudiera relacionar con la mujer fallecida. Era tal el nivel de actividad en esa oficina que nadie pareció fijare en él.

De primera, descartó todos los escritorios en los que hubiera alguien y eso acortó su búsqueda a cuatro de los diez puestos que había en ese piso. De esos cuatro, solo dos, casi al final del pasillo, tenían objetos que con seguridad pertenecían a una mujer. Y los dos eran contiguos.

Se detuvo frente a ellos, se cercioró de no haber llamado demasiado la atención y barrió con sus ojos los papeles, cuadros, cuadernos, computadores y todos los accesorios que pudo encontrar. Al cabo de unos segundos descartó aquel en el que había una fotografía de una pareja de adultos y un tazón de Kung Fu Panda, y se concentró en el otro.

Lo primero que llamó su atención fue una caja de tarjetas de presentación adornada con cintas de color púrpura. Sin preocuparse de si alguien lo estaba observando o no, levantó la tapa y tomó una. Sobre ella estaba grabado con letras doradas el nombre de la mujer que buscaba, pero como datos de contacto solo aparecían su celular y dirección de correo electrónico.

La otra opción era una agenda que asomaba por debajo del monitor del computador. La tomó con un rápido manotazo y comenzó a hojearla, sin encontrar más que anotaciones sobre restaurantes, números de teléfonos, nombres y otros datos que podían servirle para una futura investigación, pero no para lo que necesitaba hacer ahora.

Hasta que en medio de unas hojas apareció una boleta de una casa comercial. Y en ella encontró los datos que buscaba.

—¿Puedo ayudarle en algo? –le sobresaltó una voz a sus espaldas.

Un hombre de edad avanzada y voluminosa pansa había aparecido desde alguna parte y lo observaba con desconfianza.

—Soy el inspector Bascuñán —se identificó de inmediato con su placa—. Busco a la señorita Andrade. ¿Este es su escritorio?

El hombre lo miró con escepticismo.

—Ella no está —respondió con un gruñido—. ¿Cuál me dijo que era su nombre? No recuerdo que me hayan anunciado su visita.

—No se preocupe, don…

—Guido, soy el encargado de este departamento y jefe de Gloria.

—Mucho gusto, don Guido —Bascuñán le tendió la mano y el editor le respondió el saludo, aunque no de muy buena gana—. Y en vista que ella no está, me voy. Quizás mañana tenga mejor suerte. Que tenga un buen día.

Antes de tener que contestar más preguntas, el detective partió hacia el ascensor y esperó a que el aparato llegara y lo llevara hasta el primer piso. Sin embargo, apenas salió al hall, se topó con el conserje y otro hombre que lo estaban esperando.

—¡Ahí está! —exclamó el hombrecillo—. Don Paolo me dijo que habían quedado en hablar aquí y usted me dijo que le pidió que subiera. ¿Puede explicarme por qué?

—Detective, necesito ver su orden judicial —intervino Jorquera, un hombre bajo y calvo, de nariz redonda y ojos claros, que vestía terno y corbata y llevaba un archivador debajo del brazo. Saltaba a la vista su desconfianza.

—Ya no es necesario —dijo Bascuñán, sin siquiera detenerse—. Tengo otros asuntos que atender. Volveré otro día.

Y antes de que cualquiera de los dos intentara detenerle, salió a paso veloz del edificio e hizo señas al primer taxi que apareció por la calle.

—¿A dónde lo llevo? —preguntó el conductor en cuanto cerró la puerta.

Bascuñán buscó en el bolsillo de sus pantalones y sacó la boleta que había tomado del cuaderno de Gloria sin que el jefe de la mujer se diera cuenta. En ella estaba la dirección que buscaba y el siguiente lugar al que debía ir para esclarecer este oscuro caso.

Al cabo de unos cuarenta minutos y después de dar más de una vuelta para cerciorarse de que estaban en el lugar indicado, Bascuñán descendió del taxi en las afueras de un condominio de departamentos en la comuna de Macul. Se trataba de una villa cerrada de seis edificios de cuatro pisos, con una sola entrada en la que un conserje bajo y de avanzada edad estaba apostado al interior de una pequeña caseta de guardia.

—Buenas tardes —le saludo y de inmediato sacó su placa de policía—. Inspector Bascuñán de la PDI. Voy al departamento treinta y uno del block D.

El hombre hizo memoria un instante y luego revisó una agenda que tenía sobre su escritorio.

—Va a tener que esperar a que confirme su visita —respondió—. Me va a perdonar usted, pero la administración se ha puesto muy quisquillosa con lo del acceso de desconocidos a la villa.

Cogió el auricular de uno de los seis citófonos que tenía al interior de la caseta y presionó el botón que tenía inscrito el número treinta y uno. Bascuñán esperaba que alguien contestara desde el departamento, un familiar de la fallecida a quien poder hacer un par de preguntas, pero al cabo de un instante el conserje colgó con un resoplido de impaciencia.

—Parece que no hay nadie.

Bascuñán dio una rápida ojeada al mobiliario de la caseta. A parte del escritorio y una silla giratoria, había una repisa con varios casilleros para colocar la correspondencia llegada y dos televisores en los que se podía controlar la imagen de las doce cámaras que monitoreaban los alrededores. En una de ellas se vio a sí mismo asomándose por la ventanilla para hablar con el conserje.

—Ya veo que no —respondió—, pero de todas formas necesito ir a ese departamento. Puede que la persona que vive ahí esté metida en un serio problema.

No podía entrar en detalles con ese hombre, pero sabía que si le dejaba ver aunque fuera una borrosa imagen de la punta del iceberg de este caso, haría que su propia curiosidad lo llevara a saltarse los protocolos de seguridad que le exigían sus empleadores.

—Mire, señor detective —vaciló un instante y Bascuñán supo que estaba por morder el anzuelo—, he visto suficientes películas en los turnos de noche y sé que cuando un policía hace una visita como la suya es porque algo muy malo pasó o está por pasar. ¿Cuál es el asunto aquí?

—No es algo que pueda contarle, pero si usted coopera conmigo sería de gran ayuda para la investigación. Lo importante es que usted también sea discreto, por lo menos hasta que el caso se haga público.

—¿Entonces es algo grande? —los ojos del anciano brillaron de entusiasmo.

—Eso es lo que quiero averiguar.

Bascuñán sonrió por dentro. De seguro, un suceso así debía ser un momento memorable en la vida de un guardia cuya mayor emoción era la de separar la correspondencia que llegaba al condominio.

—Muy bien —dijo el conserje al fin y señaló a través de la ventana—. Es en ese edificio de ahí. Tercer piso, lado sur. Ojalá que encuentre lo que busca.

—Gracias. Yo espero lo mismo.

Partió con paso vivaz hacia donde le habían indicado, abrió la mampara de vidrio que daba acceso al primer piso, subió casi al trote por las escaleras hasta llegar al tercero y doblar hacia la izquierda, al lado sur, para encontrarse de inmediato con el departamento que buscaba.

Revisó el marco de la puerta y le dio un pequeño empujón para corroborar que estaba cerrada por dentro. Se acercó al ojo mágico y trató de ver al interior, pero la imagen era demasiado difusa y no logró distinguir nada, así que no tuvo más remedio que echarse para atrás y tocar el timbre, un interruptor blanco embutido en la pared a la derecha de la puerta.

Sin embargo, no hubo respuesta desde adentro.

Lo intentó un par de veces más para cerciorarse de que no había nadie y luego volvió a empujar la puerta, esta vez con ambas manos y algo más de fuerza. Otra vez no consiguió nada, así que decidió arriesgarse con algo más osado y, luego de dar un vistazo al pasillo para asegurarse de que nadie lo mirara, cargó con el hombro para ver si conseguía hacer que la chapa cediera.

Pero la puerta soportó sus intentos de derribarla sin moverse un solo centímetro.

Algo desanimado, dio un par de pasos a uno y otro lado antes de volver a enfrentarse con la inexpugnable hoja de madera que le impedía continuar con el caso que él mismo había tomado entre sus manos. Golpeó con los nudillos, a pesar de que sabía que nadie lo escuchaba, y entonces una voz le hizo dar un brinco.

—Parece que no hay nadie —dijo una mujer desde el departamento de enfrente—. Por lo menos desde ayer.

Era una mujer regordeta que debía andar por los cuarenta años. Llevaba el pelo muy corto y teñido de rojo, aunque las raíces delataban que las canas comenzaban a ganar la guerra por el dominio de ese cuero cabelludo. Usaba unos anticuados lentes que apenas lograban cubrir sus inmensos ojos saltones. El furioso rojo de sus labios hacía evidente su poco apego al buen gusto.

—¿Conoce a la persona que vive aquí? —preguntó Bascuñán, aproximándose a ella.

—Eso depende de quién lo pregunte —contestó la mujer con una sonrisa coquetona.

—Inspector Bascuñán —le mostró la placa.

—¿Inspector? ¿Usted es de la PDI?

—Sí, señora y me gustaría hacerle algunas preguntas.

La mujer se ordenó el vestido a rayas que llevaba puesto y abrió por completo la puerta de su departamento para asomarse al pasillo. Bascuñán tomó aquello como una aprobación.

—¿Sabe el nombre de la persona que vive ahí?

—Sí, llegó poco tiempo después que yo a este condominio. Gloria… Canales… o Andrade… o algo así.

—¿Es usted amiga de ella?

—La verdad…, no —hizo una mueca de desagrado—. Digamos que solo somos buenas vecinas. ¿Esto es un interrogatorio?

Bascuñán captó señales de insinuación en las palabras de la mujer y se apresuró a continuar con lo suyo.

—Nada más necesito corroborar unos datos —prosiguió—. ¿Cuándo fue la última vez que la vio?

—Déjeme ver —se llevó un dedo a la boca mientras hacía memoria y, de paso, le lanzaba lascivas miradas al detective—. Creo que desde antes de ayer, cuando empezó con los escándalos.

—¿Qué tipo de escándalos?

—No estoy muy segura. Ruidos raros, golpes al arrastrar muebles…, no sé. Pero eran muy molestos y más de un vecino pasó a reclamarle por el ruido. Aunque eso no fue lo peor.

La mujer hizo una pausa para mirar por el pasillo, como si temiera que alguien más pudiera escucharle.

—Esa niña era muy tranquila —continuó su relato—. No era una de esas loquillas que pasan de fiesta todas las semanas o se llenan de amigos que salen borrachos a las cuatro de la mañana. Pero de un día para el otro comenzó a traer gente al departamento, hombres más que nada, tipos muy raros y de mal aspecto, ya sabe usted, de esos que uno trata de evitar en la calle. Y se encerraba con ellos y gritaban como locos toda la noche, rompiendo cosas y haciendo escándalo. Cuando Alfredo, el vecino del treinta y tres, fue a pedirles que bajaran el volumen, uno de esos sujetos salió con puros calzoncillos y lo empapeló con groserías. No me extrañaría si hay alguno de esos lunáticos muerto allá adentro.

—Usted dijo que no había nadie desde ayer.

—Ella salió, por lo menos, pero igual se han sentido ruidos raros y como trajo a tanta gente no estoy segura de que se hayan ido todos.

—Comprendo —Bascuñán se tomó un instante para asimilar todos los datos que acababa de reunir—. ¿Sabe si el hombre del departamento treinta y tres está?

—No —aseveró la mujer y el detective reconoció de inmediato en ella a la típica vecina que está al tanto de la vida de todo el mundo—. Él y su esposa trabajan todo el día y tienen un hijo que va en la universidad, así que los tres llegan de noche.

—Ya veo. Bueno, muchas gracias por su cooperación —le tendió la mano y la mujer se apresuró a estrechársela por más rato del que él habría deseado—. Que tenga una buena tarde.

—Gracias a usted —le lanzó una coqueta mirada que lo recorrió de pies a cabeza—. Si necesita algo más, no dude en venir a verme. Mi nombre es Ana y si quiere le doy mi teléfono.

—No creo que sea necesario, aunque se lo agradezco.

Y para no dar más tiempo a nuevas insinuaciones, partió hacia la escalera y bajó unos cuantos peldaños hasta escuchar que la mujer cerró la puerta. Entonces se devolvió con el sigilo propio de un felino, se fue directo al departamento de Ana, desprendió un desteñido sticker del censo del dos mil doce y lo pegó sobre el ojo mágico de la puerta, para asegurarse de que ella no viera lo que estaba por hacer.

Se devolvió entonces hacia el departamento de Gloria, analizó el marco de la puerta con la esperanza de que no fuera tan sólido como se veía, y se dispuso a patearla con todas sus fuerzas para derribarla de una vez.

Sin embargo, algo se le adelantó desde el interior y golpeó con violencia la madera.

Bascuñán dio un salto y estuvo a punto de desenfundar su arma, pero alcanzó a contenerse. Según las palabras de Ana, era probable que aún hubiera alguien ahí adentro y ese alguien podía estar bajo los efectos del alcohol o las drogas. De acuerdo al relato de la mujer, era posible que todo lo ocurrido se debiera a una repentina noche de excesos y descontrol.

Se aproximó con cuidado a la puerta y acercó el oído a ella, atento al menor ruido.

No pasó mucho tiempo hasta que escuchó algo similar a si estuvieran raspando la madera. Intrigado, pegó la oreja a la puerta y de pronto surgió un grito desgarrador que le hizo saltar hacia atrás y caer de espaldas al suelo.

Con el alma en vilo, se puso de pie lo más rápido que pudo, miró hacia los lados para ver si alguien se había asomado al pasillo ante aquel estremecedor alarido, desenfundó el arma y saltó sobre la puerta con una feroz patada, listo para dispararle a lo que fuera. No obstante, rebotó contra la madera sin hacer la menor mella en ella y un nuevo grito, mucho más aterrador, brotó desde el interior del departamento.

Sentía que el corazón se había subido hasta su garganta mientras luchaba con desesperación por derribar la maldita puerta. Intentó de todo, con el hombro, a patadas, empujarla con las manos, pero no consiguió nada más que hacerse daño contra la madera infranqueable. Entonces decidió destruir la chapa a tiros y preparó la pistola.

Pero, en el momento en que hizo puntería, la puerta se abrió lentamente.

Bascuñán se quedó paralizado por la sorpresa y sus ojos recorrieron el largo pasillo hacia la oscuridad del departamento. Era como si ahí adentro no hubiera espacio para la luz y las sombras lo cubrieran todo, excepto la puerta y poco menos de un metro de suelo desde el exterior.

Lo peor era que no veía a nadie.

Tragó saliva y se secó el sudor que de pronto comenzó a caer por su frente. El pulso ya le latía en las sienes y la vista se le nublaba de tanta tensión, pero se obligó a dominarse. Tenía que entrar si quería saber qué estaba pasando. Sospechaba que en ese departamento encontraría muchas pistas sobre el misterioso suicidio del Metro.

Así que levantó su arma y comenzó a avanzar con absoluto cuidado.

No era la primera vez que participaba de un allanamiento, aunque no recordaba haber estado tan nervioso. Tenía la camisa pegada a su espalda empapada en sudor y sus piernas trataban de oponerle toda la resistencia posible para no entrar a ese oscuro departamento, a pesar de que su raciocinio se esforzaba por convencerlo de que era su deber.

Traspasó el umbral de la puerta, pendiente de cualquier movimiento sospechoso. Llevaba el arma desasegurada y el dedo en el gatillo era su única seguridad en esos momentos de tanta inquietud. Tenía la sensación de que en cualquier instante un loco deschavetado saltaría sobre él con un cuchillo y no tendría más opciones que reventarlo a balazos.

Y a la vez sentía que debía llegar al final del pasillo.

Comenzó a adentrarse en la oscuridad y de pronto un olor nauseabundo llegó a su nariz. Parecía que algo se estaba descomponiendo por ahí, algo que despedía un aroma tan fuerte que estuvo a punto de vomitar. Buscó entre sus bolsillos el último pañuelo desechable que le quedaba, luchó con torpeza por liberarlo del envoltorio de plástico con una sola mano, y se lo llevó a la cara para cubrirse con él la nariz y la boca.

Pero entonces algo le hizo detenerse.

A lo lejos, entre las sombras, le pareció distinguir la silueta de un hombre increíblemente alto y delgado que se recortaba contra la oscuridad. De inmediato un frío glaciar hizo que los vellos de su piel se pusieran de punta y que el vaho escapara de su boca cuando intentó hablar.

—¡Quédate donde estás! —le gritó y apuntó su arma hacia el sospechoso.

La silueta reaccionó a su voz y comenzó a crecer más allá de lo que era físicamente posible, abarcándolo todo con sus dimensiones inverosímiles. Bascuñán sintió que el aire se enrarecía y empezaba a sofocarse a medida que las sombras eran devoradas por esa cosa que crecía con ellas. De manera instintiva, el detective retrocedió con pasos atolondrados que dificultaban su huida.

Hasta que en esa sombra gigantesca aparecieron dos ojos rojos que ardían con un fulgor aterrador. Esos ojos clavaron su penetrante mirada en él y le causaron un dolor insoportable en su cabeza, igual que si alguien estuviera taladrando su cerebro desde adentro.

Eso fue suficiente para quebrantar el valor del detective, el que dio media vuelta y salió corriendo hacia la puerta.

Pero, cuando ya estaba a unos cuantos pasos de llegar a la luz, algo se cruzó frente a sus piernas y le hizo tropezar. Cayó dando tumbos y de alguna manera quedó sentado mirando hacia la sombra que le perseguía y que estaba cada vez más cerca de alcanzarle, mientras que la puerta parecía tan lejana. Era incapaz de comprender cómo se había adentrado tanto en el departamento si recordaba haber dado solo un par de pasos hacia su interior.

Aunque tendría que pensarlo más tarde, porque ahora lo único que le importaba era huir de ese maldito lugar.

Se arrastró hacia la salida sin atreverse a darle la espalda a la oscuridad, empujándose con ambas manos y pies para trasladarse sobre su trasero hasta el pasillo del piso en el que se encontraban. En cuanto atravesó el umbral de la puerta, la sombra que iba tras él se detuvo, onduló en el aire y un aterrador grito emergió desde algún lugar de ese ser de pesadilla. Un grito que terminó por convertirse en una horrorosa carcajada al mismo tiempo que la puerta se cerraba con un golpe brutal y lo dejaba sumido en un denso silencio.


Capítulo III                                                                                                      Capítulo V

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