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Caída Libre

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  Lo pensé una vez más, igual que los últimos días. Era un pensamiento recurrente, una imagen reconfortante, demasiado tentadora como para resistirme por mucho tiempo más. Me paré a mitad de camino de la pasarela que cruza la NQS de este a oeste, miré el atiborrado tráfico de esas horas —las 8 de la mañana de un lunes en Bogotá es la hora más caótica de toda la semana—, me cercioré de que ningún otro peatón estuviera pendiente de mí y esta vez no me detuve: me encaramé a toda velocidad por encima de la baranda, sin el menor rastro de vacilación, cerré los ojos, tomé una gran bocanada de aire y me dejé caer sobre la interminable fila de vehículos que me aplastarían sin siquiera darse cuenta. Pero en el instante en que mis dedos se separaban del frío metal de la baranda, me invadió un miedo insoportable que hizo que toda mi decisión y voluntad de desaparecer se esfumaran. Después de desearla y pensar tantas veces en ella, al verme expuesto al vacío sentí un primitivo pavor ante la real p

En la Frontera

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  La tensa monotonía de los primeros días muy pronto se convirtió en rutina. Llegamos a Iquique en un Hércules durante la madrugada del 7 de enero. Yo venía en el vuelo número 1, junto al resto de la tripulación de misiles portátiles que enviaron desde Quintero a reforzar las unidades del norte. Desembarcamos en total silencio, con el mínimo de luz y nos repartimos con nuestras cosas en los cinco camiones que nos esperaban junto a la pista. En un par de horas ya habían llegado las unidades de cañones, las que de inmediato trasladaron los sistemas de 35 milímetros a los hangares de la base área. Después de ello, tuvimos una rápida reunión con el comandante de la agrupación de defensa antiaérea, en la que se nos mostró el área donde seríamos desplegados, los principales objetivos a defender, la información de inteligencia sobre el enemigo y la principal amenaza a la que nos enfrentaríamos: las incursiones de comandos peruanos y los temibles helicópteros MI-35. Terminada la reunión, proce

La Decisión

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  A veces me gusta detenerme a mirar a la gente, a contemplar su comportamiento mientras van y vienen, cada uno inmerso en sus propios pensamientos, en sus propios mundos, sin preocuparse mayormente por aquellos que se topan en su camino. Por ejemplo, la mujer que espera a que el semáforo cambie a verde para cruzar la calle, apenas está pendiente del tráfico, porque su cabeza parece estar en otra parte, quizás incluso a varios cientos de kilómetros, tal vez en las inundaciones en La Calera o en la reforma tributaria que planea llevar a cabo el Presidente Petro. Incluso es probable que esté pensando en el Mundial, vaya uno a saber. En Colombia, hombres y mujeres son igual de aficionados al fútbol y, como la selección no clasificó a Qatar, muchos han puesto sus esperanzas en Messi y su última oportunidad de ganar el trofeo con su selección y traerlo así de vuelta a Sudamérica. Ella, vestida con unas ajustadas calzas, taco alto y una chaqueta de tela, de seguro acaba de salir a almorzar y

¿Bueno o Malo?

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  —¿Entonces no es malo? Hugo le dio una buena calada a su cigarrillo de marihuana y se tomó el tiempo de saborearlo antes de dejar escapar el humo por la nariz. —Si fuera malo, no haría lo que hace —contestó Hugo con total seguridad. Los dos amigos estaban sentados en el muelle afuera de la Base Aérea, contemplando la caída del atardecer sobre la bahía de Quintero. El frío del otoño se había encargado de ahuyentar a los pocos bañistas que quedaban en la playa, los últimos turistas que se negaban a dar término a las vacaciones y se aventuraban a seguir unos días más en la región antes de regresar al caos de la capital. Solo ellos, todavía con el uniforme del Colegio Inglés, aguantaban el viento de esas horas. —Pero lo que hace es malo. —No, nosotros hacemos las cosas malas. Él solo nos da la posibilidad de hacerlas. Le pasó el porro a su amigo y lo miró fumar. Sabía que no estaba convencido con sus respuestas y esperaba que insistiera con sus dudas. A él, que le encantaba el tema, no l

Florecer

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  Javier era distinto a los jóvenes de su edad. Introvertido, le costaba mucho trabajo entablar amistad con sus compañeros de la escuela. Prefería la silenciosa compañía de los árboles o las plantas del jardín antes que socializar con otros muchachos. Es que él era especial. Sus padres lo descubrieron cuando apenas tenía cinco años. Siempre estaba enfermo, por lo que pasaba en constante vigilancia, incluso mientras dormía. Pero una noche, cuando fueron a verlo a su cama, el pequeño Javier no estaba. Lo buscaron con desesperación por cada una de las habitaciones de la casa y no lo encontraron hasta que se les ocurrió salir al patio. Entonces lo vieron. Les costó trabajo asimilar aquella imagen y debieron acercarse para descubrir que era real. La madre fue la que se arrodilló en el césped, mientras el padre se quedaba atrás, mirando todo con escepticismo primero y un punzante rechazo después. Javier estaba envuelto por largas hojas de pasto que se enrollaron en él, a la vez que distintas

Chofi

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  Fue una noche de otoño de 2009. Mi esposa y yo vivíamos en un departamento en Rodrigo de Araya y esperábamos a nuestra primera hija. Recuerdo que solo unos días antes tuvimos la primera ecografía y la ilusión, la ansiedad, los nervios, además de unos impensados antojos de tomar Coca-Cola y comer chocolate, se apoderaron de mis días, sin contar las desagradables náuseas que me invadieron a mí en lugar de a mi esposa. En fin, esa noche, como todas las noches, me acosté pensando en el bebé que venía en camino. Ya teníamos definidos los posibles nombres: Felipe Esteban, si era niño, o Sofía Catalina, si era niña. Y por esas cosas mágicas que estoy seguro de que existen, aunque no siempre las vemos, me quedé dormido y en mis sueños aparecí en una playa que no conocía, mirando al mar, hasta que una jovencita crespa, alta y delgada, de unos doce o trece años de edad, se me acercó. La reconocí de inmediato: era Sofía, mi hija que recién venía en camino. Ella me miró, sonrió y me dijo que sí,

Aceitoso

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 —No deberías beber tanto, Tomás Óliver. —Dejaré de beber cuando te salga un lunar, Aceitoso —protestó el hombre con la ponzoña de siempre. Y es que, después de treinta años juntos, todavía odiaba su voz artificial. El robot volvió su cabeza de metal hacia la montaña que tenían al frente, sin que el amarillento brillo de sus ojos cambiara en lo más mínimo. En una de sus manos tenía la cerveza que su propietario le dio al finalizar las faenas de esa tarde. Como cada día, la abrieron al mismo tiempo y Aceitoso la mantuvo entre sus oxidados dedos hasta que el hombre bebió la suya por completo. Así pasaban las cortas tardes magallánicas, después de lavar por horas arena del río Las Minas para encontrar apenas unos cuantos gramos de polvillo de oro y alguna ocasional y diminuta pepita. Mucho tiempo atrás, esta había sido una actividad que Tomás realizaba junto a su hijo, pero, desde que él y su esposa murieron durante la pandemia, su única compañía era el destartalado robot AF-18 que encont