Ahora, una historia de ciencia ficción: El Último Vuelo del Pegasus (parte 1)



Una vez que la pandemia por el COVID-19 quedó atrás y cada una de las naciones centró sus esfuerzos en reactivar sus economías y echar a andar sus mercados, los países más poderosos pusieron a disposición de los laboratorios de mayor renombre todos los recursos necesarios para prevenir cualquier aparición de otro virus o agente patógeno que volviera a amenazar a la humanidad. Se tomaron medidas drásticas en todo el mundo, relativas al comercio de carne animal, protocolos sanitarios y una profunda transformación social.

En aquellos lugares en que era común el consumo de animales silvestres o exóticos para la alimentación, medicina o manufactura de ropa, la Organización Mundial de la Salud y la Organización de las Naciones Unidas intervinieron con la finalidad de prohibir estas conductas, a pesar de las protestas de los más tradicionalistas. La mayoría de los gobiernos accedieron casi de inmediato, aunque China se mostró reticente y terminó aceptando firmar el llamado “Acuerdo por el Bienestar Mundial”, tres años después del término de la pandemia.

Para ese entonces, a mediados de 2025, la población en general había adoptado casi de manera natural las medidas de distanciamiento social que siguieron después del coronavirus y los grandes eventos multitudinarios o aquellos que significaban la aglomeración de un importante número de personas, pasaron a ser actividades innecesarias y que se trasladaron casi en su totalidad a aplicaciones web que permitían presenciar un concierto, trabajar, pagar cuentas o cobrar un cheque desde la comodidad y seguridad del hogar.

Lo mismo ocurrió con todo sistema de transporte público. A raíz de lo ocurrido y en base a las nuevas medidas de teletrabajo, los vuelos y viajes internacionales se vieron reducidos por las estrictas condiciones que tanto pasajeros como aerolíneas debían cumplir. En el caso de las aeronaves, se eliminaron las filas necesarias para garantizar que existiera una separación mínima de un metro entre los asientos, todos ellos rodeados por placas de acrílico y dotados de alcohol gel para las manos y aspersores de químicos especiales que desinfectaban las telas de las butacas en cuanto el avión aterrizaba en su destino. Para los pasajeros, se exigía acreditar no ser portador de ninguna clase de coronavirus, además de una declaración jurada de no tener familiares infectados, declarar la fecha exacta de retorno a su país y pasar por un pórtico desinfectante antes y después de embarcar. Algunas de estas medidas se replicaron en buses y buques, estando estos últimos obligados a contar con un área de aislamiento equivalente al menos al quince por ciento de su tripulación y pasajeros a bordo.

Y, después de estar a punto de tocar fondo, las economías más estables retomaron su rumbo hacia la abundancia. El Fondo Monetario Internacional se vio fortalecido por los recursos que los países más ricos y desarrollados le inyectaron para ir en ayuda de los menos favorecidos, y esto permitió que las naciones más golpeadas encontraran una mano que los sacara de la profunda depresión económica que los asolaba. Claro que estas intervenciones estaban asociadas a una serie de pactos, convenios, tratados y firmas que obligaron a muchos de esos gobiernos a modificar sus agendas económicas y sociales con tal de contar con un salvavidas monetario que acallara a las multitudes hambrientas.

Ya para 2030, la pandemia pasaba a ser un hito más en la historia universal y la atención de todos se volvía hacia el nuevo desafío para la humanidad: la conquista del espacio.

En cuanto los presupuestos millonarios destinados a los proyectos espaciales estuvieron asegurados, la NASA volvió a la carga con las ambiciosas pretensiones de poner a un hombre en Marte. Después de las obligatoriamente postergadas aventuras de una buena cantidad de empresas y multimillonarios que intentaron poner en marcha los viajes turísticos y de placer a la luna, la agencia norteamericana vio la posibilidad de sintetizar varios de esos proyectos en uno y trabajar en colaboración con el CERN para la búsqueda de un nuevo combustible que abaratara costos y asegurara la autonomía necesaria para llegar al planeta rojo, además de concentrar a las empresas aeronáuticas más poderosas del mundo con la idea de encontrar una forma de paliar los efectos de la gravedad cero en los astronautas y crear un blindaje capaz de detener los distintos tipos de radiación y otros peligros, como la basura espacial en la órbita terrestre y los muchos meteoritos que deambulaban fuera de la atmósfera.

De esta manera, se desarrolló un motor experimental en base a  antimateria y un módulo de vida autosuficiente insertado en una estructura giratoria que contrarrestaba los efectos de la ingravidez usando la fuerza centrífuga, protegido por un domo especial con distintas capas de blindaje, incluyendo una coraza activa en base a solenoides superconductores que generaban un campo electromagnético capaz de desviar las partículas expulsadas por tormentas solares o rayos cósmicos.

Para 2035, se logró emular las capacidades del nuevo módulo espacial, bautizado con el nombre de Spe I ―“Esperanza I, en latín”―, y reducirlas hasta amoldarlas a un traje espacial prototipo que dotaba a los astronautas de las herramientas necesarias para descender de la nave y deambular tranquilamente en la superficie marciana con una autonomía de dos horas.

En 2040, cuando la Agencia Espacial Federal Rusa y la Administración Espacial Nacional China entraron al programa, el proyecto pasó a llamarse Pegasus y se fijó su lanzamiento para el verano de 2041, fecha en la que los ojos del mundo estuvieron puestos en los preparativos llevados a cabo en el Pacific Sapaceport Complex ubicado en la isla Kodiac, Alaska, donde se levantó un gigantesco cerco protector automatizado, acondicionado con una serie de medidas destinadas a contener la reacción producida por los motores de antimateria y evitar así cualquier posible desastre por la fuga de la energía o la radiación producida por la ignición.

Después de once largos años de preparación, nada se había dejado al azar. El módulo espacial del Pegasus estaba montado sobre lo que parecía ser una enorme torre metálica que en realidad se trataba del motor de antimateria: una estructura diseñada para alojar en su interior un emisor de positrones que apuntaba hacia un moderador de cuatro capas diseñado para controlar las altas cantidades de energía liberadas por la reacción, para luego llegar a un bloque de deuterio y así generar el empuje a través de una tobera equipada con un campo electromagnético que debía dirigir las partículas en fuga para conseguir impulsar el cohete. Esto, además de generar mucha más energía que los propelentes usados hasta entonces, había significado una importante reducción en el peso de la nave, garantizando, además, la autonomía necesaria para un vuelo de ida y regreso a marte.

En total, serían cuarenta y cinco días viajando a cerca de 55 mil kilómetros por hora, aprovechando que ambos planetas se encontrarían en su punto más cercano para cuando el Pegasus alcanzara la atmosfera marciana, a alrededor de 59 millones de kilómetros. Los astronautas tendrían ciento veinte horas para recorrer la superficie del planeta, tomar muestras geológicas e instalar una estación de monitoreo y control habilitada para albergar una tripulación permanente en la próxima misión. Con esta finalidad, la nave transportaba dos enormes y costosos vehículos espaciales diseñados para cargar y montar las diferentes partes de la estación modular que los astronautas debían armar y acondicionar. En teoría, era una tarea sencilla, gracias a los impresionantes brazos robotizados de los vehículos y la concepción modular de la estación. Un generador que usaba el mismo principio que el motor de antimateria se encargaría de abastecerla de la energía necesaria para operar por al menos dos años continuos, siendo controlada desde la Tierra a través de los potentes transmisores de la Estación Espacial Internacional.

Y la tripulación había sido cuidadosamente seleccionada para realizar aquella trascendental tarea.

La persona que se encontraba a cargo de la misión y capitán del Pegasus, era el teniente coronel de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, Mark Angle, un piloto con basta experiencia en combate y seleccionado hacía quince años para integrar el programa espacial, obteniendo las más altas calificaciones al término de los ocho años de preparación para abordar la nave. Alto y delgado, revisaba cada uno de los paneles táctiles que controlaban los sistemas y subsistemas de vuelo, paseando sus penetrantes ojos azules de un lado a otro con total concentración. Conocía de memoria los manuales técnicos y operacionales de todas las consolas a bordo, pero de todas maneras las chequeaba una por una, siempre con la cartilla de operación en la mano.

El segundo comandante, el también piloto Harem Brown, ejecutaba con minuciosidad los pasos que Angle dictaba, respondiendo en voz alta a sus órdenes y detallando las acciones que realizaba bajo su comando. Ambos habían volado juntos en muchas misiones durante la Segunda Guerra de Corea, por lo que ya se conocían muy bien y estaban bastante complementados al momento de iniciar el entrenamiento.

Johanna Gamboa era la única latina de la misión. Ingeniera en Jefe, con un doctorado en Robótica y Mantención de Sistemas Automáticos, estaba a cargo del funcionamiento de los diversos componentes del fuselaje, motores, apoyo de vida y supervisión de la carga que transportaban.

Henry Lindenburger era el oficial científico responsable de los experimentos que debían desarrollar en el tiempo que durara el viaje y además era el médico de la misión. Durante el vuelo, estaba a cargo del contacto permanente con el Centro de Control de Misión.

Paul Haldeman tenía la responsabilidad de verificar constantemente el estado del motor de antimateria durante todo el viaje, tanto de ida como de vuelta. Doctor en ingeniería física, debía preocuparse de que las lecturas de radiación se mantuvieran siempre dentro de los parámetros establecidos y dar cuenta de inmediato en la eventualidad de que se produjera alguna variación imprevista.

Lindenburger y Haldeman eran los operadores de los vehículos grúa ―los que recibieron la denominación Atlas I y Atlas II, aunque ellos los llamaban “Gatos”―, dirigidos en todo momento por Gamboa.

El sexto y último tripulante era el comandante Franklin Robinson. Todo lo que el resto sabía de él era que provenía de la Inteligencia Naval, ya que solo se sumó a ellos en la fase final de su entrenamiento. A diferencia de los demás, no tenía ninguna función en específico, aparte de estar a cargo de una única caja rotulada con el logo de la Secretaría de Defensa y a la cual nadie más tenía acceso.

―Centro de Control, todos los sistemas se encuentran operacionales y listos para despegar ―informó Angle por su intercomunicador.

―Recibido, Pegasus, damos luz verde a la cuenta regresiva ―indicó el hombre al otro lado de las comunicaciones―. Despegue en T menos 30 segundos.

En las pantallas de la nave apareció de inmediato el conteo automático y cada uno de los integrantes de la tripulación sintió una leve opresión en su pecho. Después de tanto tiempo de preparación, el lejano momento que parecía nunca llegar estaba a solo unos segundos de hacerse realidad. Los sistemas automatizados de la nave ya habían dado inicio a la secuencia de encendido y en poco tiempo serían aplastados por la enorme fuerza del motor que los sacaría de la Tierra.

―Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno. Ignición.

Angle contuvo la respiración cuando la nave se vio sacudida por la reacción de la antimateria y el feroz empuje que los elevó hacia las estrellas con pasmosa velocidad.


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