Tercera parte de El Último Vuelo del Pegasus
Cinco horas más tarde, el
computador emitió una señal sonora que todos escucharon. Gamboa había
programado los sensores para que alertaran a la tripulación cuando el viento
descendiera a los ciento diez kilómetros por hora. De inmediato la ingeniera
consultó las lecturas y corroboró los datos, calculando una ventana de tiempo
de alrededor de tres horas antes de que el viento recuperara su fuerza.
Y Angle ordenó retomar el trabajo.
El equipo completo descendió y se
apresuró en retomar sus funciones. A pesar de la desconfianza instaurada en el
capitán, Robinson participó de todas las tareas, asistiendo cada vez que era
necesaria una mano extra para desarrollar alguna determinada actividad.
Cuando Brown recibió la alerta
que indicaba que la velocidad del viento comenzaba a aumentar, avisó de
inmediato a Angle y él ordenó cesar las actividades y regresar a Pegasus.
Sin embargo, un nuevo imprevisto
surgió de la nada.
Los sistemas de la nave
detectaron casi al instante el inesperado sismo de magnitud seis en la escala
de Richter que sacudió la superficie marciana con inusitada violencia. La
tripulación se vio sorprendida por el movimiento ondulante que
causó que grandes nubes de polvo se desprendieran del suelo y se elevaran con
el viento para sumarse a la ya enorme tormenta que los rodeaba.
Aunque lo peor fue la fisura que
se creó por debajo de uno de los Gatos mientras ensamblaba uno de los enorme
paneles del módulo. Esta abertura en la superficie provocó que la oruga derecha
se hundiera cerca de un metro y medio, desnivelando el vehículo y causando que
la grúa tomara un movimiento de péndulo que hizo que el panel que sostenía con
su brazo mecánico golpeara uno de los que ya estaban montados, con un efecto
dominó que derribó tres de los siete paneles instalados.
Y con tan mala fortuna que uno de ellos cayó sobre Haldeman, dejándolo atrapado bajo la pesada estructura
con una pierna aplastada por el armazón.
De inmediato se realizaron las
tareas de rescate y el Gato II se encargó de levantar el panel para que
Robinson y Angle sacaran al malogrado astronauta y lo llevaran de vuelta a la
nave, donde Lindenburger se encargó de proporcionarle los primeros auxilios, en
tanto que el resto de la tripulación se veía obligada a mantenerse a la espera,
consternada e impotente por lo sucedido.
Y el capitán se dio a la tarea de
comunicar al Centro de Control lo que acababa de ocurrir, aun sabiendo que
nadie escuchaba su transmisión.
Gamboa asistió a Lindenburger en
la obligatoria cirugía que debieron realizar para amputar la destrozada pierna
izquierda de Haldeman. El área médica estaba equipada con una cámara programada
para ejecutar una serie de tareas quirúrgicas dirigidas por el oficial médico,
las que iban desde una simple operación de apendicitis hasta reparar un aneurisma
cerebral, con una probabilidad de éxito que promediaba el noventa y nueve por
ciento. Se trataba de un sistema desarrollado especialmente para las misiones
estelares, aunque se esperaba que entrara en funcionamiento en los hospitales
terrestres dentro de los próximos diez años.
Después de una hora de operación
transfemoral, Haldeman fue trasladado al área de reposo, todavía inconsciente
por la anestesia.
Y el ánimo de la tripulación
decayó casi hasta el piso al conocer su condición.
El más afectado era el mismo
Lindenburger, quien se había aislado de los demás para llorar su dolor. En el
tiempo que llevaban en el espacio, él era el que más cercanía desarrolló con el
accidentado, por lo mismo que se sentía más golpeado que el resto del equipo.
Angle, en su función de capitán,
se vio obligado a ir a hablar con él e intentar darle algo de consuelo, pero
nada de lo que dijo consiguió aliviarlo. Al cabo de un instante, concluyó que
lo mejor era dejarlo solo y esperar que decidiera abrirse a los demás.
Entonces se vio frente a otra
encrucijada: continuar con la misión o regresar a casa.
Y así se lo expuso al resto del
equipo.
―Esta misión se ha vuelto más
compleja de lo que esperábamos ―comenzó a decir―. Fuimos entrenados para
enfrentar las más diversas situaciones, pero nada se compara a ver a un
compañero herido. Si decidimos continuar, y esto lo estoy sometiendo a su
decisión, podríamos encontrarnos con otros problemas así. No es mi intención
exponerlos a más riesgos de los necesarios, aunque debo recordarles lo
trascendental de este viaje y la tarea que se nos ha encomendado. Si nos
quedamos y terminamos el trabajo, habremos hecho historia. Sin embargo, no me
interesa que esa historia esté plagada de mártires.
Dejó sus palabras flotando en el
aire a la espera de las reacciones de su tripulación sumida en la congoja. Se
encontraban todos sentados en sus respectivos puestos en el comedor, algunos
con una taza de café, otros con las manos cruzadas sobre la mesa. Nadie parecía
desear tomar la palabra y Angle pensó que tal vez sería lo mejor. Él era el capitán
de la nave y prefería asumir toda la responsabilidad de lo ocurrido y las
acciones que decidiera tomar.
Pero entonces Robinson se puso de
pie.
―Creo que lo mejor es volver
―dijo con seguridad―. Ya logramos bastante con llegar a este planeta de mierda.
No podemos hacer nada más si las condiciones no lo permiten y el capitán tiene
razón, habrá otras situaciones como estas y ya tenemos a un hombre postrado en
cama. ¿Es necesario arriesgarnos a que alguien más corra su misma suerte?
Regresemos a casa y dejemos que otros vengan a terminar lo que empezamos.
Hubo movimientos nerviosos y
gestos inquietos, pero nada más. Aparte de algunas miradas de soslayo, ese
pequeño grupo solo demostraba la angustia que los oprimía.
―Bien, capitán, creo que todo
queda en sus manos.
Robinson dio un último trago a su
café y se retiró del comedor. Angle lo vio marcharse, sin comprender del todo
las motivaciones de aquel hombre, aunque agradeciendo que le devolviera la
responsabilidad absoluta de la misión.
―Harem, por favor realiza un
último intento de comunicarte con la Central ―ordenó en cuanto se sintió
preparado para retomar su puesto―. Si no hacemos contacto en la próxima hora,
iniciaremos el proceso de despegue. Estén preparados.
No esperó el comprendido a sus
indicaciones y se retiró a su habitación. Por primera vez en lo que llevaban en
esta travesía, sentía la imperiosa necesidad de estar a solas.
―¿Alguna novedad?
El capitán regresó a la cabina justo
una hora después. Harem Brown, instalado en su puesto de copiloto, lo vio
llegar e intentó por última vez contactar con la Tierra.
―Hace quince minutos creí captar
algo, pero después la línea se saturó de estática.
―Bien. Regresemos entonces.
Impartió instrucciones al resto
de la tripulación y esperó a que cada uno le diera el estatus de los sistemas
que estaba a cargo de supervisar. En especial aquellos relacionados con las
condiciones climáticas.
―La velocidad del viento es de ciento
cuarenta kilómetros por hora con ráfagas de ciento noventa ―Gamboa leía los
datos en su pantalla―. Experimentaremos fuertes turbulencias, aunque el sistema
de propulsión debería sacarnos del planeta sin problemas.
―Mantenme al tanto de cualquier
cambio, Johana. Cinturones, por favor.
Él mismo abrochó el suyo, se
acomodó en su asiento y tomó la cartilla de operación, listo para poner en
marcha el poderoso motor de la nave.
―Iniciar sistema de rotación.
―Iniciando sistema de rotación.
―La velocidad del viento se
mantiene en ciento cuarenta.
―Gracias, Johana. Iniciar puesta
en marcha del motor de antimateria.
―Iniciando puesta en marcha
―Brown accionó los comandos necesarios para el encendido del propulsor―.
Ignición en T menos treinta segundos.
―Sujétense que este será un viaje
movido.
La nave comenzó a vibrar cada vez
con más fuerza, mientras el segundo comandante contaba en voz alta los segundos
que faltaban para el despegue. Todos los sistemas estaban en verde y un poco de
desilusión cruzó la mente de Angle al mirar por la ventana hacia el desolador
paisaje marciano.
―Viento en ciento sesenta,
capitán ―anunció Gamboa, con evidente nerviosismo.
―Todavía podemos salir de aquí.
―¡Capitán, mire a sus nueve!
Ante la voz alarmada de
Lidenburger, Mark Angle se apresuró en mirar hacia donde él indicaba,
comprendiendo de inmediato el motivo de su preocupación.
―¡Una enorme masa se acerca a
nosotros! ―confirmó Gamboa al corroborar la información de los sensores de la
nave―. ¡Nos golpeará antes de que despeguemos!
Por la ventana se podía ver la
magnitud del cúmulo de tierra y piedras que viajaba hacia ellos a una velocidad
abismante. Era como estar viendo una montaña voladora en rumbo de colisión
contra Pegasus.
―¡Prepárense para el impacto!
―ordenó Angle y accionó el botón de apagado de emergencia del motor de
antimateria, mientras los demás se enrollaban en sus asientos, tal como lo
indicaba el procedimiento.
Y la nave recibió el fuerte golpe
de toneladas de arena y piedras que la hizo tambalear. El azote del viento no
duró más que treinta y cuatro segundos, pero a los tripulantes del Pegasus les
pareció una eternidad. Parecía que el fuselaje en cualquier momento terminaría
por ceder y las paredes de la nave se abrirían igual que una lata de sardinas,
pero la estructura resistió.
Sin embargo, una rápida
inspección de los sistemas bastó para descubrir fallas y fisuras en varios de
sus componentes externos, siendo la de mayor gravedad aquella producida en la
tobera del motor.
―El sistema principal está dañado
―observó Gamboa en cuanto estuvieron seguros de que lo peor había pasado―.
Tendremos que repararlo o podría explotar durante la ignición.
Una vez más, el ánimo de la
tripulación se vio aplastado por la mala fortuna.
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