Cuarta parte de El Último Vuelo del Pegasus




Las reparaciones resultaron más complejas de lo que cabía esperarse. Más que nada por el inclemente viento que no cesaba de golpear la nave con enormes cantidades de polvo y piedras. Los Gatos, que en un principio iban a ser abandonados en la superficie marciana, junto a las piezas del módulo, representaban la única opción de alcanzar la zona de la fisura e impedir que el motor de antimateria se convirtiera en una gigantesca bomba atómica.

Pero uno de ellos estaba todavía inclinado hacia un costado, con una de las orugas atrapadas en la profunda grieta que el sismo abrió debajo de él. Se debió recurrir a toda la pericia de Lidenburger para conseguir jalarlo con la grúa de su hermano gemelo y entonces se encontraron con que el mecanismo de la oruga debía ser reemplazado de urgencia o no conseguirían ponerlo en operación.

Y los repuestos estaban en el área de carga del Pegasus, lo que significaba tener que subir con el otro Gato, ponerlos en el elevador y descender en medio de la fuerte tormenta. Era una maniobra que toda la tripulación se sentía reacia a ejecutar.

―Se necesitan las dos grúas para llegar allá arriba, sacar el panel dañado, soldarlo y volver a ponerlo en su lugar ―explicó Gamboa―. Antes, tendríamos que usa el Gato operativo para bajar el repuesto, teniendo que subir, bajar y volver a subir. Con todo ese peso, solo basta una piedrecilla en los mecanismos del elevador para trabar los servomotores y hacer que los contrapesos se desplomen. Si soportamos la caída, no tendríamos otra forma de regresar a la nave.

Ya mantenerse de pie en medio de la tormenta era un procedimiento complicado y engorroso. Cada uno de ellos debía marchar con un cable que los amarraba a Pegasus, forzando al máximo los sistemas geomagnéticos de los trajes diseñados para adaptarse a la gravedad de cualquier planeta con un avanzado conjunto de electroimanes y microgeneradores que los “anclaban” al suelo.

Todo esto volvía la situación mucho más crítica de lo que ya se había transformado. Si bien, esperar a que menguara la tormenta y arriesgarse a pasar un par de días extras en Marte, con todo lo que ello significaba, era una opción que Angle consideraba casi viable, tener también que efectuar las inesperadas reparaciones del Gato y la tobera del motor implicaban por lo menos un aumento del doble de tiempo para poder regresar a casa.

Aquello era demasiado.

La tripulación volvió a la nave, cabizbaja. Los números eran cada vez menos auspiciosos y todos lo sabían. Cuando llegaron al área habitable, Robinson, quien se había quedado en la cabina junto a Brown, miró al capitán con una expresión de insondable desconsuelo. Por primera vez, el oficial de inteligencia dejaba de lado su careta severa y confiada para demostrar la misma profunda preocupación que acosaba a los demás.

Aunque había algo más detrás de la sombra en sus ojos.

―Hay algo en la radio, capitán ―dijo en cuanto Angle llegó frente a él―. Creo que sería bueno que lo escuche.

Todos oyeron sus palabras y partieron de inmediato tras ellos, intrigados. Brown, todavía sentado frente a los paneles táctiles del sistema de comunicaciones, tenía una expresión que impresionó a la tripulación.

―¿Qué ocurre, Harem?

―Será mejor que lo escuche por usted mismo, capitán.

Accionó unos botones y los altavoces de la cabina comenzaron a reproducir el registro que la computadora hizo de la última comunicación captada por los sensores.

Todos y cada uno de los presentes sintieron un escalofrío recorrer su columna al distinguir una inequívoca voz humana, aunque nadie logró entender lo que decía hasta casi el minuto, cuando Johana Gamboa soltó una exclamación de sorpresa y se llevó las manos a la boca.

Angle pidió silencio y siguieron escuchando aquel extraño audio en el que distintas voces pronunciaban varias frases ininteligibles, aunque otras sonaban vagamente comprensibles.

Pero todos se quedaron sin habla cuando escucharon lo que debía ser la voz de un chiquillo diciendo en inglés “Hola de los niños del planeta Tierra”.

―¿Eso es…?

Parte del programa de entrenamiento para la misión contemplaba un ramo de Historia de la Aeronáutica Espacial y Los Grandes Hitos de la Carrera Hacia las Estrellas, donde se estudiaban los casos más memorables de las agencias espaciales por superar la atmósfera terrestre, desde Laika en el Sputnik 2, hasta la sonda Insight y la misión predecesora de Pegasus en Marte, pasando por las Voyager y sus discos de oro.

Discos que contenían, además de otras cosas, alrededor de cuatro minutos de grabaciones en distintas lenguas de la Tierra con los que se pretendía “saludar” a cualquier posible forma de vida alienígena que llegara a encontrar al menos a una de las dos sondas.

Y ese era precisamente el mensaje que acababan de oír.

―Sí, capitán ―confirmó Brown―, es de las Voyager.

Un telón de denso silencio cubrió la cabina. La última emisión recibida desde la Voyager 2 fue captada a principios de 2025, cuando el RTG (Generador Termoeléctrico Radioisótopo, por sus siglas en inglés), acusó que el núcleo de plutonio que lo alimentaba se había descompuesto por completo y sus componentes internos dejaron al fin de funcionar. Para ese entonces, a casi treinta mil millones de kilómetros de la Tierra y dos años después de que la Voyager 1 dejara de transmitir, esta sonda había recopilado una inmensa cantidad de datos respecto al espacio, cimentando el camino para las misiones interplanetarias que les seguirían.

Por eso, considerando que tardó cuarenta años en entrar al espacio interestelar, la velocidad que alcanzaron mientras se adentraban en el cosmos hacían imposible que regresaran a nuestro sistema solar.

¿Cómo podía ser que estuvieran escuchando el mensaje que portaban, cuando ambas se encontraban a distancias inimaginables de ellos?

A menos que…

―¿Podemos calcular de dónde viene la transmisión?
Brown palideció.

―Ya lo hice, capitán. Proviene de Vastitas Borialis.

―Eso es imposible ―sentenció Lindenburger, aproximándose con brusquedad para ver los monitores―. Ahí no hay nada más que arcilla y hielo.

La Vastitas Borialis es la llanura más extensa de MArte, ubicada en el polo norte del planeta, a unos cuantos kilómetros de su posición.

―¿Podrían los sensores estar equivocados? ―preguntó Robinson, manteniendo distancia del resto.

Brown se encogió de hombros y Gamboa se apresuró a correr una serie de test de cada uno de los subsistemas de comunicaciones.

―Todo funciona a la perfección ―declaró―. Las mediciones son correctas.

―¡No puede ser! Algo debe andar mal con esta mierda. Allá afuera solo puede haber esqueletos de sondas muertas, nada que emita algo parecido. Es… ―Lindenburger se pasó las manos por el rostro para controlar su ansiedad―. ¿Cómo es posible?

―Las Voyager no reproducían el disco durante su viaje ―observó Gamboa―. Solo lo llevaban a la espera de que alguien pudiera encontrarlo y descifrarlo. Que ahora lo estemos escuchando puede significar una única cosa.

―Revisen los sensores y notifíquenme cuando el viento baje a niveles aceptables ―ordenó Angle, tratando de mantener la serenidad―. Tenemos que reparar esa fisura para largarnos de aquí. Hasta entonces, sigan intentando contactar con la Tierra.

Y se retiró a su habitación. Necesitaba desconectarse, aunque fuera por unos minutos, de todo lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, la poca paz que encontró en sus aposentos se vio interrumpida por un llamado urgente desde el área médica.

―Tenemos un problema aquí, capitán ―escuchó a una afligida Johana Gamboa a través del intercomunicador.

Partió a toda velocidad por el angosto pasillo de la nave y se encontró con la angustiada ingeniera afuera del box en el que Handelman se recuperaba de la operación, todavía durmiendo por el efecto de la anestesia.

―¿Qué ocurre?

―Eso, señor ―ella apuntó al interior―. Lindenburger.

Por medio de la puerta de cristal que los separaba, Angle lo vio acostado junto al convaleciente, apegado a él como si estuviera contándole algo al oído. Reparó de inmediato en la jeringa que tenía en su mano.

―¿Qué está haciendo?

―Dice que Paul estará mejor si no se entera de lo que pasa allá afuera. Dice que deberíamos irnos con él.

―¡Henry! ―gritó el capitán al escuchar aquello―. ¿Me oyes?

―Desconectó el intercomunicador. No nos escucha.

Angle comenzó a golpear el cristal con los puños y solo consiguió que el resto de la tripulación se acercara a ver lo que ocurría.

―¿Qué…?

―Lindenburger está allá adentro y planea asesinar a Handelman ―explicó el capitán en cuanto Brown llegó junto a ellos―. Necesito que vuelvas a la cabina y trates de puentear el sistema de comunicaciones para poder hablar con él. ¡Ahora!

El segundo comandante recibió sus órdenes y salió a toda carrera a cumplirlas. Robinson, en tanto, se quedó observando la situación con gesto grave, mientras Angle y Gamboa seguían golpeando el cristal.

―¡Vamos, Henry! Sal de ahí para que podamos hablar.

Pero aquel sujeto no les prestaba atención y ellos podían ver que murmuraba palabras al oído del inconsciente Handelman.

Entonces Robinson regresó por el pasillo y volvió apenas unos segundos después con la mochila que cargaba cada vez que bajaban a la superficie.

―Capitán, creo que es momento de que me permita usar las alternativas.

Angle se volvió a verlo justo en el instante en el que él sacaba de la mochila un arma de aspecto futurista.

―¡No! ―se opuso de forma enérgica―. No permitiré que dispares esa cosa.

―Más vale que haga algo entonces, porque está a punto de permitir que ese hombre cometa asesinato.

El capitán apretó los dientes y cerró el puño con fuerza. En ese momento, la voz de Harem Brown llegó hasta ellos por los parlantes del pasillo.

―Ya puede hablarle, señor. Restauré el sistema.

―Henry, ¿me escuchas? ―volvió a intentar y vio que esta vez sus palabras hicieron que Lindenburger lo mirara―. Piensa lo que estás haciendo, por favor.

―¿Pensar? ¿Crees que no lo he pensado, capitán? Lo he pensado muy bien, vaya que sí.

―Vamos, amigo. El viento bajará en algún momento y repararemos la nave para irnos. No podemos hacerlo sin ti.

―El viento es el menor de nuestros problemas ―acercó la jeringa al brazo de Handelman―. ¿Acaso no escuchó esa maldita grabación?

―Hay miles de explicaciones para eso…

―No, señor. No las hay. Alguien tomó el disco que mandamos al espacio y lo descifró. Está allá afuera y nosotros estamos atascados en esta nave de mierda sin poder irnos de aquí.

―Tú mismo escuchaste el mensaje, Henry ―intervino Gamboa―. Reprodujeron los saludos. Si de verdad descifraron el disco, solo nos están saludando.

―¿Y si no es así? ¿Si tienen otras intenciones?

―¿No crees que ya las habrían mostrado? ―agregó Angle―. Si tuvieran otras intenciones, no estaríamos aquí, hablando.

Lindenburger se mostró visiblemente contrariado y por un instante dio la impresión de que había entrado en razón. Sin embargo, luego de que diera una mirada a Handelman, la locura que le invadía regresó con más fuerza.

―Este maldito planeta no nos quiere aquí, ¿no lo ven? Está buscando la manera de aniquilarnos.

―Por eso debemos marcharnos. Te necesito para reparar la nave.

―¿Reparar la nave?  ¡No pienso volver allá afuera!

El capitán comenzó a perder la paciencia.

―Entonces dirígenos desde la cabina. Uno de nosotros hará tu trabajo.

―Hay que… Hay que bajar el repuesto de la oruga y montarla con el otro Gato. Con este viento de mierda, es probable que se traben los servos y el elevador deje de funcionar ―Lindenburger repetía sus pensamientos en voz alta―. Si el elevador suelta los contrapesos, nos quedaremos sin poder entrar a la nave.

―Ya lo sabemos ―replicó Gamboa―. Pero no hay otra forma de hacerlo.

Entonces Handelman soltó un quejido y movió la cabeza. Poco a poco fue abriendo los ojos hasta darse cuenta de que no estaba solo en la camilla. Su asombro y confusión se mezclaron en su rostro.

―¿Qué está pasando? ―preguntó con voz lenta y apagada―. ¿Dónde estoy?

―Paul, estos idiotas no entienden lo que pasa allá afuera. Quieren que terminemos como tú, pero yo no voy a permitirlo, amigo mío. No dejaré que arriesguen nuestras vidas por esta estúpida misión.

Handelman parpadeó muy rápido, incapaz de comprender lo que Lindenburger le decía. Su consciencia todavía estaba bajo los efectos de la anestesia y los recuerdos no llegaban a su mente aún.

―Henry, la única forma de volver a casa es reparando la nave ―dijo el capitán―.Si nos quedamos a esperar que pare la tormenta, el tiempo…

―¿Mi pierna? ―le interrumpió Handelman―. ¿Qué le pasó a mi pierna?

Acababa de darse cuenta de la amputación, aunque seguía experimentando el dolor de las heridas que destrozaron su pierna, a pesar de la anestesia que todavía no abandonaba su torrente sanguíneo.

―No está, amigo ―respondió Lindenburger―, este maldito planeta te la arrebató.

Pese a los intentos por abrir la mampara, Angle y Gamboa tuvieron que ver con impotencia como aquel malogrado hombre gritaba y lloraba sin que nadie pudiera ofrecerle consuelo. Lindenburger se había bajado de la camilla y ahora lo observaba en silencio, con los ojos entrecerrados y las manos temblorosas.

―Ya me cansé de esto.

Nadie alcanzó a reaccionar cuando Robinson desaseguró su arma y apuntó al cristal, disparando dos veces contra la cerradura electrónica. El crepitar del estallido del vidrio silenció por un instante a Handelman, aunque alteró todavía más a Lindenburger.

―¡Quédate ahí! ―gritó este último, tomando a su compañero herido por el cuello para escudarse detrás de él.

El monitor cardíaco emitió un pitido agudo cuando los sensores conectados al tórax de su paciente quedaron colgando sobre la camilla. Y es que él, aterrado y confundido, había sido arrastrado hasta casi caer al suelo, sostenido a medias por el hombre que lo aferraba con fuerza con un brazo, mientras acercaba peligrosamente una jeringa a su cuello.

El capitán corrió a ponerse entre todos ellos, tratando de calmar la cada vez más compleja situación.

―Nadie te hará nada, Henry, pero necesito que sueltes a Paul. Él no está en condiciones de tolerar todo esto.

―Y de quién es la culpa, ¿eh? ¡Tú nos obligaste a salir con ese maldito viento y mira lo que pasó!

―¡Eso fue un accidente! Nadie quería que las cosas resultaran así.

―¿Y qué importa eso ahora? Dime, ¿le devolverás la pierna a mi amigo? ¿Lo harás? Deberíamos regresar a casa como héroes, pero tú lo has convertido en un inválido.

―¡Henry! ―Handelman trataba de liberarse, todavía débil por la operación. Sus protestas resultaban inútiles―. ¡Henry!

―Deja que vuelva a la cama, hablemos de esto tú y yo ―intentó Angle.

―No, capitán. Paul no volverá a la cama y nosotros no regresaremos a la Tierra. El planeta nos quiere muertos. Que lo que sea que transmitió ese mensaje esté esperando allá afuera, significa que no nos dejarán salir de aquí con vida. ¿Acaso soy el único que lo ve?

―No estás bien, Henry ―Gamboa quiso ayudar―. Todo esto te ha afectado demasiado.

Él la miró como si acabara de reparar en su presencia. Pasó unos pocos segundos con los ojos fijos en ella y luego sonrió.

―Tienes razón, me ha afectado bastante ―concedió―. Pero encontré una salida.

Con bastante esfuerzo, balanceó el peso de Haldeman para poder levantar la mano y enseñarles a los demás la jeringa. Robinson dio un paso al frente, dispuesto a actuar, sin embargo, Angle lo detuvo.

―¿Qué es eso, Henry? ―preguntó.

―Es mi salida de esta locura. Solo un pinchazo y esta pesadilla terminará.

―No puedes estar hablando en serio ―protestó Gamboa―. Todavía podemos salir de esta. Juntos.

―Les ahorraré el trabajo ―entonces se volvió hacia su desesperado prisionero, el que lanzaba manotazos al aire, ya sin fuerzas―. Y ayudaré a mi amigo.

El tiempo pareció ralentizarse cuando su mano guió la jeringa hacia el cuello de Handelman y la aguja se clavó en su piel en el mismo instante en que un disparo retumbaba entre las paredes y una certera bala daba de lleno en el rostro de Lindenburger, arrojándolo de espaldas.

Paul Handelman cayó sobre el cadáver del que fuera su mejor amigo dentro de la misión. La jeringa seguía clavada en su cuello, pero el brazo que lo aprisionaba lo soltó al fin y rodó tristemente hacia un costado. Johana Gamboa se había llevado las dos manos a la boca para sofocar el grito de horror que subía por su garganta y Mark Angle se quedó congelado mirando a Robinson bajar su arma y guardarla con absoluta calma dentro de su mochila.

―No había otra opción, capitán ―dijo con frialdad.

Angle, presa de la impotencia, llegó hasta él con un par de largas cansadas.

―¡Hijo de perra! ―gruñó antes de darle un feroz puñetazo en la cara.

Robinson retrocedió, sorprendido, y se limpió de un manotazo el pequeño hilo de sangre que asomó por su boca.

―Espero que eso le ayude a sentirse mejor, capitán ―mostró su dentadura teñida de rojo, con una mueca extraña―. Y que ahora sí tenga los pantalones para hacer su trabajo, porque yo no dudaré en hacer el mío.

Se echó la mochila a la espalda, dio media vuelta y salió del área médica sin mirar atrás.


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