Prólogo de Réquiem de los Cielos - Obertura
Él vendrá de nuevo. Todos hablan de ello como el hecho que marcará el fin de esta guerra y la victoria definitiva del Padre sobre todos los que osamos oponernos a sus designios.
Porque así está escrito en las enseñanzas que dejó a sus amados mortales, cuando el Unigénito adquirió por primera vez forma humana para caminar por este polvoriento mundo como una más de sus criaturas. Una promesa sagrada en la que sus sirvientes han depositado una fe ciega e inflexible, pero que nosotros, los caídos, sólo vemos como una nueva provocación, como un intento más de pisotear nuestras cabezas para hundirnos en la infame desgracia, para enrostrarnos lo insignificantes que somos ante Él.
Y es que ¿cómo luchar contra el Ser que lo creó todo? ¿Cómo enfrentarse a un ente compuesto por tres personas, cada una tan poderosa como la otra, todas unidas en una sola mente, una sola esencia?
Lucifer nos señaló el rumbo y la propia humanidad se encargó de mostrarnos el resto del camino. Todo se trataba de ellos, de los descendientes de Adán. Ellos engrandecían al Padre con sus creencias, ellos eran el centro mismo de toda la Creación.
Y a ellos los transformamos en nuestros blancos.
Con el transcurso de los milenios nos dimos cuenta de que no podían vernos ni oírnos, producto de la maldición que el Hijo arrojó sobre nosotros, pero sí eran capaces de percibir nuestra existencia y el influjo que conseguíamos al susurrar a sus conciencias las perversiones que esperábamos que cometieran.
Aunque ya no teníamos el poder que nos otorgaba la gracia del Padre, ni la grandeza con la que fuimos investidos dentro de los Coros Celestiales. Para los mortales éramos monstruos, seres despreciables que no hacían nada más que alejarlos del plan de salvación eterna que el Hijo les reveló al encarnar y morir entre ellos.
Esa visión que se les presentó de nosotros, esa imagen aterradora que les quitaba el sueño durante las noches más oscuras, la transformamos en la fuente para recuperar el poder que se nos fue arrebatado. Su fe y su miedo nos alimentarían para seguir la lucha.
Así que, mientras esperábamos por la segunda venida del Primogénito, nos encargamos de hacer de sus tan adorados humanos unos seres egoístas y violentos que cosecharan la maldad y el caos que nos dedicamos a sembrar en su existencia.
No habría piedad para ellos, ni siquiera por los preciados recuerdos de los tiempos en que Adán se levantó del polvo y llenó por primera vez sus pulmones con el aire del Jardín.
Sólo una vez cometí el error de volver a sentir aprecio por uno de esos seres, tal como fuera en el Edén, cuando todos los ángeles trabajábamos juntos por la evolución y cuidado de los primeros mortales. Pagué con mi libertad y mi cuerpo ese estúpido descuido, pero no volveré a caer en esa falta, ahora ya nada podrá desviarme de mi venganza.
Cuando el Hijo regrese, yo lo estaré esperando.
Cuando ese momento llegue, nada se interpondrá entre Él y la furia acumulada por milenios en mi corazón.
El tiempo que demore es insignificante.
Tengo toda la eternidad.
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