El Último Vuelo del Pegasus, parte 9.





Robinson había encontrado un lugar desde el que podía observar todo con detalle. Tenía a la vista a Gamboa y Brown, atento al proceso de encendido del complejo dispositivo que la ingeniera había desarrollado en tan poco tiempo y que era la clave para abandonar el planeta. Por otro lado, tenía una visual casi completa del ala oeste de la nave, misma por la que había detectado la mayor cantidad de presencias alienígenas durante la revisión de los videos de seguridad. Equipado con los dos fusiles de riel y el sistema de mira y visión nocturna, se sentía capaz de contener cualquier posible incursión que esas criaturas se atrevieran a lanzar sobre ellos, al menos por el tiempo necesario.

Aunque las instrucciones de Angle eran evitar cualquier enfrentamiento, a menos que las condiciones no lo permitieran, él presentía que, si esos seres entraban a la nave, no sería con intenciones de charlar. En ese caso, su misión era brindarle cobertura a la operación de Gamboa para darle todo el tiempo posible de partir la tobera y correr a refugiarse antes de la ignición del motor.

Sin importar lo que tuviera que hacer.

Johana, en tanto, sentía un peso extra. La primera parte de su misión había ocurrido sin contratiempos, a pesar del inmenso nerviosismo que hacía temblar su cuerpo. Mientras ella dirigía, Brown cargó el cañón con el contenedor de antimateria y Gamboa realizó las conexiones necesarias para asegurarse de que todo lo que necesitaban estuviera energizado en cuanto el capitán apagara al Pegasus. Era consciente de que Robinson les prestaba seguridad desde algún lugar que no alcanzó a precisar, pero tenía muy presente que cualquier error los volaría a todos en mil pedazos.

Al comprobar que todo andaba bien, cruzó una significativa mirada con Brown y luego tomó una larga bocanada de aire antes de presionar el botón de su comunicador.

―Estamos listos, capitán ―dijo con determinación―. Córtelo.

Casi de inmediato, las luces se apagaron y toda la nave quedó a oscuras. Los sensores de sus trajes espaciales accionaron el mecanismo de supervivencia y los cascos se cerraron al instante sobre sus cabezas, iniciando el bombeo automático de oxígeno y el monitoreo de sus signos vitales. Entonces, Johana Gamboa le indicó a su improvisado ayudante que se encargara de dirigir el largo cañón hacia el área que previamente habían determinado como óptima para partir la tobera, y accionó el disparador.

Un rayo luminoso apenas perceptible a la vista escapó de la boca del tubo que los brazos mecánicos sostenían en el vacío y una pequeña llamarada azulada se encendió en la estructura que sostenía la nave. Y, tal como lo había predicho, el haz láser atravesó con total facilidad el metal y siguió avanzando sin problemas, cortando todo a su paso mientras era empujado por los brazos que Brown maniobraba sin inconvenientes. Gamboa observaba el comportamiento del cañón, pendiente de cualquier variación de energía inusual que indicara que el núcleo podía haberse vuelto inestable. Sabía que, si eso pasaba, la reacción de la antimateria sería casi instantánea al tocar las paredes de su contenedor, pero se sentía más tranquila examinando los picos de la onda de emisión del láser y comprobando que todo iba de acuerdo al plan.

Sin embargo, Robinson descubrió algo afuera que lo puso sobre alerta.

El viento había parado.

Dio un rápido vistazo al progreso del corte de la tobera y comprobó con cierta inquietud que todavía no alcanzaban la mitad. Si bien era algo rápido, en esos momentos le parecía que demoraba demasiado y que tenían muy poco tiempo para terminar el trabajo antes de que algo más ocurriera.

Y decidió corroborar que él no era el único que veía lo que estaba pasando.

―Capitán, esto no me gusta nada ―dijo por su intercomunicador, sabiendo que Gamboa y Brown también lo escucharían.

―Lo sé ―respondió Angle―. Pero no veo nada allá afuera.

―¿Qué ocurre? ―Gamboa preguntó de inmediato.

―Tal vez sea buena idea que se apresure. Puede que no le quede mucho tiempo para terminar de cortar esa cosa.

―¿Por qué? ¿Ves algo, Robinson?

―Nada todavía. Eso es lo que me preocupa.

―¿Cómo van allá abajo?

―Bien, capitán. Estimo que en cinco minutos habremos terminado ―respondió la mujer―. ¿Está listo para sacarnos de aquí?

―Terminen con eso y yo…

Las comunicaciones se interrumpieron súbitamente y fueron reemplazadas por el mensaje de las Voyager que repetía una y otra vez los ingenuos saludos con los que la humanidad había intentado darse a conocer en el espacio.

―¿Qué ocurre? ―se alarmó Brown y a punto estuvo de dejar lo que estaba haciendo.

―¡No te detengas! ―le gritó Gamboa por el medio alterno, el que permitía un enlace de audio de corto alcance―. No podemos parar ahora.

Robinson, desde su lugar de observación, soltó una maldición y comprendió al instante lo que estaba ocurriendo. Este era el primer paso de un ataque organizado: dejar al enemigo aislado. Esos seres debían entender que lo que sea que estaban tramando requería que existiera comunicación fluida entre los tripulantes del Pegasus. Ahora que ese enlace se había cortado, tenían la delantera.

Y lo que vio por la ventana no hizo más que confirmar lo que temía.

Afuera, en el medio de la nada, dos seres de forma humanoide avanzaban hacia el Pegasus como si estuvieran caminando por el parque. Sus cuerpos expedían destellos dorados, aunque él supuso que debían provenir de los trajes espaciales que los protegían. Lo que de verdad le resultó extraño, fue ver que sus rostros parecían estar al descubierto. En sus largas cabezas no llevaban nada más que lo que se le asemejó una especie de gorro o tocado que caía verticalmente por los costados hasta sus hombros. Con todo, el traje que llevaban se ajustaba a la perfección a la forma de sus estilizados cuerpos, resaltando sus siluetas firmes y fornidas.

No dudó un segundo en apuntarlos con su fusil. Por más que los examinó, no vio que portaran nada semejante a un arma, pero verlos moverse en esa atmósfera como si fuera de lo más normal y avanzar con paso seguro hacia la nave, no hacía más que aumentar sus temores.

―Los tengo en la mira ―olvidó que nadie podría oírlo―. Si se pasan de listos…

Entonces algo más llamó su atención. Algo que vio por el rabillo del ojo y que le heló la sangre.

Unos metros más arriba del motor, muy por encima de donde Gamboa y Brown seguían trabajando en cortar la tobera, una llamarada azul le indicó que alguien intentaba atravesar el metal desde afuera. Lo que sea que estaba utilizando para crear un agujero que les permitiera entrar al Pegasus funcionaba mucho más rápido que el cañón de positrones y dibujaba un perfecto rectángulo de las dimensiones de una puerta.

―¡Estos malditos…! ―gruñó entre dientes y preparó su armamento, no sin antes darle una mirada a los que se aproximaban por su lado.

Solo para descubrir que ya no estaban a la vista.

―¡Mierda! 


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