La misión continúa: quinta parte de El Último Vuelo del Pegasus




El ambiente dentro del Pegasus se hizo demasiado incómodo para todos. Haldeman no paraba de llorar y Gamboa tuvo que inyectarle un sedante para ponerlo de vuelta en la camilla. Después de retirar la jeringa de su cuello y tomar una muestra de sangre para asegurarse de que Lindenburger no había alcanzado a inyectarle nada, ella misma revisó los vendajes de su pierna amputada y comprobó que no había sufrido ningún daño aparte de un par de golpes que atendió de inmediato.

―¿Esto es mi culpa? ―preguntaba él mientras era atendido―. ¿Henry murió por mi culpa?

Sollozaba y hacía movimientos bruscos que terminaron por convencer a Gamboa que lo mejor era anestesiarlo una vez más. Mientras tanto, Angle y Brown se preocuparon de transportar el cuerpo de Lindenburger hacia el área de criogenia. El capitán y su segundo comandante tardaron largos minutos en decidir qué hacer con el cadáver. Ninguno de los protocolos estaba asociado a un suceso como el que había ocurrido, aunque las indicaciones en caso de accidentes con resultados fatales eran claras: conservar el cuerpo lo mejor posible dentro de las bolsas plásticas diseñadas para ello y en la bodega donde se almacenaban los medicamentos y experimentos que necesitaban mantenerse refrigerados.

Porque la muerte de al menos uno de los tripulantes estaba contemplada dentro de la planificación de la misión. Para ello habían firmado un acuerdo de exención de responsabilidad antes de subir a la nave, documento con el que eximían a la NASA de cualquier culpa en caso de que llegaran a fallecer en alguna de las fases del viaje. Y para eso también llevaban seis bolsas mortuorias, en caso de que un incidente fatal llegara a suceder.
Y ahora también Angle comprendía la función de Robinson.

Después de que una astronauta fuera acusada de intento de asesinato luego de regresar de una misión a la Estación Espacial Internacional, en 2007, el Programa de Investigación Humano de la NASA realizó un estudio sobre evidencia y riesgo para la salud mental en los vuelos espaciales, determinando la necesidad de contar con apoyo psicológico y psiquiátrico para los astronautas, antes, durante y después de las misiones, junto con crear un protocolo de “inmovilización” del afectado dentro de las naves y estaciones espaciales. Desde entonces, no se realizaba ningún viaje fuera de la atmósfera sin llevar medicamentos contra la ansiedad, el insomnio y el mareo, además de contar con un contacto en vivo con psicólogos cada dos semanas o al menos una vez por misión.

De todas formas, en años posteriores se documentaron diversos casos de violencia, proporcionales en gravedad a la extensión de las misiones, que tuvieron distintas consecuencias y repercusiones para los astronautas involucrados, las que iban desde la suspensión de la licencia espacial hasta ser internados en un hospital creado específicamente para tratar los traumas espaciales.

Y en más de uno de esos casos se debió recurrir a la fuerza para contener las crisis. Angle recordaba haber leído sobre un ingeniero que se parapetó en el comedor de la Estación Espacial con serias intenciones de anular el sistema automático de extinción y causar un incendio que destruyera toda la estructura. Se necesitó que tres hombres saltaran sobre él y lo redujeran a golpes para evitar el desastre, aunque uno de ellos resultó con una grave herida en el cuello y debió ser intervenido de urgencia para evitar que se desangrara.

Eso, ahora que lo pensaba, le daba sentido a la presencia de Robinson en la nave y sus “alternativas” ideadas en caso de crisis.

El programa de entrenamiento al que fueron sometidos no contemplaba el manejo de armamento ni menos clases de defensa personal, pero saltaba a la vista que el oficial de inteligencia era un verdadero experto en ello. Angle recordaba todavía la instrucción militar de combate de sus días en la Fuerza Aérea, sobre todo en lo concerniente a la Supervicencia, Evasión, Resistencia y Escape o SERE, el programa de entrenamiento ideado para los pilotos y cuerpos de operaciones especiales en particular, aunque tenía vivos recuerdos de las múltiples lecciones de tiro a las que debió asistir durante su formación como oficial.

Sabía que dispararle a una persona con esa frialdad y precisión no era algo sencillo ni mucho menos obra del azar. Robinson estaba entrenado específicamente para ello y, además, contaba con acceso a todos los sistemas de la nave. Sospechaba que lo mismo ocurría con la información personal de cada uno de los tripulantes. Después de todo, eso era lo que los especialistas en inteligencia hacían: recolectar, procesar, analizar y explotar datos.

Solo bastaba saber qué más llevaba en la caja rotulada con el logo de la Secretaría de la Defensa.

Pero no había tiempo para eso ahora. En la espera de que la tormenta les diera una tregua y lo sucedido con Lindenburger, ya solo les quedaba un día de los cinco planeados para terminar su trabajo. Dentro de veintidós horas entrarían a la fase de contingencia de la misión. Si no se apresuraban en reparar la nave y emprender el viaje de vuelta a la Tierra, podían estar sellando sus destinos.

Cuando los tres volvieron a la cabina, encontraron a Robinson tratando de contactar el Centro de Control.

―Nada ―dijo al verlos―. Solo esa maldita grabación que vuelve cada cinco minutos.

Aquel era otro asunto que no tenían manera de resolver. Era muy probable que hubiera una entidad inteligente a pocos kilómetros de donde estaban, lo que significaba que estaban en una inmejorable oportunidad de ser los primeros humanos en hacer contacto con seres extraterrestres, pero el clima y un impensado recelo fundado en los miedos irracionales de Lindenburger, hacían impensado llegar hasta ellos. Se contentaron con determinar una posición aproximada de la fuente de emisión y registrar todo en la computadora para cuando pudieran informar la situación.

―Podríamos intentar despegar ―dijo de pronto Gamboa―. Tal vez logremos que el motor resista hasta salir de la atmósfera y después daremos propulsión a la nave con los sistemas de navegación auxiliar.

Brown se puso de pie de un salto.

―Tienes razón. Si conseguimos que el motor nos lance lo suficientemente alto para aprovechar la gravedad del planeta y crear una elíptica alrededor de él, podríamos ganar la aceleración necesaria para el trayecto de vuelta ―agregó con entusiasmo.

―Si logramos trazar una ruta que no se acerque a ningún cuerpo celeste, bastaría solo con la correcciones que podemos hacer con los propulsores auxiliares.

―O podemos usar la gravedad de cualquier cuerpo celeste que sea tan grande como para empujarnos hacia la Tierra.

Los dos miraron a Angle, esperando su opinión.

―Pero eso haría que el viaje se volviera mucho más largo de lo planeado. Nos quedaríamos sin apoyo de vida en el medio de la nada y a meses de distancia de la Estación Espacial ―dijo con gravedad―. Eso, suponiendo que no estallemos en pedazos cuando el motor haga ignición.

Harem Brown se desmoronó en su asiento y Johana Gamboa se hundió donde estaba. El capitán tenía razón. Entre salir de Marte y quedar varados en el espacio, no había gran diferencia.

―¿Qué hacemos entonces?

―Podemos tomar la opción de Lindenburger ―escucharon a Robinson, apareciendo desde atrás.

Los tres se sobresaltaron ante su presencia. Había llegado en total silencio hasta sus espaldas sin que ninguno de ellos se diera cuenta. Pero lo que en realidad les provocó inquietud fue ver que traía una jeringa en su mano derecha. El mismo tipo de jeringa que Henry Lindenburger amenazó clavar en el cuello de Haldeman.

Y todavía llevaba la mochila en la espalda. La mochila metalizada en la que guardaba su pistola.

―¿Qué quieres decir? ―Angle se levantó con cuidado, tenso.

―¿De dónde creen que sacó esto?

Levantó la jeringa para que todos lo vieran.

―La tomó mientras chequeábamos a Haldeman ―respondió Gamboa―. En el arsenal médico hay muchas como esa.

―¿Y qué creen que tiene adentro?

Los ojos de todos se fijaron en el líquido transparente dentro del tubo de plástico.

―Henry era el único con acceso a la bodega de medicamentos ―contestó Angle―. Supongo que armó un cóctel letal. Con…

El gesto irónico de Robinson le hizo callar. Por un momento pensó que le estaba tomando el pelo y se enfureció.

―No, capitán ―el oficial de inteligencia se apresuró a aclarar lo que pensaba, aunque mantuvo la sonrisa burlona y confiada en su rostro―. Lo más lógico es pensar que tomó una serie de medicamentos y los mezcló para crear una inyección letal, pero me temo que esto no es más que un multivitamínico.

Presionó el émbolo y un delgado chorrito escapó por la aguja. Todos se quedaron perplejos.

―Eso no es posible.

Robinson miró a Gamboa con un petulante aire de superioridad.

―Imagino que alguien se dio el trabajo de hacer un inventario de medicamentos ―mantuvo su sonrisa socarrona mientras observaba al resto de la tripulación―. ¿No? Pues adivinen quién sí hizo la tarea.

―No tiene sentido. ¿Por qué haría…?

Angle calló. Una idea muy concreta pasó por su mente y congeló las palabras en su boca.

―¡Exacto, capitán! ―bajó la jeringa y levantó el pulgar derecho en señal de aprobación―. Solo existe una explicación para la inusual conducta de nuestro malogrado doctor.

Gamboa y Brown intercambiaron miradas, sin comprender todavía de qué hablaban los dos hombres.

―Pero ¿cómo sabía lo que iba a pasar?

―De la misma manera en que usted supo lo que traigo en esta mochila, capitán. Y si el resto de la tripulación no llegó a una conclusión parecida durante el viaje, tengo que decir que son muy poco perspicaces.

Brown fue el primero en relacionar lo que estaban hablando con lo ocurrido con Lindenburger.

―¡Él quería que…!

―Sí, mi estimado Harem. Henry Lindenburger esperaba que lo detuviéramos por todos los medios ―aclaró Robinson―. Él debió suponer que había un arma en la nave y dedujo el motivo por el cual yo vine con ustedes. El desgraciado era muy cobarde para quitarse la vida por sí solo y prefirió que…

―No te atrevas a hablar mal de Henry ―le cortó el capitán―. No lo voy a permitir.

―¿Por qué, capitán? ¿Por el hecho de que su muerte es el reflejo del fracaso de esta misión? ¿O porque toda esta situación no hace otra cosa más que confirmar la necesidad de mi presencia a bordo?

El ánimo entre ambos comenzó a calentarse y Johana Gamboa, temiendo que se fueran a las manos, se interpuso entre ambos.

―¿Dónde conseguiste el inventario de medicamentos? ―miró a Robinson con absoluta frialdad―. Solo Henry tenía acceso a esa información.

Y el oficial de inteligencia volvió a sonreír con fanfarronería.

―No era el único ―respondió―. Tengo acceso a cada uno de los sistemas de la nave. No hay nada en este armatoste que haya estado fuera de mi control desde que despegamos. Mi tarea es asegurarme de que todo salga de acuerdo con los protocolos y, hasta ahora, salvo por la condenada tormenta, la única excepción ha sido este desafortunado suceso que corregí según mis instrucciones.

Sus palabras silenciaron cualquier protesta de los demás. Estaban tan atónitos que tardaron varios minutos en procesar lo que escucharon.

Para cuando eso ocurrió, Robinson hizo un gesto de despedida y dio media vuelta para salir de la cabina.

―¿Todavía soy el capitán? ―preguntó Angle con amargura, antes de que el aludido alcanzara la puerta.

―Claro que sí. Su misión es conseguir que hagamos lo que vinimos a hacer a esta roca muerta y volvamos a casa ―apenas volteó sobre su hombro―. Pero mi misión es garantizar que los intereses de nuestro país no se vean afectados por comportamientos inusuales. Mientras nuestros trabajos no interfieran, usted seguirá siendo el capitán, capitán.

Dejó pasar unos segundos antes de dar media vuelta y clavar sus ojos en Angle.

―Ya se lo dije. Espero que tenga los pantalones para hacer su trabajo, porque yo no dudaré en hacer el mío. Hasta luego.

Y retomó su camino.


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