El Último Vuelo del Pegasus, Parte 7




―¿Qué hacemos ahora?

La muy oportuna pregunta de Gamboa quedó rebotando en la cabina sin que nadie se atreviera a recibirla. En el tono alarmado de su voz se resumía el estado de toda la tripulación del Pegasus: con Handelman sedado, Linderburger muerto y la tobera del motor con esa enorme fisura, el pesar y el miedo comenzaron a apoderarse de los corazones de todos. Incluyendo el del frío y siempre altanero Robinson.

―La NASA estudió este planeta por años ―dijo de pronto Angle―. Ninguna de las sondas que vinieron aquí antes que nosotros encontró señales de vida. La supuesta pirámide que resultó ser una roca, la cara en Cidonia una simple meseta. Ninguna misión arrojó luces sobre la existencia de algo vivo en este planeta muerto. Ni siquiera el rover de la Marte 2020 encontró rastros orgánicos. ¿De dónde salieron estas cosas?

―¿Quieres que les vaya a preguntar? ―por primera vez, Robinson se olvidó de los tratos protocolares y respondió con insolencia―. Podríamos organizar una comitiva diplomática para ir a hablar con esas cosas. 

Los dos volvieron a intercambiar tensas miradas que no hicieron más que empeorar la densa atmósfera dentro de la nave.

―¿Y si vas con tus malditas armas y tu actitud de vaquero a ordenarles que nos dejen en paz?

―¿Y si te arranco la cabeza y se las doy de cenar?

Harem Brown se hundía en su asiento, sin atreverse a intervenir en una discusión que estaba a punto de salirse de control. Sus propios pensamientos y las conclusiones a las que lo llevaban lo tenían demasiado turbado como para preocuparse de un pleito de egos que parecía estar por llegar a su máximo punto de tensión.

Sin embargo, Johana Gamboa todavía estaba en completo dominio de sus emociones y no dudó en plantarle cara a ambos.

―¿Se dan cuenta de que su estúpida competencia de “quién es el macho más macho aquí” los está sacando de foco? Tú eres el capitán, compórtate como tal. Y tú, si no vas a ayudar en nada, entonces vuelve al sucucho en el que guardas todos tus juguetitos de Misión Imposible y no estorbes. Algunos tenemos que trabajar.

Los dos se quedaron en silencio, sorprendidos por la voz autoritaria de la mujer, y cada uno volvió a acomodarse en su asiento, no sin antes dedicarse infantiles miradas de burla y fanfarronería.

Pero Gamboa no perdió tiempo en ellos y se fue directo a la consola principal de la computadora.

―Desactiva el control de voz ―ordenó a Robinson, sin siquiera mirarlo.

―Computadora, vuelve a control manual ―obedeció sin preguntar―. Clave Raptor, código 104073. Ejecuta.

En la pantalla apareció la confirmación del comando y entonces Johana accedió a los sistemas de simulación.

―Mientras ustedes perdían el tiempo, se me ocurrió una idea que tal vez pueda resultar ―dijo sin parar de introducir datos con el teclado―. Si esto funciona, podríamos salir al espacio con la aceleración suficiente para llegar a la EEI antes de quedarnos sin apoyo vital.

Se apartó un poco después de presionar el último botón y fijó la vista en la pantalla para ver el resultado.

La computadora tardó exactas diecisiete milésimas de segundos en correr la simulación con los nuevos parámetros y el resultado les devolvió a todos el alma al cuerpo.

―88% de probabilidades de éxito ―Gamboa leyó en voz alta―. Para mí es suficiente.

Angle y Brown saltaron a revisar los resultados, curiosos por saber qué podía ser lo que planeaba la mujer y se apresuraron en estudiar los datos y parámetros que ella utilizó para ejecutar el único escenario favorable que habían encontrado hasta el momento.

―¿Eso puede hacerse? ―preguntó el capitán, atónito al entender la idea.

―Puede intentarse, lo dice la computadora. El problema es encontrar el nivel de energía óptimo para no causar un desastre más grande.

―¿Qué necesitamos?

Entonces ella se volvió hacia Robinson, quien observaba la escena con expectación.

―Tener acceso a todos los sistemas y subsistemas de la nave ―dijo con seriedad―. A todos, sin excepción.

―No puedo permitir eso.

―¿Quieres salir de aquí? ―Gamboa lo encaró sin titubear―. No hay otra opción.



―¿Estás segura de que esto funcionará?

Angle dirigía el montacarga del área de mantenimiento con bastante recelo. Esa zona de la nave era por completo operada por los sistemas automatizados de control y monitoreo dirigidos por la computadora central y que solo necesitaban de la supervisión de Gamboa. Sin embargo, Robinson tenía acceso a una “puerta trasera” que permitía baipasear los estrictos protocolos informáticos que se encargaban de que cada componente del poderoso motor de antimateria funcionara de manera óptima. De esta forma, tuvieron acceso a los controles manuales de cada uno de los siete dispositivos robóticos que dirigían las operaciones de mantenimiento, puesta en marcha e ignición del propulsor del Pegasus, en especial a aquellos que operaban los núcleos de antimateria, un par de sensibles brazos mecánicos diseñados específicamente para manipular las pequeñas capsulas que contenían los valiosos y escasos cincuenta miligramos de antimateria que la Tierra había logrado crear desde que Paul Dirac predijo la existencia de antipartículas en 1928 hasta que la comunidad científica internacional decidió ponerlos a disposición de las agencias espaciales para el proyecto más ambicioso de la humanidad: el Pegasus.

El pequeño frasco cilíndrico estaba diseñado para contener apenas diez miligramos de antimateria en un campo electromagnético que evitaba que entrara en contacto con las paredes mismas del contenedor, además de un dispositivo que mantenía la temperatura cerca del cero absoluto, con la finalidad de que su valioso, aunque peligroso contenido, estuviera lo más estable posible hasta el momento de ser introducido en el motor. Si uno de los dos mecanismos dejaba de funcionar, la antimateria se aniquilaría de inmediato, con la fuerza destructiva de una bomba atómica.

Por esta razón, los brazos robóticos tenían una sensibilidad milimétrica y operaban con absoluta precisión, sin el riesgo del factor humano. Los ingenieros de la NASA llegaron a la conclusión de que lo mejor para evitar cualquier posible accidente era reducir al máximo la incidencia de errores no calculados, lo que pasaba por limitar por completo la participación de cualquier técnico en la operación de los componentes del motor.

Excepto Robinson, el único autorizado a quebrantar esos protocolos.

―Más le vale que esté tranquilo, capitán. Si su pulso tiembla y altera en algo el curso de los estabilizadores de los brazos, nos matará a todos.

Él estaba sentado frente a la consola de comando de los sistemas de mantenimiento. De acuerdo con el plan de Gamboa, debían extraer uno de los contenedores para armar un cañón de antimateria con el cual cortar la tobera por encima de la zona de la fisura. La idea era relativamente sencilla: recortar el largo y gigantesco tubo por el que corría el flujo de energía derivado del motor, lo que causaría una mayor difusión, pero con el empuje necesario para poner a la nave en camino a la Tierra, aunque con un cuarto menos de la velocidad ideal. Esto significaría un retraso de entre diez y quince días en el viaje, dejándoles un delta de cinco a diez días antes que se quedaran sin suministros.

El único problema estaba en que alguien debía operar los brazos robóticos mientras Robinson se encargaba de inhabilitar los sistemas de seguridad, y Gamboa y Brown se las ingeniaban en esos momentos para armar el cañón.

Así que el mismo capitán decidió encargarse de dicha tarea.

Acostumbrarse a los sensibles controles de elevación y azimut de los brazos fue todo un reto. Tuvo que dedicar largos minutos a practicar con ellos hasta sentirse listo para continuar con la tarea que había asumido. Robinson lo dirigió en todo momento, maldiciendo no poder ser él quien se encargara de ejecutar esa función.

―La bodega de antimateria tiene una cerradura biométrica ―comentó en un momento―. Debo estar frente a la consola para que lea mis huellas digitales y mi retina o no se abrirá.

Y ahora, después de asegurarse por tercera vez de que Angle estuviera preparado, se disponía a abrir el compartimiento.

―Terminemos con esta mierda ―dijo el capitán y Robinson asintió.

Accionó un par de botones, puso la palma de su mano derecha sobre el panel biométrico y se acercó a la pantalla con los ojos muy abiertos para que el sistema de lectura retinal lo identificara.

Tan solo un segundo después, una compuerta se abrió y Angle contuvo la respiración a la espera de que algo extraordinario ocurriera, pero nada pasó. Desde donde estaban, tenían que mirar por una ancha ventana hacia el ducto en el que el armazón del motor era sostenido por unos fuertes pilares metálicos llenos de cables y mangueras, mientras, apenas unos metros más arriba, los contenedores de antimateria descansaban dentro de una bodega hermética no más grande que una lavadora.

―Bien, capitán, todos suyos ―dijo Robinson al ver por fin lo que buscaban.

Angle manipuló con cuidado los dos joystick de la consola y los brazos avanzaron hasta llegar muy cerca de uno de los contenedores. La presión que recayó sobre sus hombros en ese momento se convirtió en un copioso sudor que comenzó a inundar su rostro. Respiraba con cuidado y ni siquiera parpadeaba mientras los cuatro dedos metálicos que comandaba se cerraban sobre su botín. Soltó un suspiro al terminar la primera parte de su labor sin inconvenientes y se permitió un respiro antes de seguir con la tarea de retirar la antimateria y depositarla en la caja diseñada para transportarla, la que aguardaba sobre la bandeja especial que les permitiría sacar el contenedor del alojamiento del motor.

Cuando el sistema automatizado de la caja se cerró, después de detectar el contenido que había sido puesto en su interior, el capitán del Pegasus se dejó caer en su asiento, exhausto.

―Bien hecho ―Robinson le dio una palmada en el brazo, antes de ir a tomar la caja con la antimateria―, pero esto no es más que una parte del plan. Vamos a ver si su amiguita tiene lista la suya.

Angle dejó escapar un suspiro resignado y se puso de pie.



―No espero que lo entiendan, así que no entraré en detalles. Lo único que necesitan saber es que este cañón disparará un rayo de positrones con la potencia suficiente para abastecer toda una ciudad con energía eléctrica por varios años ―explicó Gamboa una vez que todos se reunieron en el área de ingeniería de la nave―. Una vez que lo tenga ensamblado, tendremos que trasladarlo hasta el sector de mantenimiento para montarlo en los brazos de la zona del propulsor, justo por debajo del motor. Con ellos podremos apuntar al lugar en el que espero hacer el corte y, si no explotamos en mil pedazos, despegaremos sin mayores problemas.

―¿Si no explotamos en mil pedazos? ―de todo lo que ella dijo, Brown se quedó con esta frase en mente y las miradas de los demás indicaron que no era el único.

―Sí. Bueno, existen algunos riesgos que tendremos que correr.

―Al grano, Johana.

Gamboa miró al capitán y luego paseó su mirada por los rostros de sus otros dos compañeros.

―No cuento con las herramientas para tomar solo una parte de los diez miligramos de antimateria del contenedor, así que tendré que usarlos todos. Lo que significa que el laser será extremadamente potente e imposible de apagar hasta que libere toda su energía ―hizo una mueca extraña que a nadie pasó desapercibida―. Partirá la estructura como si fuera mantequilla y tendremos apenas unos segundos para poner en marcha los motores antes de que toda la nave se venga abajo. Con suerte, el flujo de energía de la propulsión destruirá el cañón y desviará su propia energía en favor nuestro, aumentando el empuje.

―No suena tan mal ―comentó Robinson, con un dejo de ironía que fastidió a los demás, aunque nadie se molestó en reprenderlo.

―Todavía no llego a la peor parte ―prosiguió Gamboa―. El contenedor electromagnético no está diseñado para otra cosa que no sea depositar la antimateria dentro de la cámara del motor. Ahora que lo montaré en este pequeño acelerador de partículas, existe una alta probabilidad de que el dispositivo de contención se apague y explote antes de que disparemos el láser. No creo que sea necesario que les diga lo que pasará si eso ocurre.

―Eso sí suena mal ―dijo Brown, sin pensar.

―Pero esa tampoco es la peor parte. El real problema es otro.

Los tres se quedaron en ascuas esperando que ella aclarara sus palabras y Gamboa se apresuró en poner en orden las ideas antes de hacérselas saber.

―No podemos disparar el cañón con los sistemas de la nave energizados ―dijo con rapidez y sin pausas―. Cualquier variación en los campos electromagnéticos de la nave podría detonar la carga. Como es tanta energía, desarrollé un dispositivo que usará el propio cañón para alimentar el brazo mecánico que lo disparará y su consola de comando. Todo lo demás deberá estar apagado. El Pegasus tendrá que estar por completo a oscuras para poder hacer esto. Una vez que hagamos el corte, solo entonces lo encenderemos de nuevo y tendremos que proceder a la ignición antes de que la computadora empiece a correr los test de los sistemas. Solo tendremos unos segundos para despegar o el Pegasus se vendrá abajo.

―¿Todo a oscuras? ¿Incluyendo el soporte vital? ―preguntó Robinson, sin preocuparse de ocultar su inquietud―. Nos quedaríamos encerrados dentro de este enorme sarcófago de metal con esas cosas allá afuera. No veo un mejor momento para que entren por nosotros, si así se lo proponen.

―¿No hay otra forma de hacer esto? ―consultó Brown, con voz temblorosa.

―Me temo que no.

Entonces los tres se volvieron a mirar al capitán. Él estaba en silencio, con los brazos cruzados sobre su pecho y la mirada fija en los esquemas y planos que Johana había diseñado en la computadora. La decisión era suya, él era el comandante de la nave y sabía que lo que fuera que escogiera no tendría vuelta atrás.

―Es todo o nada, señores ―dijo con solemnidad y luego clavó sus ojos en Gamboa―. Si queremos volver a casa, no nos queda de otra más que tirar los dados y esperar que la fortuna nos sonría. Las apuestas están abiertas, es hora de jugar.


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