El Último Vuelo del Pegasus, parte 12
El esfuerzo de subir fue
comparable a las dificultades para equilibrarse uno al lado del otro en el
pequeño espacio que quedó del piso del elevador. Después de varias
atolondradas maniobras, Robinson consiguió retroceder hasta hacerle el lugar
para que Angle pudiera pararse a su lado.
Sin embargo, no se permitieron el
tiempo para un respiro y de inmediato comenzaron a buscar la forma de salir de
la urna metálica en la que estaban aprisionados, antes de que los invasores
volvieran a la carga.
―¿Piensa lo mismo que yo,
capitán?
Robinson había dado una breve
mirada al techo, lo que fue suficiente para que Angle comprendiera sus
intenciones y asintiera con la cabeza.
―¿Te das cuenta de que si le
damos al motor o a la polea vamos a terminar allá abajo?
―¿Tiene una mejor idea, señor?
El capitán se encogió de hombros.
―Supongo que no.
Y entonces los dos abrieron fuego,
tratando de que los disparos abrieran un agujero lo más cercano posible a la pared
para evitar dañar el mecanismo que sostenía y operaba el elevador. Cada vez que
un proyectil atravesaba el techo, imaginaban que la estructura completa se
precipitaría hacia el fondo del foso, pero nada de eso pasó durante los pocos
segundos que siguieron disparando con los ojos entrecerrados por las muchas
esquirlas y trozos de metal que caían sobre sus cascos.
Hasta que la abertura encima de
sus cabezas fue lo suficientemente ancha para que pudieran pasar uno a la vez.
―Usted primero, capitán ―Robinson
se giró lo mejor que pudo para formar una pisadera con sus manos.
Angle accedió, se echó el fusil a
la espalda y permitió que lo impulsara, logrando apoyar los
antebrazos sobre el filoso borde de la abertura y así subir por su propia
cuenta. Una vez estuvo arriba, descubrió que los sistemas de poleas y pistones
que guiaban al elevador por los rieles del foso estaban afianzados a las
paredes y por el costado de la cabina, no por el techo.
Pero aquello no era lo único que
descubrió.
―¡Ya vienen! ―gritó―. ¡Salta!
Se acomodó sobre su abdomen y
estiró el brazo para que Robinson pudiera tomarse de él. Los alienígenas comprendían
que el peligro había pasado y se animaban a una nueva incursión, aunque con
mucha más cautela que la anterior, lo que les dio a ambos el tiempo suficiente para
llegar al techo y comenzar a buscar la forma de subir hacia la puerta más próxima.
―No está lejos ―observó Angle―, calculo
que cinco o seis metros.
―Vamos, escalaremos por los
rieles.
Sin dudarlo, Robinson partió
hacia la pared más cercana y se dispuso a subir. Justo en el momento en el que
se aferraba de una de las poleas y buscaba dónde apoyar el pie, una rayo
luminoso atravesó el techo y le dio en la parte posterior de la pierna, dejando
un horrible surco humeante en su piel chamuscada, desde el muslo hacia poco más abajo de los omóplatos.
El grave daño en el traje
espacial se tradujo en la pérdida total de todos los sistemas de apoyo vitales,
en especial del oxígeno.
Angle corrió a socorrer a su
compañero herido, viendo con impotencia que comenzaba a asfixiarse dentro del
casco que debía mantenerlo con vida. La nave estaba dotada de varios puntos de
emergencia que contaban con cámaras individuales de ventilación, en caso de que
el sistema principal o los mismo trajes se vieran afectados, pero, donde
estaban, no había nada más que cables y metal.
El capitán comprendió que Robinson
se ahogaría en sus brazos, sin que él pudiera hacer nada para impedirlo.
Sin embargo, el oficial de
inteligencia se sobrepuso al dolor y a la angustia de no poder respirar para
decirle algo que lo dejó sin habla.
―¡Suba esa maldita pared y no
mire atrás! ―indicó a duras penas, dosificando el poco aire que todavía mantenía
en sus pulmones―. ¡No podré darle mucho tiempo!
Angle quiso negarse, pero él lo
empujó. Los dos sabían que no había forma de que pudieran llegar arriba antes
de que el oxígeno del traje se acabara o los alienígenas los alcanzaran. Por mucho
que el capitán hubiera podido cargarlo, no habría sido capaz de escalar los escasos
seis metros con el peso de Robinson sobre sus hombros. Si lo intentaba, los dos
caerían en manos de los invasores.
Así que apretó la mandíbula, cerró
los puños y se puso de pie. Su compañero herido se dio vuelta con un sonoro
quejido de dolor y comenzó a arrastrarse hasta asomar su fusil por la abertura
que ellos mismos habían creado para intentar escapar. Angle lo vio avanzar con
esfuerzo y decisión, y se puso en marcha. Escuchó los disparos a sus espaldas
mientras se las ingeniaba para encaramarse en la pared, sostenerse con fuerza
de los cables y cualquier otra saliente que le permitiera el agarre necesario
para escalar los metros que podían marcar la diferencia para él entre la vida y
la muerte.
Pondría todo su empeño en llegar
a la cabina y arrancar el motor de la nave. Se lo debía a sus compañeros
caídos. Encendería el motor, aunque eso significara volar en mil pedazos,
porque, si eso pasaba, al menos se llevaría a esos malditos invasores con él.
Robinson ya sufría los estertores
de la asfixia. Su arduo entrenamiento militar y las experiencias en combate en
distintas partes del mundo lo habían habituado al dolor y al sufrimiento, pero
jamás había experimentado nada parecido a esto. En su trabajo como espía, en más
de una oportunidad cayó en manos enemigas y pasó días sometido a distintas
formas de tortura, en especial a aquella en la que era sumergido una y otra
vez en el agua, siendo ahogado hasta el desmayo, aunque siempre consciente que
era algo pasajero, necesario en algunas misiones, no como en esta oportunidad.
Ahora, en cambio, cuando se le
acabara el oxígeno, no habría nada más. Nadie lo reviviría y moriría en ese frío ataúd de metal, a
millones de kilómetros de distancia de la Tierra, solo y sin poder hacer nada
al respecto.
Excepto morir bajo sus propios términos.
Luchando para mantenerse consciente, se giró sobre un costado y se obligó a contener el grito de dolor que acudió a su garganta cuando sintió presión sobre su profunda herida. No podía permitirse malgastar el poco aire que todavía le quedaba, menos en esos momentos en que los alienígenas ya estaban demasiado cerca del elevador. Los escuchaba moverse, observar con cuidado, prepararse para avanzar. Solo tenía unos segundo.
Levantó la vista y descubrió que
Angle estaba ya cerca de la puerta que debía alcanzar. Lo veía de forma borrosa
y se horrorizó al darse cuenta de que comenzaba a divagar, que su mente empezaba
a caer en un inexorable espiral de enajenación que terminaría por minar su
voluntad antes de que el último soplo de vida escapara de su cuerpo.
Pero encontró la fuerza necesaria
para cumplir su propósito. Con la escasa energía que todavía le quedaba, levantó
su arma y apuntó hacia el sistema de cables que sujetaban y movían el elevador.
Abrió fuego y solo se detuvo cuando la muerte le obligó a hacerlo.
Angle alcanzó el nivel en
el que estaba la puerta y debió arriesgarse a cruzar de un lado al otro del
foso, solo aferrándose con sus manos a una delgada placa de metal. Después del titánico
esfuerzo, usó su arma para lograr inhabilitar el sistema de control de apertura
y así abrirla de forma manual. Debido a las pocas áreas que le permitían mantenerse
aferrado a la pared, el esfuerzo de empujar las hojas de metal desde el
interior fue mucho mayor del que podía esperar y a duras penas consiguió
separarlas la distancia suficiente para que pudiera pasar por ella hacia el
pasillo de conexión de los niveles habitables de la nave.
Cuando al fin logró apoyarse con los
antebrazos y se preparaba para impulsarse hacia el corredor, sintió una
explosión en el foso y escuchó el extraño sonido que emitieron los cables que
sostenían el elevador al verse liberados de su peso y recogerse sin control
hacia el final de su recorrido. De inmediato dio un vistazo hacia abajo y se
quedó atónito.
A duras penas pudo distinguir el
cuerpo inerte de Robinson mientras la cabina del elevador se desplomaba hacia
abajo en medio de chispas y rechinidos de metal. Se quedó mirando hasta
perderlo de vista en la oscuridad y solo unos segundos después un estallido
ronco y grave iluminó el fondo del foso, en medio de ondulantes llamaradas rojizas.
No se dio el lujo de quedarse a
lamentar lo ocurrido. Saltó hacia el pasillo y rodó por el frío suelo de metal
para evitar que la onda expansiva llegara a alcanzarlo. Entonces se puso de pie
y, determinado a ponerle fin a esa pesadilla demencial, volvió a empuñar su
armamento y partió a toda carrera hacia la cabina del Pegasus.
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