Segunda parte del Último Vuelo del Pegasus




La misión se desarrollaba sin contratiempos. Pegasus toleró bien el viaje a través de la atmósfera y alcanzó el espacio sin problemas.

―Encender sistema de rotación ―ordenó el comandante.

―Encendiendo sistema de rotación ―repitió Brown y accionó los controles necesarios para que la cápsula espacial iniciara el veloz, aunque imperceptible movimiento que reduciría los efectos de la falta de gravedad para que los tripulantes no sufrieran sus consecuencias―. Sistema de rotación iniciado.

―Accionar navegación automática.

―Accionando sistema de navegación automática. Sistema de navegación automática accionado.

Entonces Angle se quitó el cinturón de seguridad, se puso de pie y se volteó hacia sus compañeros.

―Amigos, pueden ponerse cómodos ―comentó con una sonrisa―. Tenemos cuarenta y cinco días para disfrutar de este paseo y desde este momento están autorizados a dejar sus asientos y gozar de las comodidades de este bebé. Por el momento, el servicio de bebidas está suspendido, así que tendrán que esperar hasta que lleguemos a destino si es que quieren tomarse una copa.

―Brindar en Marte ―sonrió Haldeman―. Eso es algo que no me perdería por nada del mundo.

Hubo comentarios jocosos y risas relajadas, mientras uno a uno iban abandonando sus lugares para acercarse a la pequeñas ventanas a observar el inmenso vacío del universo.

A contar de entonces el tiempo fue perdiendo sentido durante el viaje. Solo eran vagamente conscientes del paso de los días gracias a los relojes instalados en cada una de las pantallas, pero para ellos no era más que un conteo casi sin sentido. Gracias a que la nave estaba dotada de distintas alarmas que indicaban los horarios de alimentación, ejercicio y sueño, adaptaron sus rutinas a una relativa normalidad. Esto les permitió fortalecer las relaciones entre ellos e incluso integrar a Robinson, a pesar de su habitual hermetismo.

Durante el viaje, desarrollaron una serie de experimentos científicos con diversos resultados que Lindenburger registró y transmitió de inmediato a la Tierra. Uno de ellos, en el que también participaba Gamboa, era el despliegue y prueba de funcionamiento del primer prototipo de vela solar, un dispositivo que disminuiría de manera considerable el costo de las futuras misiones al espacio, reemplazando los motores de antimateria y generando una nueva gama de sistemas de propulsión. Para ello, Angle ordenó apagar el motor de Pegasus y accionar el sistema de retropropulsión que detendría el avance de la nave.

Sin embargo, al desplegar el sistema de soporte de la enorme red de nanotubos, uno de los cables de sujeción se cortó, imposibilitando que la vela se extendiera por completo. La mala fortuna hizo que el cable se enredara en los mástiles diagonales, imposibilitando el repliegue hacia su compartimiento de almacenaje, por lo que se vieron en la obligación de abandonarla en el espacio.

Fuera de eso, el resto de la misión se llevó a cabo sin novedades y el día cuarenta y cinco el computador de la nave anunció la proximidad al área de descenso.

―Muchachos, vuelvan a sus asientos ―ordenó Angle―. Nos acercamos al polo norte marciano.

Todos obedecieron de inmediato y abrocharon sus cinturones con evidente nerviosismo. La expectación era casi palpable al interior de la nave, mientras sus comandantes iniciaban la secuencia de ingreso a la atmósfera, siempre bajo la atenta mirada de Johana Gamboa y la asistencia del computador de Pegasus.

―Centro de Control, nos disponemos a ingresar a la atmósfera ―el comandante dio aviso por su intercomunicador―. Encenderemos los retropropulsores.

―Copiado Pegasus.

―Encender retropropulsores.

―Encendiendo retropropulsores. Retropropulsores encendidos ―anunció Brown.

―Centro de Control, iniciamos el procedimiento de desaceleración.

―Copiado Pegasus. Éxito.

El empuje de los cohetes ubicados en la parte delantera de la nave los aplastó con violencia en cuanto los motores de antimateria se apagaron de forma automática. Sometidos a cerca de nueve Gs, sus cuerpos parecieron pesar casi cien veces más y a punto estuvieron de desvanecerse. Sin embargo, poco a poco los sistemas automáticos de Pegasus fueron regulando la velocidad de ingreso a la atmósfera, haciendo mucho más tolerable lo que restaba de viaje.

―Desplegar escudo térmico ―ordenó entonces el capitán de la nave.

―Desplegando escudo térmico.

Brown accionó la secuencia de comandos para que se abrieran los compartimientos que contenían los cientos de placas de cerámica de ultra alta temperatura diseñadas para tolerar sin problemas los cerca de mil quinientos grados Celsius producidos por la fricción de la atmósfera. Se trataba de una estructura especial que se desplegaba a lo largo de todo el fuselaje y protegía del inmenso calor el interior del módulo espacial.

En casi seis minutos exactos, las patas robóticas se extendieron y Pegasus tomó la orientación vertical para detenerse con suavidad sobre el rocoso suelo marciano.

―Centro de Control ―Angle hizo una pausa y luego dedicó una mirada a sus compañeros―, damas y caballeros, acabamos de amartizar. Oficialmente, somos los primeros seres humanos en llegar a otro planeta.

 La algarabía producida por la noticia llegó hasta ellos a través de los equipos de comunicaciones y la tripulación se permitió disfrutar de aquel momento histórico fundiéndose en sentidos abrazos de alegría y felicitaciones mutuas.

―Felicidades, Pegasus ―habló un hombre a millones de kilómetros de distancia―. En el nombre de nuestro país y del mundo entero, debo declararles el orgullo que sentimos por su logro, su valentía y su dedicación. Tengan mucho cuidado, hagan lo que tienen que hacer y regresen a casa sanos y salvos, ¿me escuchan? Sus familias y sus compatriotas los esperamos con ansias.

Angle llamó a los demás a la calma y accionó el botón que le permitía ser escuchado en la Tierra.

―Centro de Control, preparen las copas para cuando lleguemos. Nos merecemos un buen trago.

Hubo risas espontáneas en ambos lados de la línea.

―Cuente con ello, capitán ―respondieron desde la Tierra―. Cuente con ello.

Después de un rato, cuando los ánimos se calmaron y la responsabilidad de la misión retornó a la mente de todos, cada cual se dispuso a realizar la tarea para la que se había embarcado. El primer paso era iniciar el descenso de los Gatos por medio del sistema de transporte que corría a lo largo de la estructura del motor, accionado por correas, cadenas y brazos mecanizados que aseguraban los vehículos y los bajaban con total control hasta tocar el suelo. Los tripulantes, a excepción de Harem Brown, descendieron en las mismas plataformas que transportaban a los Gatos, llevando consigo todos los equipos necesarios para desarrollar sus funciones, siempre bajo la dirección de Angle y la supervisión de Gamboa.

Robinson iba a todas partes con ellos, cargando siempre una rígida mochila que sacó de la caja a su cargo. Ayudaba en lo que se necesitaba, aunque pasaba la mayor parte del tiempo observando cada una de las acciones desarrolladas por el resto del equipo.

Todo iba bien hasta que una tormenta de arena los azotó al amanecer del segundo. El capitán del Pegasus ordenó que todos se refugiaran en el interior de la nave y solo quedaron a la intemperie los dos Gatos y la parte del armazón de la estructura modular que ya habían conseguido levantar y ensamblar. Los instrumentos de la nave registraron vientos de ciento setenta kilómetros por hora, con rachas de doscientos diez y una disminución de la temperatura a menos cuatro grados centígrados.

Todos sabían que estas tormentas podían durar semanas, lo que ponía en peligro la misión.
Y Angle no dudó en informar la situación.

―Centro de Control, las condiciones climáticas son adversas. La visibilidad ha bajado notoriamente y me temo que sea imposible continuar con los trabajos. Nos encontramos refugiados en el módulo de vida a la espera de instrucciones.

Pero nadie contestó.

Brown y Gamboa verificaron el estado de las comunicaciones y vieron con preocupación que la tormenta causaba demasiada interferencia, incluso para los sistemas auxiliares. Mientras no cesara el viento, estaban completamente solos.

―Capitán, el motivo de este viaje es montar ese módulo ―Robinson observaba por la ventana la enorme nube de polvo que lo cubría todo―. Pero solo tenemos apoyo de vida para cinco días más de los planificados. Si esta tormenta se extiende hasta entonces, nos quedaremos sin margen para regresar.

Angle le dio una mirada y captó la atención con la que los demás esperaban su respuesta.

―Henry, Harem, necesito que traten por todos los medios de enlazarme con la Tierra. Johana, Paul, corran simulaciones y denme opciones. Ya armamos una parte, quiero saber si seremos capaces de terminarla con este maldito viento.

Entonces se volvió hacia el oficial de inteligencia.

―Robinson, ven conmigo ―ordenó.

Todos se apresuraron a hacer lo que el capitán les había encomendado, mientras él y el oficial de inteligencia se dirigían hacia el comedor.

―¿Necesita algo, capitán?

Lejos de acomodarse en alguna de las sillas, Angle se quedó junto a la ventana, examinando el desolador panorama del exterior.

―¿Qué tienes en esa mochila? ―preguntó sin despegar los ojos de la nube que golpeaba contra la nave.

―Me temo que eso es algo clasificado, capitán.

Angle hizo una mueca de desagrado.

―¿Sí sabes que en el entrenamiento se nos enseña sobre los trastornos mentales que suelen sufrir los astronautas? ―lo miró por primera vez a la cara―. Conozco los síntomas y los procedimientos, ninguno de ellos incluye armas.

―¿Qué le hace pensar que tengo un arma, capitán?

―No pienses que soy tonto, Robinson. ¿Por qué enviarían con nosotros a un oficial de inteligencia sin ninguna misión en específico? ¿Acaso planean espiar a los marcianos? ―dejó escapar una breve risita irónica―. Si no llevas un arma para sofocar cualquier descontrol de la tripulación, ¿qué haces aquí?

Robinson, imperturbable, sostuvo su mirada y respondió con total tranquilidad.

―Nunca está de más tener opciones extra, capitán. Usted debería hacer lo mismo si no quiere que nos quedemos anclados en este planeta de mierda.

Ambos se quedaron en silencio, analizando sus reacciones por unos interminables y tensos segundos, hasta que el oficial de inteligencia tomó la palabra una vez más.

―¿Desea otra cosa, capitán? ―preguntó con tono fanfarrón.

Angle solo negó con la cabeza y Robinson dio media vuelta y salió de la habitación.

Más tarde, el comandante de la nave, su segundo al mando, Johana Gamboa y Paul Haldeman estudiaban los gráficos y estadísticas obtenidos luego de la simulación que acababa de finalizar la computadora central de Pegasus.

―En base a las actuales condiciones, hay un noventa por ciento de posibilidades de que esta tormenta se extienda por unas sesenta horas, lo que significaría un retraso significativo en la misión.

Todos escuchaban a Gamboa muy atentos y evidentemente preocupados. Un retraso de dos días y medio significaba la posibilidad de consumir por completo las reservas de agua y alimento para regresar a la Tierra. Sin soporte vital para afrontar cualquier potencial retraso, la tripulación se arriesgaría a realizar una parte del viaje sin sustento vital. Y si se presentaba algún inconveniente que hiciera que la trayectoria se extendiera por más cincuenta días, podrían verse en serios problemas.

―Correríamos con lo justo, capitán ―expresó Haldeman―. Las probabilidades de alcanzar la Estación Internacional antes de que las cosas se pongan feas es de cincuenta por ciento. Es… un riesgo razonable.

―La otra opción es salir y trabajar con ese viento azotándonos la cara ―opinó Gamboa―. Los Gatos deberían operar bien bajo las actuales condiciones y el módulo está diseñado para resistir el viento marciano. El mayor problema sería ensamblar los paneles sin que las uniones se dañen por el polvo. Cualquier partícula que se introduzca en el sistema de acoplamiento significaría una fisura en la capa externa, inutilizando la atmósfera artificial. El domo perdería su hermeticidad.

―Tampoco podemos ensamblarlos en la bodega de carga. Sus dimensiones superan el espacio de maniobra ―añadió Brown―. Necesitaríamos recortar los paneles para hacerlos más pequeños.

Esa idea iluminó el apesadumbrado rostro del capitán.

―¿Podemos hacer eso? ―preguntó a Gamboa―. ¿Podríamos dividir los paneles y trabajar dentro de Pegasus?

―Sería inútil. En algún momento tendríamos que bajarlos a la superficie y nos enfrentaríamos al mismo problema.

El pequeño halo de optimismo se desvaneció de golpe. Hasta que Haldeman expuso otra idea.

―Tal vez… ―en su cabeza daban vueltas cientos de datos que él se esforzaba en unir y armar como un rompecabezas―. Tal vez podríamos convertir el generador de antimateria del módulo en un cañón… Podríamos usar su fuerza de empuje para detener el viento y…

―¿Es eso posible?

El hombre se encogió de hombros y movió la cabeza de un lado a otro mientras calculaba las opciones.

―Sí, es posible ―respondió con algo de duda―, aunque es muy probable que convirtamos esta tormenta de viento en un frente lluvioso o, considerando la temperatura que hay allá afuera, generemos granizos y hielo.

―Los Gatos son capaces de operar en el hielo ―agregó Gamboa―. Sus sistemas de orugas evitarán que patinen.

Haldeman concordó con ella, pero todavía había algo que le inquietaba.

―El problema se presentaría sobre nuestras cabezas. Me temo que el campo de repulsión provocado por el generador haría que el viento tomara un rumbo ascendente y pasara por encima de nosotros. Podría golpear a Pegasus con mucha más fuerza que ahora.

El capitán se quedó pensando en las opciones presentadas por su equipo. Sentía el enorme peso de la misión y también el peso de la vida del resto de la tripulación. Cualquiera de las alternativas que escogiera significaba un riesgo latente. Pero también pesaba sobre él la posibilidad de fracasar en la travesía más grande de la humanidad.

―¿Bajo qué parámetros el trabajo sería viable? ―preguntó de pronto.

―Lo óptimo sería un viento de no más de setenta kilómetros por hora.

―No, Paul. Me refiero a los parámetros máximos recomendables ―rectificó―. Es claro que no podremos operar en óptimas condiciones.

Haldeman y Gamboa intercambiaron miradas.

―Cien, quizás ciento diez kilómetros por hora ―respondió―. Más de eso y una piedrecilla podría perforar el traje.

―¿Cuál es la velocidad actual?

Brown consultó las pantallas.

―Ciento cincuenta y ocho kilómetros.

Entonces el capitán se puso de pie y fue hacia el hombre que intentaba recuperar el enlace con la Tierra.

―¿Todavía nada?

―No, capitán ―contestó Henry Lindenburger―. Hay demasiada interferencia.

Angle dio un vistazo a los monitores y corroboró que el indicador de emisión estaba en cero. Sus comunicaciones salían de Pegasus, pero rebotaban en los minerales que el viento había levantado en el ambiente, sin lograr atravesar la atmósfera.

―Mientras estemos metidos en esta maldita tormenta, no creo que retomemos las comunicaciones, señor. Estamos solos.

Aquello confirmó los temores del hombre a cargo de la misión y terminó por hacerle ver que todo estaba en sus manos.

Y tomó una decisión.


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