Una historia de amor llamada "Segunda Oportunidad"
Su historia nació de la cotidianidad.
En el transcurso de una vida, los caminos que tejió el destino los llevaron a encontrase cuando apenas entraban a los veinte años. El amor creció como la espuma. Ella quedó encandilada por su personalidad y esos ojos claros que le coqueteaban. Él se prendió de su sencilla belleza y refinados modales. La chispa encendió la pradera y cada uno buscó salir de su propio mundo para acercarse al del otro, a pesar de sus orígenes dispares. Por un lado, la joven venía de una familia numerosa y golpeada por el cáncer, el que le arrebató a su padre cuando era solo una niña y comenzó a consumir a su madre, con quien ella vivía y a quien acompañaba mientras se adentraba en la ancianidad. Él, por otra parte, ahogaba las horas en el alcohol, en un intento de enajenarse de su día a día, de alejarse de una madre de modos bruscos y casi un total desapego, lejos de un padre al que apenas conoció.
Pero el amor no entiende de problemas. Al contrario, se arrastra hacia ellos sin mediar consecuencias. Y es así que, cuando la relación parecía levantar el vuelo, él se marchó a otra ciudad, lejos en distancia y tiempo, y la vida continuó con ese amor inconcluso que parecía tambalearse con el viento.
Doce años pasaron, doce años en los que los días trajeron y llevaron experiencias que fueron cambiando a ambos. A pesar de ello, cada uno seguía en el pensamiento del otro. Sin embargo, no fue eso lo que los volvió a unir, si no la tragedia.
La madre de ella terminó por perder su batalla contra el cáncer y partió a unirse a su esposo en algún lugar del enorme cielo. La joven, quien adquirió madurez durante estos años de arduo trabajo, de idas y venidas al médico, y del lento y largo tormento de ver a su progenitora sucumbir ante esa cruel enfermedad, se quedó irremediablemente sola y sumida en las profundidades de su dolor.
Fue entonces cuando él regreso, campante cual caballero de brillante armadura, y la rescató de la soledad, llevándola a un matrimonio que debería haber iniciado su "felices para siempre", aunque no fue así.
Armaron su humilde morada justo al lado de la casa de la madre del joven, sin imaginar el martirio al que sometería a su esposa. Pues, la anciana mujer, entrometida en los asuntos de la pareja, estaba convencida de que debía controlar las vidas de ambos y no cesó en su intento de estar presente en cada paso que ellos daban, incluso cuando llegaron los hijos, haciendo los días largos y tediosos para la mujer, que ahora debía acostumbrarse a la vida de casa y de madre, mientras él trabajaba y estaba ausente la mayor parte del tiempo.
El amor fue menguando y junto al crecimiento de los niños llegaron las enfermedades. La mujer empezó a ser devorada por la depresión y la ansiedad de una vida que no esperaba, llenándose de problemas que menguaron su salud, sin que el marido ni la suegra le prestaran la debida atención. Todo pareció cambiar cuando la ya anciana madre del esposo acusó el riguroso paso de los años y se extinguió como una vela al viento, pero eso no hizo más que empeorar la situación.
Los niños ya eran hombres y tenían sus vidas formadas, así que la pareja se encontró sola, después de más de veinte años juntos, y los dos se llevaron la sorpresa de que ya no se reconocían. Eran una pareja de extraños que compartían techo y comida, pero nada más. La intimidad había sido olvidada y lo que alguna vez los unió ahora parecía no existir.
Ella acarreaba una larga lista de dolencias y se lamentaba al ver en el espejo que no quedaba nada de lo que alguna vez fue. Mientras que él, quizás sin darse cuenta, se transformó en la viva imagen de su madre: egoísta, insensible y parco, lo que transformó cada día en una silenciosa y larga espera de la noche y el momento en que se fueran a dormir y dejaran de lado el mundo real para sumirse en sus sueños de una existencia ideal.
Pero nadie tiene la vida comprada y el hombre llegó al inevitable final del camino una mañana de marzo. Ella, sorprendida por la inesperada partida de su esposo, vio a la familia volver a reunirse frente al féretro. En la tristeza de la pérdida, padres, hijos y nietos estuvieron juntos una vez más gracias a las vueltas del destino. Y, en un rinconcito de su corazón, un leve destello de alegría se encendió. Al fin era libre y tenía el camino despejado hacia la cercana felicidad, lejos de las ataduras que ella misma se había impuesto con el transitar de los años.
Aunque no fue así. Ya nada era como esperaba.
La mujer falleció unos meses después, en la quietud de una tarde primaveral de septiembre. Se fue en el sueño y en su rostro ajado por la edad quedó plasmada una hermosa sonrisa.
El espíritu de su esposo la visitó mientras dormía, radiante, igual que en sus años de juventud, y le mostró un mundo de posibilidades que el infinito ponía frente a sus ojos. Ella vio la vida que le ofrecía la eternidad y descubrió que, en ese mundo etéreo, lejos de todo el sufrimiento de la tierra, la verdadera felicidad estaba al fin a su alcance.
Aceptó con gusto marchar con él, sabiendo que esta segunda oportunidad era la que había esperado por siempre y partió con un suave suspiro de ilusión.
Al fin estaba donde siempre había deseado estar.
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